Las primeras tres jornadas del 67º Festival Internacional de Cine de San Sebastián llegaron a su fin con una gran cantidad de espectadores recorriendo las calles que separan las diversas sedes centrales del evento. Un éxito de público que se evidencia, en particular, en la atiborrada Sala 1 del Centro Kursaal, cuyas 1800 localidades suelen completarse (o casi) ya desde la primera función matutina, a las nueve de la mañana. En ese inmenso auditorio de estructura inclinada, con cuatro niveles de plateas, se proyectan, a un ritmo de dos o tres por día, los largometrajes que integran la Sección Oficial, principal competencia del festival donostiarra. El Kursaal es también el espacio en donde se desarrollan las galas, con su larga alfombra roja dispuesta tanto para las estrellas reconocidas por el publico local e internacional como para aquellos realizadores e interpretes de distintas nacionalidades que llegan hasta aquí para presentar sus películas, muchas de ellas en calidad de estreno mundial. Otras, en cambio, pasaron hace apenas algunos días por festivales como el de Toronto, pero son exhibidas por primera vez en una sala de cine europea.

Es el caso de la coproducción franco-alemana Proxima, de la realizadora parisina Alice Winocour, quien con su tercer largometraje entrega un relato de viajes espaciales completamente alejado de la ciencia ficción. Su protagonista excluyente, Sarah, es una mujer astronauta a quien el film presenta en dos situaciones que la división de roles de género mas tradicional suele ubicar en veredas opuestas: entrenándose duramente en la Agencia Espacial Europea para un inminente viaje hacia una estación espacial y luego a Marte, por un lado; cocinando y arropando a su pequeña hija, por el otro. De hecho, ese será el principal núcleo de conflicto del relato: las dificultades emocionales de una mujer, que es también madre, a la hora de enfrentarse al enorme desafío de abandonar el planeta Tierra y ausentarse durante todo un año. Vehículo para la actriz Eva Green, ducha en las lenguas inglesa y francesa y, por lo que puede apreciarse en varias escenas, también en el idioma ruso, Proxima construye una posible pero muy ardua reconciliación entre el ámbito laboral y el doméstico, dificultad universal para una mayoría de las mujeres del mundo que, en este caso, se hace muchísimo mas compleja por las particularidades del oficio.

Winocour no se aleja en ningún momento de los senderos del realismo cinematográfico y las escenas de entrenamiento en Alemania y en Rusia, previas al despegue, se transforman en el principal atractivo de la historia, apoyada por un reparto internacional que incluye, entre otros, al estadounidense Matt Dillon y a la alemana Sandra Hüller (la hija de Tony Erdmann en la celebrada película de Maren Ade), pero muy especialmente por Green, quien le aporta al personaje las dosis de potencia y fragilidad necesarias para resultar absolutamente convincente como heroína. Cuando el conflicto entre Sarah y su hija, que esta a punto de ingresar a la pubertad, aumenta velozmente su intensidad, el guion toma una serie de decisiones que, irónicamente, terminan jaqueando la tesis central de la película, haciendo que la protagonista ponga en riesgo la misión ante unos reavivados instintos maternales. Las imágenes de cosmonautas reales, fotografiadas junto a sus hijos e hijas, que acompañan los títulos de cierre, vuelven a bañar de verismo la pantalla, al tiempo que transforman a Proxima en un homenaje a todas esas mujeres que viajaron al espacio sin relegar, por convicción, su rol de madre.

Mientras Dure la Guerra, de Alejandro Amenábar.

El cine español dijo presente dos veces en la Sección Oficial del festival, en ambos casos con historias que transcurren durante los años del franquismo. No parece casual, dadas las circunstancias actuales del país - con inminentes elecciones en el horizonte y una convulsión política de envergadura-, que los duros años de la Guerra Civil y sus corolarios personales y sociales vuelvan a estar bajo la lupa de los cineastas. Pero, a pesar de hermanarse por cuestiones de contexto histórico, Mientras dure la guerra, de Alejandro Amenábar, y La trinchera infinita, dirigida a seis manos por Aitor Arregui, Jon Garaño y Jose Mari Goenaga, no podrían ser películas más diferentes desde un punto de vista cinematográfico. El film de Amenábar, su primer proyecto en español después de varios años, recrea los últimos meses de vida del escritor Miguel de Unamuno, por aquellos tiempos rector vitalicio de la Universidad de Salamanca. La llegada de la guerra y la del mismísimo Franco a la ciudad, el comienzo de las delaciones, secuestros y muertes de ciudadanos, ponen al célebre autor en una difícil situación como intelectual que había sabido apoyar los logros de la República, aunque su estatus le permita escapar de las peores represalias.

No ocurre lo mismo con dos de sus vecinos y amigos, un sacerdote protestante y un docente de izquierda, relación personal que la película utiliza para reflexionar sobre cuestiones ligadas a la defensa de los ideales, a la necesidad de claudicar en parte o aferrarse firmemente a ellas, y hasta qué punto el hecho de ceder termina en ocasiones convalidando las peores prácticas de los estados totalitarios. De carácter didáctico y un horizonte ligado a las formas narrativas más convencionales, Mientras dure la guerra descansa en gran medida en la caracterización mimética de Santi Prego como el Generalísimo y de Karra Elejalde como Unamuno, en un film que recuerda a aquel cine español de la vuelta de la democracia, con su estructura de estampa histórica reconstruida en pantalla, personajes arquetípicos y diálogos en forma de declamación. Si la película adquiere o no un tono demasiado neutro a la hora de reflexionar sobre hechos cuyas heridas aún no han cicatrizado, dependerá un poco del punto de vista del espectador. Lo que resulta indudable es que una de las intenciones de Amenábar es hablar del presente a partir del pasado, de la necesidad de acercar las visiones más contrapuestas de la sociedad española de cara a su futuro.

La trinchera infinita deja de lado la estampa histórica para adoptar como punto de partida y de llegada el punto de vista de un puñado de personajes anónimos, pero representativos de los así llamados “topos”, personas que no tuvieron más opción que esconderse ante la posibilidad de ser detenidos y que pasaron muchos años (en algunos casos, hasta tres décadas) en las catacumbas del autoencierro, en sótanos y cuevas ocultas construidas detrás de las paredes de casas de familia. A lo largo de dos horas y media, el trío de realizadores construye un relato de encierro, paranoia y miedo sin quebrar en ningún momento el punto de vista del protagonista, un hombre que pasará gran parte de su vida -desde 1936 hasta 1969, cuando fue proclamada una ley de amnistía general- enclaustrado en su propio hogar y protegido de las miradas ajenas por su esposa y, años más tarde, también por su hijo. Con un notable uso del sonido y más de una secuencia de suspenso, Arregui, Garaño y Goenaga -responsables de los anteriores Loreak y Handia- ofrecieron una pequeña sorpresa en la principal competencia del Festival de San Sebastián con este film que trabaja ostensiblemente la alegoría sin abandonar nunca el registro realista de una sensación indescriptible: vivir con miedo durante toda una vida. A diferencia de lo que ocurre en el film de Amenábar, aquí nunca se ve al General Franco, pero su presencia es mucho más poderosa y temible.

La Trinchera Infinita, de Aitor Arregui, Jon Garaño y Jose Mari Goenaga.