“Es una semilla, quizás puede pasar algo más adelante”, se ilusiona Víctor Bertamoni: el guitarrista describe la reciente temporada de siembra de Estelares sobre suelo mexicano. Tocaron a sala llena para 500 personas en la ciudad de México, pero también frente a los 50 parroquianos que los escucharon desde las mesas de un bar de León. “Te das cuenta que cantan, que disfrutan el show. Entonces que haya cincuenta sillas ocupadas está bueno. Simplemente salís a tocar y ver qué pasa con los que van”, describe. En total fueron doce días de gira, en los que además de recitales en cada parada hubo notas en medios gráficos y radiales. “Hay algunas señales que indican que tenemos que seguir. Es como hicimos siempre: cada vez que aparece un escalón para subir, lo intentamos. Hacemos el esfuerzo y, si subimos, después tratamos de dar otro paso más”, dice.

Curiosamente, la escala de las imágenes que ilustran el presente de la banda platense en México parece evocar aquellas noches en las que se lanzaban a la conquista de los escenarios porteños. Ahora se preparan para presentar su nuevo disco, Las lunas, el próximo 7 de septiembre en el teatro Gran Rex. Y sus canciones ya ocupan un lugar central en el mapa contemporáneo del rock y el pop argento. Pero las peregrinaciones en plena madrugada que marcaron su despegue definitivo en el amanecer del nuevo milenio permanecen frescas como uvas en su memoria. “Me acuerdo cuando tocábamos en el auditorio de radio La Tribu o en La Luna, que se ponía lindo. Nos mandábamos en tren, con las guitarras y los amplis. Bajábamos en Constitución, tomábamos un taxi para ir a La Luna y después taxi de vuelta a Constitución y otra vez tren a La Plata”, enumera.

“Antes de Ardimos, no pasaba nada. No sonábamos en ningún lado. Todavía estábamos haciendo el disco y no nos conocía nadie, salvo algunos periodistas. Tocábamos en el Imaginario y por ahí iban Skay Beilinson, la Negra Poli, Rocambole. Estaba bueno como evento artístico, pero no había un público”, cuenta. ¿El núcleo duro que completaban Manuel Moretti y Pablo Silvera se dejó llevar en algún momento por el desánimo? “Nunca tuvimos esa sensación. Siempre tuvimos un buen chip. Los bateros nos duraban poco, pero nosotros tres compartíamos el espíritu romántico de la música. En mi caso también era una forma de defensa personal: ya me había jugado a ser músico. Soy nacido en Junín, de mis amigos el que no era abogado ya tenía su auto. Y yo era el loco que se había ido con la guitarra. ‘¿Adónde? Dejate de joder’. Hasta algunos familiares me decían ‘fíjate qué onda, si no ganás guita’”.

Podría tratarse de una escena del videoclip de “La guitarra” de Los Auténticos Decadentes, pero con otras motivaciones en la letra. “No lo hacía por ser famoso: lo que buscaba, después lo vi bien en terapia, era el reconocimiento. Yo era el hijo de una madre soltera. Al no tener el reconocimiento de un padre, al ser el pibe de una familia rara, porque no era estándar, yo tampoco podía hacer algo estándar”, explica. Y ahí entró en acción la viola. El instrumento estaba presente en su casa, porque su madre estudiaba con un profe de Junín y practicaba milongas y piezas de música clásica y española. Durante la infancia, no le generaba más que una tibia curiosidad. “Me terminó de poner el mazazo cuando un compañero de primer año del secundario se puso a tocar con la criolla Sui Generis, lo típico de los fogones. Y ahí me di cuenta que con la guitarra también se podía tocar lo que a mí me gustaba”.

El perfil tímido pero a la vez seguro de sí mismo que por momentos proyecta sobre el escenario con Estelares parece guardar cierta correspondencia con aquel punto de partida, hecho de urgencia expresiva y determinación artística. No es uno de los grandes exponentes del rubro en el país por el nivel de pirotecnia o de divismo que maneja, precisamente, sino por la sobriedad, la elegancia y la creatividad con las que embellece las composiciones de Moretti. Hay algo de natural en su talento, que se conecta con sus orígenes. “Este flaco me enseñó un par de cosas y no me costó tanto, porque la guitarra siempre estaba ahí y la tocaba, boludeando. No entendía nada, pero se ve que inconscientemente me había quedado la lógica del sonido, de las cuerdas. Y al poco tiempo me metí a tocar en una banda, allá en Junín. Eran todos más grandes que yo, pero fui a probarme, les gustó y quedé”.

