El barón Jérôme Pichon subastó su biblioteca por primera vez el 19 de abril de 1869 y en el mismo acto le nació el arrepentimiento. Dedicó los siguientes años de su vida a recuperarla, libro por libro. Como imagino que algunos serían únicos y muy valiosos, me gusta creer que llegó hasta el crimen para traerlos de vuelta, que se valió de un agente, un detective o de un esbirro para la pesquisa y la persuasión de cualquier propietario remiso a sus generosas ofertas. La historia la leí hace mucho, sé muy bien dónde, en un libro que no pude comprar (ni robar) y que aún debe estar en un estante de la librería con café que hay en la peatonal Córdoba. Creo que si entrara de noche, a oscuras, me podría guiar sin inconvenientes hasta él. Pero mejor así, privado del libro -y aún con él después de todo- queda por imaginar la trama de una novela de aventuras -o de una milonga parisina- con las andanzas del barón y de su agente.

Otra posibilidad sería relatar no tanto las peripecias del operativo de restitución de la biblioteca, sino las razones que llevaron al barón a recuperar esos libros. Ya no me acuerdo la distinción jurídica entre causa fuente y causa fin de los actos humanos, la memoria desplazó esas enseñanzas y se contenta ahora con otras divagaciones. Pero cualquiera sea la causa, me parece que no se ha de prescindir del placer que hay en la clasificación y el orden de una biblioteca.

Aby Warbur reunió en 1899 unos quince mil libros. Las subvenciones que se procurara de su padre le permitieron completar la biblioteca en muy poco tiempo. Clasificarla, en cambio, le tomó toda la vida. Cada vez que tenía una idea -y parece que las tenía con frecuencia- movía un libro de lugar, lo cambiaba de posición para relacionarlo con otro cuya asociación implicaba en aquel pensamiento. Su casa pronto fue un laberinto, por lo que se hizo construir un edificio nuevo donde exhibir la dinámica del orden.

Hay quienes sucumben frente al problema del espacio. A James Salter le sorprende que un escritor y editor como Robert Phelps pueda vivir en un departamento de dos ambientes, uno de ellos dedicado a estudio, separados por un tabique en el que entran apenas treinta o cuarenta volúmenes en un único estante. Todos los días descarta libros que le llegan desde la editorial para reseñas, los lleva a la librería Strand o simplemente los deja en el pasillo del departamento.

El orden puede ser exhibicionista o secreto. Este último caso es el del señor de Guermantes que forraba los libros todos iguales, según nos cuenta Proust. Ahora que lo pienso estoy seguro de que Alberto Laiseca "plagió" al personaje de Proust: todos sus libros estaban forrados del mismo color -blanco tiza- para no tentar a la mano indiscreta de cualquier visitante. Los libros entran por los ojos, bien lo señalaba Cortázar cuando le insistía a sus editores que hicieran bellos lomos- más que tapas- porque es lo único que acabamos viendo cuando están colocados en la estantería.

Volviendo al barón y a la "novela" se puede narrar la obsesión de restañar un nuevo orden para los viejos libros, como si fuera un ritual de expansión de su vida, doblemente motivada por la búsqueda y la cohesión. Hay que imaginar al barón como al chico al que le falta una figurita para completar el álbum. Ese momento es decisivo. ¿Cuál es el libro que le falta? Entre los pocos datos que vienen en la web figura su gusto por los primeros recetarios de cocina. Quizá sea entonces un Le Viander impreso alrededor de 1490, por el cual pagó 1950 francos en su hora. ¿Cómo lo consigue? Por medio de una cocinera del Moulin Rouge que le presentó Henry Touluse Lautrec en 1884, recién llegado a París. En la transacción entran la compra de un cuadro y un vestido elegante. Habrá que ver después si es el mismo libro o una edición levemente modificada por copistas medievales y si, en definitiva, el nuevo orden de su biblioteca es leal a su precedente o tiene defectos. Todo esto es materia de ficción.

Y como cualquier novela de personaje, el final vendrá con la muerte del barón en 1896. A partir de ese día nadie consigue conservar el inmenso acervo. Ya no hay agentes ni sicarios ni detectives que sepan ayudar en los menesteres sucesorios y la biblioteca vuelve a subastarse en 1897. Es la única biblioteca del mundo que se ha subastado dos veces. Los libros pierden el orden que los hizo mágicos, por más que sobrevivan como átomos dispersos de un mundo estallado y continúen iluminando igual que estrellas muertas.

Otro desguace, otra pérdida. Como tantas, como la biblioteca del señor de Montaigne, donada por su hija al obispo de Auch y sus libros vendidos de a uno por monedas, dispersos así los misterios del castillo en el que se escribieron los famosos Pensamientos. Una frase anónima cuyo sentido se ha distorsionado un poco para colarla entre los aficionados al libro, dice que cada individuo que muere es una biblioteca que arde. Ninguna vida es lo suficientemente fuerte y el deseo de trascender se agota sin alcanzarse nunca. Pero aún así no quisiera tener que cambiar el orden de mi biblioteca. Me va la vida en eso.

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