Desde Berlín

No deja de ser una paradoja, pero año a año es cada vez más evidente. En un festival de las enormes dimensiones de la Berlinale, que entre sus distintas secciones, incluido el European Film Market, reúne más de 500 películas en diez días, los films más valiosos no suelen ser aquellos de mayor tamaño, los que llegan acompañados por un rosario de estrellas o un poderoso aparato publicitario. Muy por el contrario, aquellas obras que están en condiciones de atravesar la prueba del tiempo son a priori los films en apariencia más pequeños, más frágiles, los que desafían las categorizaciones fáciles, los que buscan modos de expresión que están por encima de las fronteras cada vez más permeables de la ficción y el documental. Y de hecho es en ese campo equívoco denominado “documental” (equívoco en tanto para mucho público evoca, en el mejor de los casos, los rockumentaries de Netflix, cuando sus modos de expresión son muchísimo más amplios y variados) donde el primer tramo de la Berlinale de este año está marcando territorio.

En este sentido, hay un punto muy alto en No intenso agora, el nuevo, esperado trabajo del brasileño Joao Moreira Salles, que se proyecta en la sección Panorama Dokumente. Hermano menor del director de Central do Brasil y Diarios de motocicleta, Walter Salles, Joao Moreira ha forjado una obra sin duda más secreta pero también más valiosa, siempre en el campo de la no ficción. Hacía ya una década larga que no entregaba un nuevo trabajo, desde aquella obra maestra que sigue siendo Santiago (2006), considerado hoy un film de culto, y ahora reapareció en Berlín con esta poética, melancólica reflexión sobre el paso del tiempo y las revoluciones que pudieron haber sido y no fueron.

Ese “intenso ahora” del que habla el título del film gira en principio alrededor de mayo de 1968, cuando en París el status quo salta por los aires, la juventud universitaria interpela a la política tradicional, pone al Estado en jaque y exige la llegada de la imaginación al poder. Pero lejos de ser una lectura más, como tantas, de aquel momento tan estudiado, del cual se está por cumplir medio siglo, No intenso agora  trasciende largamente su punto de partida para establecer un diálogo íntimo entre lo personal y lo público, entre la Historia con mayúsculas y aquello que sucede en sus pliegues más íntimos.

No hay un solo plano en el nuevo film de Salles que haya sido rodado por él. Absolutamente todo, desde el comienzo hasta el final, está constituido por materiales de archivo. Y sin embargo esta película no podría ser sino suya, en el sentido más subjetivo del término. Al punto de que las primeras imágenes provienen de unos hermosos rollos amateur en colores filmados por sus padres, en 1966, cuando visitaron la República Popular China, en pleno apogeo de la Revolución Cultural: “Unos diletantes detrás de las bellezas del país”, señala con un dejo de ironía el propio Salles, cuya ocasional voz en off será casi la única del film, comentando o contradiciendo lo que dicen o parecen decir las imágenes. 

Ese punto de partida de lo que por entonces era casi una terra incognita (todavía no había llegado a China el equipo de la RAI con Michelangelo Antonioni y Alberto Moravia a la cabeza), donde se ve a un pueblo en apariencia feliz, lleva al cineasta a poner en diálogo esas imágenes tan personales, con otros registros amateur, que van desde Checoslovaquia en 1968, cuando los tanques soviéticos aplastan la Primavera de Praga, hasta Rio de Janeiro para la misma época, sacudida a su vez por los funerales de un estudiante asesinado por la policía. ¿Qué dicen cada una de esas imágenes no sólo de su época sino también de quienes las filmaron? ¿Hasta qué punto cada ciudad, cada pueblo, cada idiosincrasia deja sus huellas particulares en esos registros anónimos?

No intenso agora, del brasileño João Moreira Salles, está hecho sólo con material de archivo.

Con una lucidez sin prisas, Salles deja congelada una imagen, si le parece necesario, y reflexiona sobre su naturaleza, sobre el punto de vista elegido (no es lo mismo un camarógrafo en la primera línea de fuego en París que otro escondido detrás de una ventana de Praga), sobre la incandescencia de un momento en el que se desafiaban las figuras de autoridad y en el que todo parecía posible. Y en el que sin embargo, finalmente, todo se apagó casi tan fugazmente como una vela. Entre los materiales que Salles recupera hay unos fragmentos del largometraje Morir a los 20 años, de Romain Goupil, que el director dice que está entre sus preferidos de ese período. Y comenta, casi asombrado: “Tienen 20 años y ya están escribiendo sus memorias. La nostalgia tan precoz será un problema de esta generación”. 