El grupo, Café Tokio, le abrió las puertas de un reino de sonidos rico en proteínas que se apoyaba en pilares como King Crimson, Peter Hammill, David Bowie y Brian Eno. “Me enseñaron mucho, pero en un momento me fui porque quería tocar como las bandas que me gustaban, Virus y otras. Y me preguntaba cómo hacerlo, hasta que lo conocí a Manuel”, dice. La primera vez que lo escuchó, estaba mezclado entre el público que asistió al recital de Licuados corazones en un bar juninense. “Manuel tenía unas letras increíbles, había una que decía: ‘En la esquina venden pan, mamá’. Era medio desgarrador, lo repetía como si fuera un mantra. Yo pensé: ‘Este flaco tiene algo para decir’”, recuerda. La segunda vez, Manuel volvió al pago en plan solista y lo invitó a tocar… ¡el bajo! “Fue la primera vez que tocamos juntos, me divertí mucho”. La tercera fue la vencida.

LAS AFINIDADES ELECTIVAS

Cuando terminó el secundario, hizo las valijas y se marchó a Capital a estudiar diseño en la UBA. “Duré seis meses, me explotó la cabeza. Los fines de semana lloraba. Volví y le dije a mi vieja ‘no aguanto más’”, cuenta. Al año siguiente volvió a intentarlo, pero lo hizo en la facultad de Bellas Artes de La Plata. Se llevó mejor con la ciudad, pero no tanto con la carrera. “Vos querés hacer algo creativo, pero el diseño es técnico”, le sacó la ficha un profesor. “Tardé un tiempo, pero me di cuenta que tenía razón. Y entonces dejé y al año siguiente empecé música, composición en Bellas Artes. Y a partir de ahí fue todo mucho mejor. Estudié tres años música, me puse a dar clases de guitarra y laburaba de gestor judicial e inmobiliario. Con eso llegaba a redondear el mes justo. Arañando. Alquilaba un monoambiente. Y la seguí luchando. Fueron diez años así”.

Un día, a la salida de la facultad, se encontró con un Manuel cambiado. “Él estudiaba artes plásticas. Tenía una melena larga, pero se había rapado. ¡Estaba completamente pelado! Me dijo que estaba sin banda, que tenía unos temas, que nos podíamos juntar a tocar. Y así empezamos. Fuimos a su casa y esa tarde salieron ‘20 de noviembre’, que después grabamos con Estelares, y ‘Tomates podridos’, que hacíamos con Peregrinos. Yo tenía unas ideas, las toqué y quedaron. Por eso siempre hubo buena química. Parece ser que yo comprendía lo que él quería hacer y, aparte, a mí me gustaba. No había ningún impedimento estético ni personal. Fue simple: se dio”, recuerda. ¿Y cómo se mantiene esa conexión? “Yo sigo estando atento a lo que Manuel propone: ese es el modus operandi de Estelares. Siempre tiene canciones dando vueltas. Y yo confío cien por ciento en su ímpetu artístico”.

“Con Manuel estamos desde el año 90. Casi treinta años. Toda la vida asociados. Yo escuchándolo y viendo qué tiene para decir. Porque siempre me pareció que era un buen intérprete y tenía un mensaje fuerte para transmitir. Y entonces craneaba cómo hacer para que esas canciones tomen forma, se escuchen, le gusten a alguien. Laburábamos mucho. Por ejemplo, no hacíamos coros con la banda. ‘Tus canciones necesitan coros’, le decía. Y todo el tiempo teníamos charlas de ese tipo, reuniones en bares que duraban hasta las mil, hasta encontrarle la vuelta a nuestras ideas. Nos llevó un montonazo”, dice. En la dinámica del ensayo y el error, también hubo patinadas. “En la época de Peregrinos, a Manuel en un momento se le ocurrió que la posta era hacer música negra, porque escuchaba a Stevie Wonder, Coltrane. Y si hay algo que no necesitan las canciones de Manuel es un ritmo negro, soul”.

