“Nada parece ser lo que suponemos como elemental. El tiempo desmiente todo, cada instante contradice al anterior. Lo único inobjetable es la ilusión fantasmagórica de lo que este juego llamado tiempo hace con nuestras mentes”, escribe Georges de Broca en una de sus misivas mientras se recupera de una fiebre en un sanatorio. Son más de cincuenta y conforman la nueva novela de Augusto Munaro. ¿Parodia de un género epistolar tan cultivado en cierta literatura del siglo XVIII? En cierto modo, sí; pero no es sólo eso. Hay mucho más. Dicho de otra manera, Las cartas secretas de Georges de Broca permiten, como suele suceder con la gran mayoría de las obras de Munaro, diversos niveles de lectura, siempre en clave, apelando a una clase de lector dispuesto a participar en la búsqueda de sentidos que se ocultan en el cruce de distintas tramas y, en este caso, a partir de lo que hay de secreto en estas cartas que escribe Georges de Broca y que, por alguna razón, no están ordenadas cronológicamente –la más antigua data de 1899 mientras que la última es de 1962– ni tienen sus respectivas respuestas o aquellas que les dieron su origen. ¿Quién es este francés tan enigmático y estrafalario por momentos? Sobrevivió a la Primera Guerra Mundial, tal como lo demuestra la segunda carta dirigida a una tal Mme. Pauline Givray donde intenta  consolar a una mujer por la muerte de su hermano en batalla y contarle el sitio donde fueron sepultados sus restos. “Lejos de la línea de fuego, avanzamos en fila india y en silencio hasta llegar al ciprés donde cavamos una fosa con unas cruces hechas de madera. Entonces Alain silbó lo mejor que pudo la Marcha Fúnebre de Chopin, mientras quien le escribe, improvisando una cítara con los restos de un tanque destrozado, buscaba enriquecer musicalmente el protocolo del momento”. Con mucho humor y tensando hasta el límite el absurdo, a partir de este momento Augusto Munaro juega con los conceptos de realidad y realismo y despliega todo el universo interior que hay en Georges de Broca: su imperiosa necesidad de perpetuarse con un invento. Una carta dirigida a un inversionista, por ejemplo, donde le asegura que ya tiene listo el Palacio de los espejismos, una sala hexagonal de veinte metros de diámetro construida con doce espejos paralelos que le dan al espectador la ilusión de una multitud de salas yuxtapuestas en múltiples direcciones. Y en otra oportunidad, mientras recorre mentalmente un París de principio de siglo XX con sus Le Moulin Rouge y Le Cigale, escribe sobre Le cabaret du Néant, un extraño lugar donde las mesas son ataúdes, las tazas calaveras y un macabro decorado resulta perfecto para uno de sus inventos donde una persona del público puede convertirse en esqueleto gracias a un efecto óptico creado con luces y espejos cóncavos. En una carta fechada en 1931, le escribe a su amigo Vigo para contarle que está en plan de construir su torre de marfil. Un escondite, dice, para escapar de la ordinariez de la caterva. “Mis agentes secretos, bajo mis órdenes, viajaron a la ciudad de Montevideo para adquirir las copias de los planos correspondientes a la Torre de los Panoramas”. De pronto comienza a deslizarse el velo, ¿agentes secretos? Habrá que prestar mucha atención a las cartas fechadas durante la Segunda Guerra Mundial, pero por sobre todo a aquellas en las que se refiere a su gran invento, a la que llama “su autómata”. En una carta dirigida a su amigo Lucien Cuvier se refiere a su “autómata” con el nombre de F y que posee el tamaño natural de una muchacha de unos 25 años. “Su cabeza y su busto son de papel maché, su cuerpo de piel es de cabritilla y sus piernas son de porcelana mate”. La descripción de este maravilloso invento continúa en detalles en varias misivas pero no así su propósito. Habrá que llegar a una carta fechada el 26 de febrero de 1945 y dirigida a un tal Oudanc para poder cerrar  una de las tantas historias que propone Augusto Murano, donde no faltarán hombres que se baten a duelo, encuentros con personas que parecen venir de otro tiempo, como sucede en una genial carta fechada en 1909 y que bien podría valer por sí misma como un cuento fantástico, donde Georges de Broca narra una conversación con un mendigo mientras recorre el Foro Romano. Y si al principio da la impresión de que Publio no es otra cosa que un demente pronto el lector vuelve a advertir que está otra vez sumergido en la maquinaria imaginativa del autor de Los soñantes: un habitante de mundos paralelos y de refinada prosa, culta y poética, y ahora más todavía, un excelente narrador.