En el Forum del cine joven, además de la profusa presencia argentina, de la que ya se dio cuenta en estas páginas, el cine documental más creativo también está fuertemente representado. Un nombre que muchos cinéfilos porteños reconocerán, por la circulación de sus films en el Bafici y el DocBuenosAires, es el del estadounidense J.P.Sniadecki. Antropólogo visual, integrante de ese núcleo creativo surgido del Sensory Ethnography Lab de la Universidad de Harvard, Sniadecki suele trabajar casi siempre en colaboración con otros cineastas y ahora trajo a la Berlinale, en estreno mundial, su film más reciente, El mar, la mar, realizado junto al canadiense Joshua Bonnetta. Lejos de la República Popular China, donde hizo algunos de sus mejores trabajos, como People’s Park (2012), ahora Sniadecki se interna en el desierto de Sonora, en la conflictiva frontera entre México y los Estados Unidos, sobre la cual el nuevo gobierno de Donald Trump ha logrado volver a poner todas las miradas. Pero sin obviar la naturaleza trágica de ese escenario, donde tantos migrantes mueren en su intento por cruzar hacia lo que suponen puede llegar a ser una vida mejor, El mar, la mar prefiere explorar esa geografía como espacio mítico.

En las antípodas del reportaje para la televisión y un poco a la manera lírica de los films de Peter Mettler, El mar, la mar privilegia la percepción de la naturaleza, ese árido paisaje cubierto apenas de algunas matas, que durante el día es abrasado por el sol y durante la noche se convierte en un helado sepulcro a cielo abierto. Claro que en ese paisaje, filmado deliberadamente en película 16mm., lo que le da a la imagen una textura que alude a un tiempo sin tiempo, hay huellas, trazos que el viento no termina de borrar ni de barrer. Alguna zapatilla sin su par correspondiente, ropas revueltas por la arena, unos anteojos quebrados, una mochila raída y vacía, una botella que alguna vez tuvo agua y ahora está cubierta de tierra son signos no tanto de vida como de muerte y que Sniadecki descubre en su camino, un poco como Werner Herzog descubría restos de una civilización pretérita en el desierto de su Fata Morgana (1971). Aquí, a diferencia del film de Salles, no hay comentarios: solamente el sonido de la naturaleza, algún testimonio en off (el de un migrante o el de alguno de sus verdugos, los rangers) y, eventualmente, con una libertad asombrosa, el film se permite citar la recodada balada del western Johnny Guitar (1954, de Nicholas Ray) o incluso una poesía de Sor Juana Inés de la Cruz.

¿Y si Golden Exits, la nueva ficción de ese enfant terrible del cine indie estadounidense que es Alex Ross Perry, pudiera ser leída como un documental? ¿Por qué no? Así como muchos de los mejores documentales de hoy utilizan recursos provenientes del cine de ficción, la nueva película del director de Analizando a Philip tiene actores de renombre (Jason Schwartzman, Emily Browning, Chloë Sevigny, Adam Hororwitz, Mary-Louise Parker) pero luce como un documental sobre la histeria neoyorquina de hoy, como ni siquiera Woody Allen podría hacer.

Rodado también, como el film de Sniadecki, en 16mm., Golden Exits se ocupa de registrar las pequeñas crisis que desata en dos matrimonios la aparición de una chica australiana que llega a la Gran Manzana a pasar el verano trabajando en una pasantía. Más allá de su juventud y de su encanto natural, la chica en cuestión no hace nada por seducir a nadie, pero tanto los hombres como las mujeres de los matrimonios que la albergan piensan que  esa llegada está moviendo la estantería. Que ella tenga 25, y que una pareja ande por los treinta y pico y la otra haya pasado largamente los 40 hace de Golden Exits una suerte de documento inter-generacional, en el que cada franja etaria se ve reflejada en el espejo de sus propias crisis.