Las obras de arte ejercen sobre mí una poderosa acción,
sobre todo las literarias y las escultóricas, y más rara vez
las pictóricas.

S. Freud

 

Freud, como la mayoría de sus contemporáneos, adhería a la teoría del arte dominante en su época. Como señala el notable crítico E. H. Gombrich, se identificaba al arte con la expresión e incluso con la comunicación. Se enfocaban los estudios sobre arte habitualmente desde una óptica representativa; poniendo el acento en la facultad del artista en comunicarnos una idea o transmitirnos un estado del alma.

Ahora bien, podemos acordar que este abordaje no es suficiente para considerar artística una obra. No sólo se necesita de la voluntad del artista para expresar emociones, mayormente inconscientes, sino que a todo artista le sale al encuentro el lenguaje del estilo. Mediante la tensión que ese choque produce es que realiza su obra. Sin que pueda disociar forma de contenido. Si falta alguno de estos elementos la obra queda reducida o bien a una comunicación intelectual y sentimental o bien a un ornato desprovisto de su aura, para usar el término con el que Walter Benjamin distinguía a una obra original. El trabajoso encuentro entre intención y estilo es el que se requiere para transformar la sensibilidad del artista en creatividad estética.

Freud entendía que es a través de la realización de una obra de arte que se produce primordialmente la sustitución sublimatoria que posibilita no renunciar absolutamente a la satisfacción de los placeres instintivos; renuncia exigida por la empresa civilizatoria. Consideraba que el goce que el artista obtiene en crear, en encarnar las visiones de su imaginación, y el del científico en conseguir la solución de problemas en la búsqueda de la verdad tiene una cualidad especial que los diferencia de los demás mortales. Un goce que se vuelve altruista al permitir que sus obras contribuyan a hacernos la vida más llevadera.

Como se puede advertir, su apuesta era más a atender la conflictiva inconsciente que afecta al artista y lo aguijonea a sublimarla a través de su obra produciendo en el receptor una delectación especial que a considerarla estéticamente. Esto lo observamos en sus escritos sobre un recuerdo infantil de Leonardo, en la Gradiva de Jensen, o en su texto sobre el parricidio en la obra de Dostoievski.

Sin embargo, en el Moisés de Miguel Angel toma un camino que entiendo diferente. No se plantea una reconstrucción psicoanalítica de la historia y de las determinaciones inconscientes que llevaron a Miguel Angel a concebir su labor escultórica ni va a dedicarle atención especial a lo que éste sublima mediante la realización de su arte. Su escrito se ocupa del Moisés como obra y no de la indagación psicoanalítica del autor.

Lo que Freud lee en el Moisés después de observarlo detenida y profundamente es la emoción que éste encarna y que le impacta sobremanera. Se le revela un Moisés distinto al de las sagradas escrituras. A diferencia de uno colérico que está por levantarse y romper las tablas consagradas, el Moisés que Miguel Angel le da a ver a Freud es el de alguien que sabe dominar su ira y que logra introducir mesura en su actitud ante la multitud idólatra. No es el Moisés que en plena furia está por destruir violentamente las tablas de la ley. Es un Moisés menos iracundo y más introspectivo. Un Moisés que Freud va a descifrar a partir de ciertos indicios que le muestra la escultura. Un Moisés que no es el que los comentaristas registran.

Freud, al ocuparse --ya veremos cómo-- de los detalles que capta en la obra nos entrega ese otro Moisés. La lectura que hace de esos fragmentos observados por él lo conduce a discernir lo que el Moisés sublima. Sublimación que puede leer en lo que el objeto encarna más que en la historia de Miguel Angel.

“Recuerdo yo mi decepción --comenta Freud-- cuando en anteriores visitas a la iglesia de San Pietro in Vincoli me senté ante la estatua, esperando ver cómo se alzaba violenta, arrojaba las tablas al suelo y descargaba su cólera. Nada de ello sucedió; por el contrario, la piedra se hizo cada vez más inmóvil; una calma sagrada, casi agobiante, emanó de ella y sentí necesariamente que allí estaba representado algo que podría permanecer inmutable, que aquel Moisés permanecería allí eternamente sentado y encolerizado”

Lo que Miguel Angel ha creado, continúa diciendo Freud, no es una imagen histórica, una mera representación plástica de un relato bíblico, sino un tipo de carácter de insuperable energía.

Se va a abocar por consiguiente a una cuidadosa interpretación de la obra, buscando comprender también lo que tan profunda zozobra e impacto emocional le causaba. Así recorrió todo lo que estuvo a su alcance de escritos sobre el Moisés. Leyó los trabajos de numerosos críticos de arte que describían y analizaban la obra para recoger información sobre lo que ellos veían en el Moisés. El relato que Freud va construyendo ilumina no sólo aspectos novedosos y diferentes de la obra sino su peculiaridad sintomática. Una tensión velada entre lo visto y lo que debía verse.

