“En 1971, en la fase final de mi exilio londinense, vine al Brasil a pedido de João Gilberto para grabar con él y Gal Costa un programa especial para la televisión. En una  conversación después de la grabación, João me dijo más o menos lo siguiente (en verdad, algunas frases quedaron marcadas tan nítidamente en mi memoria que todavía pueden ser repetidas aquí literalmente): ‘Caitas, vos enfrentaste tanto sufrimento. Con ustedes fue todo así de una vez sola. ¡Qué horror! Yo sé lo que es eso. Conmigo, Caitas, fue igual. ¿Creés que no es igual? Solo que conmigo fue de a poco, esa prisión, ese exilio, esa violencia, todo el día, todos los días’”.

El texto pertenece a un fragmento de una de las notas, prólogos y ensayos propios que Caetano “Caitas” Veloso compiló en El mundo no es chato y marca la hostilidad con la que convivía João Gilberto, tal vez en un plano interior. Prisión, exilio y violencia son palabras que contrastan con el estilo que impuso un canto asordinado, afelpado, un toque guitarrístico –la famosa batida– con el acento rítmico siempre delicado y en un sentido envolvente, circular, que logra el hipnótico efecto de un loop o de un mantra. Esa prisión, exilio y violencia quizá fue el eco que se instaló definitivamente en su sensibilidad, desde el mismo instante en que una parte de la tradición de la música brasileña –sobre todo el samba canción de las poblaciones “pobres y mulatas”– rechazó de cuajo la revolución blanca y de clase media que encarnó la bossa nova hace 60 años. 

Algo de sus formas y modales encolerizaba. La música popular estaba habituada a las grandes voces, al subrayado dramático y, en el caso específico brasileño, a la exuberancia tropical. El poeta Augusto de Campos escribió en Balance(o) de la bossa nova, y otras bossas que João Gilberto adoptó un tipo de interpretación discreto y hablado, opuesto a “los estertores sentimentales del bolero y a los campeonatos de agudos vocales del bel canto”. Y recuerda un show en el Carnegie Hall de Nueva York, en 1962, en el que otros cantantes brasileños se excedían “en gestos y ademanes, ‘para que el yanqui vea’. João  –sigue de Campos– pidió simplemente una silla, se sentó con su guitarra en medio de un bosque de micrófonos, probó sonido y mandó su música de siempre, sin modificar una coma”. La conmoción fue total. Es lo que Augusto de Campos llama “la lección de João”.

No deja de ser llamativo y paradójico que su más profunda reivindicación  haya provenido de Caetano Veloso y Gilberto Gil –y por extensión, de todo el Tropicalismo–, en años de psicodelia y revoluciones políticas y sociales. Nada más antagónico de la figura y el arte de João que Los Beatles, el hippismo, las manifestaciones callejeras, el happening, el eslogan en la pared. Más allá del genio musical, Caetano Veloso ha justificado intelectualmente esa devoción y ha destacado a su coterráneo como “redentor de la lengua portuguesa, como violador de la inmovilidad social brasileña -de su inhumana y poco elegante estratificación-, como dibujante de las formas refinadas y como burlón de las estilizaciones tontas que empequeñecen esas formas”. 

El Tropicalismo ha visto en su canto y su toque y en su influjo en el jazz estadounidense una síntesis de “la cultura alta y la cultura baja”. Una cuña en una nación de tensiones insalvables cuyo presidente actual, Jair Bolsonaro, condescendió a dar las condolencias a la familia del músico porque, sí, João Gilberto “era una persona conocida”. 

Difícil separar esa “prisión, el exilio y la violencia” cotidiana que confesó a Caetano haber sufrido desde siempre, de su temperamento inasible. Murió el 6 de julio, y en las necrológicas de la semana que pasó se dijo una y otra vez que vivía en la miseria, aquejado por deudas y víctima de los conflictos que tuvo con su hija, la cantante Bebel Gilberto. Se lo reducía a un desquiciado en pijama, que es lo que mismo que reducir a Juan Carlos Onetti a un tipo que fuma y toma whisky sin salir de la cama, o a Salinger a un escritor huidizo. Es cierto que vivía recluido en su departamento de Leblón, pero unas fotos del perfil de facebook de su nieta menor Sofía lo muestran en otra dimensión. Una de ellas es la foto de un altar privado que cuidaba con fruición. Allí se ve su primer elepé, Chega de Saudade, de 1959; una serie de CDs; retratos familiares; algunas plantas en agua y, como todo bahiano, imágenes de San Jorge. Objetos mínimos que lo arropaban.

La mente de un ser humano vulgar es insondable; la de un artista, también. Quedan discos y relatos como alegorías. Uno de los trabajos que muestran que su arte nunca tuvo decadencia es el disco en vivo In Tokyo, registrado en 2003. Tenia 72 años y las quince interpretadas a lo largo de más de una hora dan la sensación un poco a las maneras yupanquianas de que nunca la filosofía zen estuvo tan cerca de la canción popular. Otra historia tiene que ver con Buenos Aires, ciudad que amaba (un amor extraño, porque rara vez salía del cuarto del hotel). En una de sus memorables visitas de cambio de milenio –vino en 1997, en 1999 con Caetano y en 2001– exhibía jirones de su vulnerabilidad. Como la vez que llegó con dolores en la columna. El confesor de tanto sufrimiento fue su amigo Sergio Mihanovich, una de las pocas personas en el mundo con la que conversaba. Pidió a la producción un determinado colchón ortopédico. Todos se desvivían por complacerlo, pero ninguno de los colchones que le conseguían lo satisfacía por completo. La suite se pobló de colchones. Los iba rotando, los diferenciaba y utilizaba de acuerdo a la hora del día y a la posición en que decidía acostarse. Los apilaba prolijamente sobre las paredes: la suite del Sheraton se transformó en pocos días en una especie de galpón cinco estrellas para evacuados de alguna tragedia.

Colchones para el dolor: metáfora de los efectos existenciales que puede provocar una buena canción brasileña interpretada por un monje incorruptible, neurótico y genial.