No era prometedora la ubicación pero tampoco era algo tan visible, de noche o de madrugada, como para toparse con la verdad en la cara y llevarse un susto padre. Y, bien pensado, no era para tanto. ¿Cuántos boliches vip quedaban cerca del cementerio de la Recoleta y nadie se descomponía por eso? Angel’s quedaba frente a la morgue judicial. Alguien podía imaginar una línea divisoria entre la vida y la muerte, lo frío y lo caliente, lo yerto y lo que aún se mueve y si el pensamiento se volvía demasiado sombrío, mejor zamparse un trago y olvidar. La bebida era lo suficientemente áspera como para perder algunos grados de conciencia. Por estos días nos enteramos por la página de Facebook y por Soy de la noticia: cerró la disco Angel’s después de casi veinticinco años de permanencia. Entre otros motivos lo atribuyen a “una profunda crisis económica”, a la mala política del gobierno de la ciudad hacia los lugares registrados y habilitados. En el facebook, la noticia es lapidaria: “Después de 24 años juntos, Angel’s disco cierra sus puertas para siempre”. El ángel cruzó de vereda.

En la cartografía nocturna de los noventa siempre fue una curiosidad, un lugar corrido de la ruta de la obviedad de discotecas a la manera de. Angel’s aparecía como una clara opción anti Bunker, LA disco por ese entonces signada por la mascarada, la histeria, el chetaje, los muñecos inflados. Quizás el recuerdo suene demasiado duro y algo injusto con lugares de Buenos Aires que a su manera abrieron una sociabilidad plural y diversa y que vía consumismo, también tuvo efectos liberadores. Pero la existencia de lugares realmente alternativos, desde Nave Jungla a Angel’s, de Cemento a Gaysoline, desnudaban ese exceso de asimilación y masificación de la disco rarita para gente normal que en el fondo replicaba a la disco normalizada. 

Claro que a diferencia de otros boliches “inteligentes”, Angel’s no tiraba una propuesta construida o de laboratorio. No era, digamos, conceptual. La escenografía al principio eran angelotes obvios y recargados en las paredes, todo parecía un poco de entrecasa y descuidado pero sin ese exceso retórico de hacer un living en medio de la pista o que te atiendan mozos temáticos en pijama o cosas así. Nomadismo sin fiesta nómade. Fama de marginalidad desde el arranque. Mala fama. Ojo con la Angel’s: viene gente de lejos. Como inmigrantes. Eso que se rechazaba es lo que atraía. Nostalgia del lodo, allá vamos. Una linda disco under con un toque de bajo fondo.

En los primeros años convivían chicos y chicas del ambiente más bien cualunques, con new romantics y punkies de segunda o tercera generación. Cierta romantización conurbana, cierta celebración de la diversidad baja que luego estallaría con fuerza y marcaría el mundo trans, se insinuaba ya en la Angel’s. Pero la música era buena, de avanzada para la media de los boliches. Un día, una noche, hubo una fiesta abajo. Inauguraban la pista de abajo. Fue un terremoto. Terremoto bailable que trajo otro mundo al mundo que ya era un poco otro mundo. Y nació el mito de la bailanta. La bailanta gay. Angel’s pasó a ser el boliche de la bailanta que todos los fines de semana reunía una fauna variopinta pero celebratoria del disfraz, la picaresca, las máscaras liberadoras contra, una vez más, el corset de las ropas apretadas y los bronceados excesivos para parecer más de lo que se es, socialmente hablando. En Angel’s, de una forma o de otra, primaba la curiosa manía de parecer menos.

Las guías turísticas avisaban a sus potenciales clientes exploradores de los márgenes que se trataba de un lugar al que iba gente a la que le faltaban dientes y ponían al lugar en la temible categoría de “at your own risk”, frase-clave en alguna novela o cuentos de David Leavitt. Claro: la Angel’s era el lugar donde un lector de Leavitt podía cruzarse con esos otros personajes que en su imaginario, lo reconciliarían con el mundo ideológicamente real, y también el lugar donde el mito cuenta que Pedro Lemebel perdió sus dólares que se escurrieron por alguna canaleta de la carne.

En su casi cuarto de siglo, dos hechos tremendos y notables afectaron a la disco: por su ubicación, el atentado a la AMIA significó noches y más noches teniendo que esquivar vallados y medidas de seguridad de la zona para acceder a la entrada por la calle Viamonte, como quien iba de joda a Sarajevo. Y, por supuesto, años después, Cromañón, que alteró para siempre las reglas de juego de los lugares de la nocturnidad. 

Escenas melodramáticas (una vez, refieren, un tremendo derrame de sangre hizo abrir a la multitud que se abalanzaba invariablemente sobre la barra con sus tickets de bebida gratis intomable), almodovarianas, sórdidas y divertidas, no han faltado año tras año, verano tras verano candente. Angel’s se terminó por convertir en un lugar auténtico, a veces demasiado auténtico, como si en su contracultura no deliberada siempre hubieran estado tensionadas dos corrientes, dos formas vitales y estéticas de bailar entre los escombros y de vivir la noche: una tanática y agónica, como un postpunk al que le cortaron la cabeza y sigue palpitando; la otra, perlongheriana y festiva, recargada de maquillaje y angelotes, a veces demasiado brillo y neobarroco. Las dos apelaron emocional e intelectualmente a tribus varias y a unos cuantos cronistas sueltos de algo que arrancó en los años noventa y que ahora se termina, simplificando pero no mucho, por esta vuelta a los noventa sin fiesta, ahora sí desangelados.