El método de lectura que hace de la obra se inspira en los trabajos publicados por un crítico de arte ruso, Iván Lermolieff. Nombre ficticio con el que se ocultaba un médico italiano llamado Morelli. Este médico, devenido en crítico de arte, utilizaba un procedimiento especial para estudiar las obras de arte y poder distinguir con seguridad las copias de los originales. Proceder que muestra, a juicio de Freud, grandes afinidades con el psicoanálisis. Efectivamente, va a prescindir en su análisis de la impresión de conjunto, de la observación general de las obras, acentuando por el contrario la importancia de los detalles secundarios; como por ejemplo el dibujo del pabellón de la oreja de una de las figuras del cuadro. Estas observaciones de minucias que el copista no considera y que el artista ejecuta de una manera característica le permitían distinguir una imitación de un original. El método indiciario de Morelli, así se lo conoce, era similar al que para casi la misma época se le atribuía a Sherlock Holmes, personaje creado por Conan Doyle. Tanto el conocedor de arte como el detective descubren al autor del delito o del cuadro en base a indicios imperceptibles para la mayoría de la gente. Los indicios reconocidos por el observador avezado (lo mismo que el baquiano que sabe leer huellas) dan lugar a una secuencia narrativa. Leer las huellas mudas pero no imperceptibles promueve historias impensadas.

Freud consideraba que también el psicoanálisis acostumbra a deducir de rasgos poco observados e inestimados del relato de un paciente cosas secretas de máxima importancia para la comprensión de un caso.

En esta oportunidad el paciente de marras no es Miguel Angel sino su Moisés. Una obra plástica que no reproduce lo que se presumía ver. Lo que el consenso religioso les hace ver a los críticos de arte a costa de desmentir la percepción de lo que mostraba. Freud, al contrario, se atrevió a hacer visible un Moisés bien diferente, a partir de no censurar su mirada con lo supuestamente sabido y consagrado.

Su apuesta no es sin titubeos. Se pregunta si lo que el maestro dejó escrito en la piedra “¿lo escribió realmente con letra tan imprecisa o tan equívoca que puede hacer posibles lecturas tan diferentes?”

Su pregunta, a mi parecer, apunta más a poner un interrogante sobre lo que se ve y lo que no se ve porque no se puede mirar, que a lo que el artista quiso mostrar. En este artículo está el germen lo que vendrá a desarrollar más tarde sobre el concepto de renegación.

Al ocuparse, en un escrito anterior, del cuento de Andersen “El traje nuevo del emperador”, lo que atrajo la atención de Freud fue que, a semejanza de los sueños típicos de desnudez, el sujeto desnudo se paseaba ante quienes no mostraban signos de percibirla. ¿Ojos que no ven, o sólo pueden percibir lo que se permiten mirar? Esta tensión conflictiva permanente hace de la desmentida de lo percibido un mecanismo bastante generalizado de nuestra percepción de las cosas.

Así como sólo un niño pudo gritar “el emperador está desnudo”, lo que creó una extrema conmoción entre la gente, poner a la luz nuevos modos de ver coloca al descubierto lo que se oculta en la mirada.

No se trata de ver con un tercer ojo, ni de percibir lo que no se muestra. Como en el caso de la carta robada del inteligente relato de Poe se trata de poder abrir los ojos a lo visible. Operación que se produce cuando es posible correr el velo de una mirada que colmada de sentido oculta en demasía lo real.

Poder decir que vemos al emperador desnudo implica, tal como nos lo relata Andersen, sobreponernos a nuestra cobardía; la de refugiarnos en lo que se debe ver para no parecer estúpidos o indignos.

Al abrir los ojos se ven detalles que antes no se veían, indicios que arman historias nuevas, fragmentos que configuran escenas impensadas, limaduras de lo real que brillan de otra manera y sobre todo se deja de soñar siempre el mismo sueño.

Freud frente al Moisés siente el impacto y confiesa también la decepción de no ver lo que esperaba ver. El Moisés que Freud contempla no es el hombre iracundo que se está por levantar y arrojar contra el suelo las tablas de la Ley como cuenta la Biblia, sino alguien que va a permanecer eternamente sentado en un gesto capaz de dominar la cólera que le produjo el descubrir a su pueblo entregado a la apostasía. Refrenarse entonces y salvar las tablas.

De ahí la sorpresa, el desconcierto que la obra le produce, esa emergencia de lo impensado en lo percibido. Infiero que se preguntaría entonces si esa idea que le sale al paso es una interpretación valedera o una mera impresión subjetiva. Freud confiesa que su duda es grande. Va a salir en su auxilio el procedimiento utilizado por ese tal Morelli para estudiar las obras de arte.

Entre los detalles observados en la escultura, no atendidos por los críticos de arte y en los que Freud se detiene, sobresalen dos: la posición de la mano derecha y la colocación de las tablas.