Juntos, le dieron su vida a las canciones. Y el trabajo empezó a dar sus frutos con la salida de Ardimos. “Fue un disco bisagra. Primero cuando vino Juanchi Baleirón y nos dijo ‘me gusta lo que hacen, vamos a grabar algo juntos’. Ese fue el primer: ‘¡Epa, al fin una buena!’. Pero todavía con la gente no pasaba nada. Y a Manuel se le ocurrió que lo quería invitar a Andrés Calamaro en “Moneda corriente”. Había escuchado una cinta de Peregrinos y le había gustado, pero de ahí a que nos diera bola…”, desliza. “Bueno, cuando Calamaro metió esa voz, las radios empezaron a pasarlo. Fue un aporte muy, muy generoso: sentimos que nos estaba dando un espaldarazo. Lo mismo hizo Jorge Serrano cuando cantó ‘Ella dijo’ en Sistema nervioso central. Es más fácil que un tema se haga popular, porque son voces muy instaladas”, completa. El resto de la historia es conocido.

NUEVA SIMPLEZA

“Lo del tango lo tengo siempre pendiente, como una deuda”, suelta. El metejón viene de larga data. “En mi casa era la radio AM y el tango bien fuerte que ponía mi abuela. Entonces para mí es algo familiar, quedó muy grabado de chiquito”, recuerda. “Tengo un coqueteo permanente, pero no le entro del todo. Estudié, me metí en la Casa del Tango de La Plata. El profe me pasaba arreglos y después me tomó como discípulo. Tocábamos en un estilo medio Roberto Grela. Una vez vino Mariano Mores y tocamos antes, vestidos de negro. Pero cuando salimos con Estelares, le empecé a fallar. Y me tuve que correr”, sigue. En la banda se perciben ciertos firuletes del dos por cuatro. “Sí, hay algo de eso: me encanta. Hay giros estilísticos, también los hay en la voz de Manuel. Una vez Hilda Lizarazu le dijo que ‘Moneda corriente’ es un tango. Y se lo tarareó. ¡Es verdad!”.

En su banco de ideas instrumentales, había algunas que no habían terminado en Estelares y que daban vueltas por su cabeza con cierta insistencia. “Nunca las cerraba y me daba bronca dejarlas. Y un día dije ‘voy a hacerlo’. Me empecé a juntar con el contrabajista Julio Rígoli, que tocaba con Flavio Casanova, para darles forma”, cuenta. El primero que terminaron, sin embargo, no fue un tema propio sino ‘La yumba’, con el que de alguna manera empezó a pagar aquella vieja deuda con el tango. “Cuando armé ‘La yumba’ me envalentoné: si podía con eso, podía con cualquier cosa”, dice. Entonces invitó a Fernando Samalea, que finalmente se sumó al registro completo de su debut como solista. “Fue un plan similar al de los jazzeros, que se juntaban y hacían una New York Session. Se llama Una tarde en Los Pájaros, porque lo grabamos en el estudio de Palito Ortega en Luján”.

“Tiene un hilo conceptual, es como una especie de luna de miel de una pareja, pero en plan road movie. Son siete temas instrumentales de country, rock y tango, tocados por el trío. Sin sobregrabaciones, incluso sin tomas pautadas. Tiene el espíritu, la impronta del jazz: tocar y grabar”, describe. ¿En qué medida se diferencia del trabajo con Estelares? “Es diferente, pero al final algo de eso se metió en Las lunas. Esta metodología que usé para los temas instrumentales la vengo amasando desde 2010, más o menos. La primera vez que fuimos a Nueva York con la banda, aproveché para tomar clase con Jim Campilongo, el guitarrista que toca con Norah Jones en The Little Willies. Y lo que aprendí no me aportó tanto al estilo, sino a la búsqueda de la inmediatez en el momento de interpretar: dejar que la guitarra cante, con las virtudes y defectos que puede tener la toma”.

 

“Yo estaba muy acostumbrado a editar, al laboratorio con Estelares. Y esta vez hubo bastante inmediatez. Hay muchas guitarras que quedaron de primera toma, como la de ‘Horneros cantantes’. Fue más ‘voy al estudio y confío en lo que puedo hacer’. En otro momento necesitaba un plan de acción de lo que iba a tocar”, compara. “La banda también está en la misma, todos han grabado unas tomas buenísimas de forma más expeditiva”. De alguna forma, desde sus orígenes en Junín a este presente con Estelares, Bertamoni parece haber hecho el camino inverso al de cualquier violero: fue de lo complejo a lo simple. “Yo empecé haciendo cosas raras, experimentales. En vez de fijarme en Chuck Berry, yo escuchaba a Robert Fripp o Adrian Belew y me preguntaba cómo hacían. Y ahora estoy más deslumbrado por el sonido de la guitarra del rock clásico. Sí, diste en la tecla: hice el camino inverso”.