Se nos va colando como un cuerpo extraño. Una especie de parásito que va comiendo espacios. Espacios que antes estaban llenos de sonidos. La voz enmudece y arrastra con ella al deseo. Y ya sentimos que somos sin ser juntos. Y ya no podemos esperarnos para compartir palabras de lo cotidiano.  Ya no hay palabras, no hay qué compartir.

Sin embargo el amor se intuye y lo sentimos. Y donde no hay sonido hay miradas, los ojos replican emociones que antes fueron conocidas y hoy se enfrían  por la distancia.

Qué puede haber más doloroso para los seres humanos que el silencio. Nada. Nada hay más lacerante. La falta de palabras donde antes las hubo. Ese material extraño que arma la lengua y que si no tiene un oído abierto para recibirlo se deshace en el aire sin dejar huella. Así de simple, como aquellas burbujas que sueltan los niños y que se llenan de colores al reflejar la luz del sol pero que desaparecen en segundos, como si no fueran de este mundo. Como si hubieran sido solo una ilusión. Un espejismo.

Y ante la falta de sonidos uno puede preguntarse si acaso todo lo que hubo, todo aquel espacio que antes se llenaba de palabras no fue también un espejismo. Uno se pregunta y la respuesta no llega. No aparece porque tal vez no exista.

Y avanza el vacío, el amor se deshace y la tristeza ocupa. Y la soledad se señorea.

Pero. Pero a veces, después de una noche donde los cuerpos ocupan los espacios vacíos que dejaron las palabras. Después de una cercanía que no necesita de sonidos. De un penetrar en el mundo del otro sin ni siquiera poder entender cómo es que eso sucede. Ese invadir la carne que no es propia. El mundo privado que deja de serlo en la caricia. Después de eso. Emergen como si fuera por magia una y otra, otra más, una fila, una cadena de palabras que anuda, que  mantiene aún compartiendo el mismo espacio. Y la mirada se enciende todavía con aquella chispa de amor que aún resiste. Y vuelve el mundo. Vuelve el sonido. El sentido.

Porque el silencio no es material humano, no nos pertenece. Es un agujero negro por donde el ser se pierde y el sentido desaparece. Desde aquel venturoso día donde alguien quiso nombrarnos, desde allá, desde aquel tiempo, la palabra permanece en el ser como permanece el alimento. Ese que se necesita para seguir existiendo.