a mi hermano Javier

Fue un día de septiembre. Seguro de los primeros, porque el invierno se le prendía de las patas como un cachorro que no sabe adonde ir. Lo advertimos muy tarde, cuando por suerte no había más nada que hacer para remediarlo.

Ese incierto día helado de septiembre no sonó ni un solo despertador, ni ninguna alarma durante toda la jornada. Desde temprano un silencio absoluto se fue colando por calles, casas, ascensores, oficinas, puentes. Los parques parecían esas casas donde no hay niños ni ancianos; las escuelas parecían hospitales y los hospitales parecían Museos. Y los museos realmente eran museos.

El Monumento a la Bandera se reflejaba sobre unas hojas secas, quizás preguntándose si alguien se acordaría de izar la azul y blanca, o tal vez aflojando su espalda de hierro y hormigón hacia el río.

Y el río se mecía en un vaivén tan solitario que por fin podía sentir la cosquilla de los peces, el rumor de la arena subiendo y bajando hasta toparse con la tierra húmeda de la barranca

Y la barranca se debatía (como siempre) entre tirarse al agua o seguir siendo tierra firme.

Y la tierra firme intentaba escuchar aunque fuera un solo paso: de hombre, de animal o de alguna máquina. Pero nada, todos dormían, absolutamente todos dormían bajo la complicidad de los teléfonos celulares y los relojes.

Y los relojes descansaron también. Durmieron todo el día, hartos de estar alertas, de ser centinelas de tanta nimiedad, de tanto vacío. De tanta nada. Cuestionaron el sinsentido de sus vidas hasta llorar amargamente: ¡qué destino más triste, despertar a gente tan dormida!

Y la gente tan dormida estaba, que apenas se movía en sus lugares de descanso. Una mano tocando una espalda tibia. La pierna pateando a otra. Algunos de los que dormían solos, soñaban que alguien les hacía compañía. Y los que dormían con alguien al lado, también soñaban que les hacían compañía. Las cabezas se hundían buscando las profundidades de las almohadas como si fueran la puerta de algún paraíso. Los pájaros dejaron de volar y también descansaron: ¿para quién desplegar tanta destreza si están todos dormidos? Algunos perros, sonámbulos tal vez, simulaban el movimiento de desenterrar un hueso en el patio.

Y el patio de mi casa parecía un cuadro barroco. Las flores anaranjadas sin nombre que resisten el invierno se miraban con merecida vanidad. El jazmín del Paraguay también se sentía orgulloso de ser el perfume de la soledad, de haberse enroscado al naranjo y sus frutas sin dolor. El helecho, sencillo pero siempre entero y verde casi no añoraba que la ciudad despierte. Las rosas repetían el ejercicio de mover esas ramas amputadas como si todavía estuvieran, seguras de que volverán a crecer, porque está en la esencia de la rosa seguir creciendo. Siempre. El pasto mantuvo encendido el rocío con el esfuerzo de un artista que sostiene la obra hasta que baja el telón, o hasta que suena la alarma del celular.

Y la alama del celular tampoco sonó para mí. Y ese día dormí sin tener miedo a la muerte (ni a la vida), sin apuro, sin vergüenza. La mano de mi hija buscaba mis pechos como si con las manos pudiera recordar cómo era tomar esa leche tibia que ya no tengo. Sé que eso sí lo sentí mientras dormíamos un sueño tan reparador como tenebroso. Porque no sé si alguien puede soportar tanto silencio. No sé si alguien puede soportar tanta quietud. Desde la ventana se filtraba la luz cada vez más intensa del día.

Y el día se nos fue así, sutilmente, escurridizo, silencioso, burlándose de nuestra finitud como hace siempre. Aprovechándose de los relojes y de nuestra ingenuidad, siempre confiada en que mañana seguro amanece.

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