Realiza entonces una rigurosa descripción de la posición de la mano y de la barba y del movimiento que ésta insinúa. No voy abundar en la exposición de esta indagación minuciosa, me basta transcribir las conclusiones que de esa observación concienzuda extrae Freud.

Dice Freud, “hallándose Moisés en actitud reposada, se vio sobresaltado por el clamor del pueblo y la vista del becerro de oro. Se hallaba tranquilamente sentado, mirando de frente, con la barba descendiendo recta sobre el pecho y sin que la mano derecha tuviera probablemente contacto ninguno con ella. En esto llegan a sus oídos los clamores del pueblo; vuelve la cabeza y la mirada hacia el lugar en que resuenan; contempla la escena y se da cuenta en el acto de lo que sucede. La indignación y la cólera se apoderan de él, y quisiera saltar de su asiento para castigar a los sacrílegos, aniquilándolos”

“Entre tanto su furia, que se sabe aún alejada de su objeto, se dirige, en un ademán, contra el propio cuerpo. La mano impaciente dispuesta a la acción ase la barba, que había seguido el movimiento de la cabeza, y la aprieta convulsivamente, gesto que recuerdan otras creaciones de Miguel Angel”. Continúa el relato del movimiento furioso de Moisés que concluye en una nueva posición donde la barba está cruzada sobre el lado derecho sostenida por la presión del dedo índice. Tal cual se ve en la escultura. Pero esta posición solo se puede entender como derivación de toda la construcción anterior que hace Freud. La construcción del relato la vuelve comprensible a la mirada.

El texto continúa haciendo referencia a que es algo que sucede con las tablas lo que explica el movimiento brusco del brazo y de la mano. Advierte que en la estatua las tablas de la Ley aparecen cabeza abajo, lo cual, dice, es ciertamente una singular disposición de tan sagrado objeto. “Surge en este punto --asevera Freud--, la hipótesis de que las tablas han llegado a esta posición a consecuencia de un movimiento cumplido”.

Concluye que para evitar que las tablas se caigan al suelo, la mano derecha que asía encolerizada las barbas, retrocede, soltando la barba para alcanzar las tablas que se escurrían por su antebrazo, quedando éstas en posición tan singular. Finalmente va a adjudicar a la escultura una voluntad que se convierte en gesto sublimatorio. Expresa textualmente, “pensó en su misión, y renunció por ella a la satisfacción de su deseo”. Se refiere como es explícito al Moisés, a la obra escultórica y no al autor de la misma. La interpretación recae sobre la obra y no sobre el escultor.

A lo largo de su escrito se pregunta varias veces si tal o cual pormenor por él resaltado no hubo de ser indiferente para el artista. Si no estará fatigando sus pensamientos con pequeños detalles que al escultor les fueron indistintos. Si bien también se pregunta cuáles habrán sido los motivos de Miguel Angel para destinar un Moisés así transformado para el sepulcro del Papa Julio II, no se ahorra decir que ese Moisés así transfigurado es efecto de su interpretación. Cuestión que plantea interrogantes no sólo sobre lo acertado o no de la misma sino de su propia pertinencia. Entiendo que esta interrogación está en el centro de toda construcción analítica. Es producto de la tensión que crea la verdad en tanto no puede ser ni dicha toda, ni afirmada absolutamente. Sin embargo lejos de ser un inconveniente abre puertas a un decir que requiere siempre del otro al que se dirige para generar sentido. Ninguna interpretación o construcción tendrá la garantía de una verdad revelada, sino que se sostiene por los efectos de su enunciación.

Freud nos ofrece con este texto un espléndido ejemplo de lo que significa la investigación en una disciplina conjetural. A partir de la observación de ciertos detalles singulares, generalmente asentados a plena luz del día, pero ni vistos ni oídos anteriormente, se puede construir un relato que abra nuevas perspectivas de entendimiento. Interpretación y construcción van de la mano. Si en una el acento recae en la apreciación de lo que pasa habitualmente desapercibido, en alguna huella de lo perdido, en la otra lo que se plantea, a partir de esa huella ahora iluminada, es la creación de un relato conjetural. Relato polifónico que teniendo aún un pie en lo impensado posibilita nuevos interrogantes acerca de lo ya sabido. La investigación en psicoanálisis concibe un saber sin tener a mano un sujeto a quien atribuirlo. Constituye a partir de ese movimiento un supuesto sujeto apres coup que detiene el vértigo que esto produce.

Miguel Angel y su Moisés o Moisés y su Miguel Angel o el Moisés de Freud reencontrado en la obra de Miguel Angel. Se reúnen en una obra polifacética que trasciende la atribución subjetiva para convertirse en patrimonio generoso de quienes la puedan ver, leer y gozar.

 

* Psicoanalista.