Evangelion era el animé para quienes no veían animé. Es decir, para quienes creían que la animación japonesa consistía enteramente en adolescentes huérfanos que luchaban entre sí en honor a dioses griegos o para pedirle deseos a un dragón cósmico. El contexto ayudaba: en la segunda mitad de la década del ‘90 el acceso a la producción animada nipona era todavía escaso comparado con la actualidad. El material era poco, las copias no siempre de buena calidad y el fenómeno en sí mismo algo todavía reciente. Era fácil mirarlo con recelo si el espectador no tenía la edad justa para apreciar el puñado de géneros que llegaban a la tv por cable nacional. Así, joyitas como Ghost in the shell, Akira o Evangelion brillaban y tendían puentes entre tribus nerds. A diferencia de las dos primeras, esta era una serie. Quizás por eso su reestreno en la plataforma de streaming audiovisual Netflix provocó más reacciones entre los fans de antaño que las otras.

Lo primero que hay que decir es que Evangelion envejeció muy bien comparada con otras series de los ‘90. Es cierto que perdió buena parte de su novedad y que algunos de sus trucos, a fuerza de repetirse en series posteriores a las que influenció, ya resultan conocidos. También es cierto que por momentos puede parecer “lenta”. Pero a diferencia de otros títulos que llegaban en su época, la producción de Gainax no desentona por la calidad de su animación ni por la construcción de relato que propone. Cada fan de la primera hora juzgará a la distancia si le sigue hablando del mismo modo que en su adolescencia, pero el material de base es tan bueno que resulta difícil pifiarla viéndola.

¿De qué trata? En principio -después la cosa se complejiza- Evangelion propone un mundo en que los ángeles despertaron y bajan a la Tierra para acabar con la humanidad. Unos jovencitos deben subirse a robots gigantes para detenerlos. Hasta ahí, nada del otro mundo. La cosa se condimenta cuando todo el relato se articula en torno a una relación de abuso de poder entre padre e hijo, cuotas frondosas de existencialismo, un remate a lo Arthur C. Clarke en El fin de la infancia, cierta fascinación oriental con la iconografía judeocristiana, una galería de personajes rotos y propuestas de resolución de conflictos infrecuentes en otros productos similares. Todo eso empaquetado en 26 capítulos de veintipocos minutos con dos películas extras para aclararle las dudas a quienes no entendieron el final de la serie. Películas que también están en la plataforma y que también formaban parte del bagaje de la serie. En los ‘90 la serie tenía fama de “difícil” e “intelectual”, lo que le agregaba su pátina de prestigio entre los otakus y animaba trasnoches de debate adolescente en las fiestas del palo. No faltaba quien aseguraba que “no necesitaba verlas” para refrendar su presunta superioridad intelectual.

Su reestreno, sin embargo, levantó polvareda en el mundillo digital. Salvo uno de ellos, los motivos parecen más bien nimios. Lo que generó genuina indignación fue el nuevo doblaje. En Netflix la serie puede verse en japonés (subtitulada) y un “latino”, que no es el mismo que sonaba en el cable vernáculo terminando el siglo pasado. No es tampoco que el doblaje “latino” anterior fuera particularmente bueno, pero en el cambio se perdió o se diluyó la sugerencia de un amorío gay entre Shinji Ikari –digamos que protagonista de la serie– y otro personaje. Y si bien la lectura del original japonés es sutil, el contexto favorece esa mirada de la situación. El lavado de cara –intencional o por limitaciones de la traducción– resulta llamativo.

Entre los motivos menores, muchos fans se quejan de que la plataforma incluya su opción para saltear la introducción. Y sí, suena a queja de lleno, por decirlo livianamente. Porque si bien es cierto que debe ser una de las mejores canciones de apertura de una serie (imposible no salir tarareando el “zankoku, na tenshi no these...” al final de la recorrida), tampoco parece ser el fin del mundo. En todo caso, resulta más odioso el recorte a la música de títulos finales. Los memoriosos recordarán que cerraba con “Fly me to the moon”. Los detallistas agregarán que en ocasiones la versión que sonaba de ese clásico cambiaba y ahí había un acentito puesto en lo que había sucedido en ese capítulo. Era una serie que dejaba mucho a la libre interpretación del espectador, pero pocas cosas al azar.

En todo caso, ambas protestas revelan el carácter ritualista y de culto que adquirió la serie. Para algunos era atornillarse frente al televisor en el horario de turno (por ejemplo, las cinco de la tarde de un verano caluroso) y ver todo de corrido sin perderse ni un segundo, so pena de tener que esperar cinco semanas a que Locomotion repitiera esa entrega. Para otros, era reproducir un VHS de calidad y orígenes dudosos, que tampoco convenía adelantar en la videocasetera. El cambio de plataforma modifica el ritual. Aunque los espectadores sigan sincronizando a los robots.