En 1976, en una entrevista con el periodista Martín García, Héctor Oesterheld se refirió a la amistad como uno de los móviles más válidos para desarrollar la aventura, la ligazón que alimenta al héroe colectivo de sus viñetas y uno de los aspectos que distinguía a la historieta argentina de la del resto del mundo. La aventura de buscar un tesoro puede ser interesante si se piensa en el oro, pero la clave hipnótica de su escritura radicaba en desarrollar los vínculos amistosos del grupo durante la búsqueda. “La amistad que nace de la necesidad de dar, que en el fondo es el único motor que deberíamos tener: darnos”, decía con su voz amable y pausada. La amistad leída también en clave política.

Oesterheld fue el más grande creador de historietas tal vez porque entendió desde un inicio el alcance profundo, transformador, que podía tener dentro de la cultura. La redefinió también como una herramienta de entretenimiento que debía cumplir una función pedagógica para quien no tuviera acceso a los libros y, a la vez, podía contar la historia que otros no contaban. La de los anónimos. 

En el bar del Club de Arquitectura de Núñez quedó flechado por la belleza de Elsa Sánchez. Se casaron y tuvieron cuatro hijas hermosas. Fue el padre más atípico para los cánones de la época, que colocaba al hombre en un rol de proveedor económico distante de la educación emocional de sus hijos. “Compartía mucho tiempo con las niñas. Era como un abuelo”, decía Elsa. En 1957 creó la editorial Frontera. Sus historietas ilustradas por los mejores dibujantes del momento fueron un éxito masivo. Lo estafaron y se fundió. Se acercó a la militancia política. A principio de los 70, junto a sus hijas se incorporó a Montoneros. Vivió en la clandestinidad hasta que lo secuestraron en abril de 1977. Ya habían caído dos de las chicas, luego pasaría lo mismo con las otras dos.

El día que Héctor cumplió 58 años –23 de julio de 1977 - estaba en el centro clandestino de la Comisaría de Villa Insuperable, donde compartía cautiverio con el sociólogo Roberto Carri, su mujer Ana María Caruso y el cineasta Pablo Szir. Ese día, Paula Luttringer, una jovencita de 21 años que tenía una beba de dos meses, se enteró que ese hombre al que todos apodaban cariñosamente El Viejo cumplía años. Dejó a su bebita en el moisés, se acercó a Héctor y le regaló una naranja: allí una fruta era como un diamante. Semanas después, trasladaron a Marcela Quiroga, una nena de 12 años que había sobrevivido a un operativo en el que mataron a su mamá. Los Carri enseguida asumieron la responsabilidad de su estudio. Improvisaron una suerte de escuela con horarios. Por la tarde, Héctor le ayudaba a hacer la tarea y a repasar. También era el encargado de que hiciera ejercicio. Cuando todos se iban a dormir, se sentaba junto a la cama y le contaba alguna historia. Su capacidad de dar fue inagotable. La amistad, uno de los móviles más valiosos para sobrellevar el infierno. 

* Periodista. Autora junto a Fernanda Nicolini de Los Oesterheld