Puede decirse que el realismo al que apela el director Juan Pablo Di Bitonto para darle forma al relato de Magalí, su ópera prima, no está exento de ciertas cuestiones místicas o espirituales que forman parte de los universos de las creencias o la fe. Que en este caso se insertan en el marco de la encrucijada cultural de la América ancestral. La película instala el corazón de su historia en ese cruce, poniendo una vez más en tensión dos formas de concebir y abordar la realidad. Una de ellas construida a partir de una mirada que puede ser definida como occidental, urbana y racional en el sentido positivista del término –y que a grandes rasgos coincide con la que puede tener el clásico espectador de cine— y otra de orden tradicional, en la que el ser humano no está colocado en la cima de la pirámide de la creación, sino que se encuentra inserto en ella, como un elemento más dentro de un sistema de delicados equilibrios.

Esas son las dos realidades que colisionan en el momento en que Magalí, una enfermera que trabaja en un hospital de Buenos Aires, debe regresar a su pueblo en el noroeste del país a partir de la muerte de su madre. Cuando la protagonista se marcha de la pensión donde vive se ve obligada a abandonar a su perro, al que deja en una plaza, atado a un poste de luz. Esa será la primera manifestación de una culpa que Magalí parece arrastrar desde antes y que tal vez se vincule de manera simbólica con la necesidad de haber dejado a su propio hijo, Félix, al cuidado de su madre ahora muerta, para poder venir a trabajar a la ciudad. Un nexo que parece confirmarse al llegar al pueblo, donde Félix apenas le dirige la palabra y la trata con desprecio.

La idea de Magalí era viajar para cumplir con el compromiso de asistir al entierro de su madre y volver enseguida a la ciudad para reincorporarse a su trabajo, pero esta vez llevándose a Félix con ella. Sin embargo comenzará a encontrar una serie de resistencias que se irán interponiendo con su regreso. La inesperada aparición de un puma que durante las noches ataca el ganado se convertirá en el principal obstáculo, ya que su familia ha desempeñado históricamente un rol destacado en ciertos ritos ancestrales dentro de la comunidad. Y con la muerte de su madre todo el pueblo –incluido Félix— espera que Magalí se haga cargo del ritual indicado para apaciguar al espíritu que habita en ese puma, para hacer que se aleje y de esa forma la realidad pueda volver al cauce del orden cotidiano.

Di Bitonto alinea hábilmente los elementos del relato para que el conflicto vaya surgiendo de la fricción entre esos dos órdenes que habitan dentro de Magalí. Un conflicto que se manifiesta de forma concreta en el poder que los otros depositan en la protagonista, pero que es antes que nada la manifestación física de ese dilema interior del personaje interpretado sin necesidad de grandes movimientos histriónicos por la gran Eva Bianco. En sus dudas, en la contradicción entre su educación familiar y su formación científica (lo ancestral y lo “occidental”) es donde tienen origen los nudos que van signando el devenir dramático de este relato. El director aprovecha además la extrema sequedad de la geografía para realizar un potente trabajo fotográfico con el paisaje (sobre todo nocturno), pero sin caer en la tentación del mero paisajismo. Tal vez el mayor exceso de Magalí resida en la insistencia de una cámara en mano que en varios pasajes se vuelve demasiado inestable, generando una incomodidad a la que es difícil encontrarle una justificación narrativa.