Dueño de una personalidad polifacética, Julio Cortázar incursionó en múltiples dominios de la cultura y de la sociedad, y tanto en la política propiamente dicha como en la política cultural dejó marcas muy precisas de sus reflexiones, posiciones, intervenciones y mensajes. Sin embargo, como fue ante todo un escritor y un hombre de letras, esencialmente preocupado por “la textura de los textos”, me parece que es a la luz de ellos, de sus propuestas, de sus logros y de sus fracasos, que debiera juzgarse lo que hay o no de innovación en las innovaciones cortazarianas.

En este aspecto eminentemente literario son varios los dominios en los que produce transformaciones, pero tal vez su mayor intención renovadora se focalice en el denominado “género” novela. Y si bien venía haciéndolo  de un modo menos programático desde Los premios (1960), y seguiría con 62 Modelo para armar (1968) y, de otra manera muy distinta, con Libro de Manuel (1973), el gesto más llamativo es sin duda el que parte, el que arranca, o se condensa, con Rayuela (1963). Sus ideas sobre el género, y sobre los cambios que habría que producir en él, venían de lejos. Probablemente hayan nacido en sus fuertes orígenes surrealistas, de lo que es marca indeleble la permanente vinculación que establece entre “un viejo orden de cosas” y ciertas tradiciones de la forma literaria. De ahí que, luego de haber abordado con bastante éxito la forma “cuento”, haya sentido que ella no era el terreno propicio para materializar los cambios deseados, y asumido otro gesto narrativo, como buscando un marco superior. 

Nacida por obra y arte de Rayuela (y claro está que de su inmenso creador), como la mujer joven, la intuitiva, la ligera, la sensible, la anti-logos, la poética, la que vagaba por las calles y a quien seguramente encontraríamos, sin buscarla, rondando alguno de los puentes de París (tal vez el más estético, el más artístico de todos, el Pont des Arts), en esa imbricación de ciudad luz con santamaría rioplatense que supo ser esta novela, el personaje fue convirtiéndose, por magia y gracia de la sola letra escrita, en un ideal de cierta feminidad con el que tantas mujeres se identificaron. Y a quien, por nuestra parte, los varones buscábamos o perseguíamos o soñábamos.

No por casualidad cortazariana, la Maga fue la quintaesencia de otras mujeres que recorrieron su obra, con rasgos de la Alina Reyes de “Lejana”, de la Delia de “Circe”, de la Laura de “Cartas de mamá”, de la Leticia de “Final del juego”, de la bella e imaginaria “Silvia” de Último round y, muy probablemente, el espejo femenino de “El perseguidor”: Johnny Carter-Charlie Parker, para quien el tiempo funcionaba de un modo tan personal que alguna vez declaró “esto lo estoy tocando mañana”, y quien también decía que no pensaba nunca o, mejor dicho, que no pensaba como nosotros: “Estoy como parado en una esquina viendo pasar lo que pienso, pero no pienso lo que veo”.

Puramente literario (doblemente ficticio, habría que decir, ya que “Oliveira decide inventar a la Maga para dar celos a Talita”, como reza el Cuaderno de bitácora o Log-book que acompañó la redacción de Rayuela en muchos de sus fundamentales tramos) ¿qué había en el personaje de la Maga para que transformáramos, por el poder de la escritura y de la lectura, a un ser de papel en algo tan vívido y tan vivo? Acaso, por empezar, su apelativo, los apelativos siempre bien elegidos por Cortázar, poeta al fin, buen nombrador y buen titulador; ese nombre de resonancias mágicas, extra terrenas, ocultas, esotéricas. Y luego, sus modos, sus movimientos vagos y ligeros, casi etéreos, su estar en el mundo a contramano, a contraluz, que no fuera “en la cabeza donde tenía su centro”, que no necesitara “saber” como nosotros, que pudiera “vivir en el desorden sin que ninguna conciencia de orden la retenga”, que “adorara el amarillo”, que buscara obsesivamente un trapito rojo cuando suponía haberlo perdido, que su espacio y su tiempo fuesen otros, que no la guiara nunca la razón sino exclusivamente la intuición; que la torpeza y la confusión, pero también lo estético, la dominaran (“la araña Klee, el circo Miró, los espejos de ceniza Vieira da Silva”); en fin, que tuviese otra dimensión humana, que no creyera para nada en los nombres de las cosas sino que al tocarlas las conociera, con una aproximación prelingüística y casi primitiva a la naturaleza, al mundo, en el lenguaje de la tribu utópica; una mujer con quien amar no fuera sólo mirarse a los ojos sino mirar en la misma dirección...                       

La crítica comete los errores de siempre al juzgar a Cortázar como su Demiurgo, y a La Maga como si se tratara de una persona real, o de la representación de una persona real, cuando en verdad estamos frente, solo, mal que nos pese, a un personaje literario; seres, como enseñaba Macedonio Fernández, de papel, que viven únicamente en las páginas y mueren en la última. Como en tantos otros casos similares, esto engendra multitud de confusiones y malentendidos. Mujeres, ha habido muchas en la literatura argentina, y más en la latinoamericana. Algunas, personajes; otras, musas inspiradoras. Nombrarlas o recordarlas parece un ejercicio de nostalgia: la María de Jorge Isaac, la niña de Guatemala de José Martí, la campesina española de Rubén Darío, Francisca Sánchez del Pozo, la Blanca Stella Aráuz de César Augusto Sandino, la Adelita de la legendaria canción mexicana, la Matilde de Neruda y de Los versos del capitán; las Carmen, Claudia, Myriam, Ileana, Meche, Conchita, Martha, Adelita…, que tanto abundan en los inicios de la vida afectiva y de la vasta y rica obra de Ernesto Cardenal, no fácilmente identificables en la realidad y en la historia, pero que no por ello inciden menos en la constitución de los mitos amoroso-poéticos del gran nicaragüense, ni dejan de ser (más bien, todo lo contrario) el eslabón fundamental que une la materia literaria con los referentes ambientales, sociales, políticos de las primeras décadas del poeta. Y hasta autoras: nuestra Alfonsina, tan merecidamente y sin ir más lejos. Pero pocas, tal vez ninguna, con el impacto que para nosotros consiguió La Maga, quizás por el momento histórico, quizás por la fuerza y contemporaneidad del escritor.

Y sin embargo, no todo era tan fácil: “–Hacíamos el amor como dos músicos que se juntan para tocar sonatas. // –Precioso, lo que decís. // –Era así, el piano iba por su lado y el violín por el suyo y de eso salía la sonata, pero ya ves, en el fondo no nos encontrábamos. Me di cuenta en seguida, Horacio, pero las sonatas eran tan hermosas”.

* Escritor, docente universitario.