“El cielo del Centauro pertenece a una corriente narrativa muy del Río de la Plata. Me gusta decir que es el ‘fantástico porteño’, perfectamente reconocible. Invasión, por supuesto, era eminentemente una narración fantástica porteña, pero allí la ciudad era Aquilea, mi Buenos Aires mítica. Y en El cielo del Centauro se trata de una Buenos Aires de sueño”. Estas declaraciones de Hugo Santiago, a propósito de la presentación de El cielo del Centauro en el Festival Internacional de Mar del Plata en 2015, traían al presente algo más que los recuerdos de su partida a París y la evocación literaria de la ciudad dejada atrás. Suponían un encuentro postergado con aquellos parajes de ensueño rioplatense, teñidos de ese aura fantástica que trasuntaba la literatura de Borges y Bioy, y que finalmente habían vuelto a materializarse en una película. El cielo del Centauro, después de su amplio periplo festivalero, finalmente se estrena en estos días en el territorio que es también su protagonista, aunque sea en clave onírica. Pero el regreso de Hugo Santiago se hace por partida doble: también se estrena El teorema de Santiago, un documental realizado por Estanislao Buisel e Ignacio Masllorens que no solo reconstruye el proyecto del Centauro, su gestación y su rodaje porteño, sino que indaga sobre el método de Santiago, su geometría sagrada, su secreto atesorado sobre el misterio del cine. Hugo Santiago aparece en la mirada de Buisel y Masllorens como el habitante de una ermita que de pronto ha salido a la luz, con toda su extrañeza y sabiduría. Su película es el puntapié para develar esa personalidad inquieta, y por momentos lírica, que siempre está allí y que solo aparece cuando la misma cámara que lo ansía es la que lo revela. 

Génesis de una fábula

El cielo del Centauro comienza a gestarse como parte de una leyenda –cuenta el documental–, como aquel pájaro buscado en la cima de la montaña más alta del mundo. Hugo Santiago, como el Simurgh, oculta en su memoria las claves de aquella gestación, que comenzó en París con una idea, y que llegó al presente con los destellos del descubrimiento. Santiago comienza a hablar mientras Buisel y Masllores ajustan el sonido. Su voz emerge de la oscuridad como una ruda afirmación que luego se convierte en enigmas e interrogantes repentinos. “¿Ya estuviste grabando ahí? ¿Todas estas pavadas que dije estuviste grabando?”, resuena su voz en off, preocupada por los tiempos de grabación, por esa ambición que identifica moderna de registrarlo todo, los errores, los tímidos preparativos. Pero es en esos instantes de imprevisión en los que Santiago se escapa del rigor de su propio método, se muestra divertido, relajado. Como si al evocar la preparación de su regreso al cine, a Buenos Aires, a los mitos fantásticos de su propio universo, en el que debía seguir los pasos de una estructura concreta y minuciosa que casi no dejaba respiro, lo encontrara finalmente, seguro de la tarea cumplida. “En el año 2003 decidí que era hora de hacer la tercera parte de la trilogía de Aquilea, que empezó con Invasión, siguió 19 o 20 años después con Las veredas de Saturno filmada en París, y va a terminarse con la tercera parte que se llama Adiós. Ya desde 1985, cuando hicimos con Juan José Saer el guión de Las veredas de Saturno, conversábamos que sería bueno concluir esa trilogía. Mis guionistas de la primera serie de Aquilea, Borges y Bioy, estaban muertos; Saer iba a morirse poco tiempo después”. La preparación del guión en solitario se extendió varios años, Adiós aparecía en la imaginación de Santiago como un proyecto ambicioso, tal vez demasiado monstruoso como para encararlo después de tantos años sin filmar. Entonces apareció una idea, la de realizar una pequeña película en Buenos Aires, una fábula en clave menor que allanara el camino, que lo familiarizara nuevamente con la experiencia de un rodaje. 

Su encuentro con Mariano Llinás y Alejo Moguillansky en Madrid dio los cimientos a la aventura. “Alguien llega a Buenos Aires en barco”, cuenta Llinás que fue el primer disparador. “Alguien llega a la ciudad a hacer una única cosa”: ése fue su claro complemento. Esa cosa única e imposible que alguien venía a hacer a una lejana ciudad al otro lado del Atlántico era el motor de una búsqueda metódica y casi circular, que compartían quienes perfilaban la ficción y quien era inventado para habitar esa fábula. Buisel y Masllorens reconstruyen el proceso de gestación de ese ansiado retorno a partir de los intercambios epistolares entre Santiago y Llinás a lo largo de los meses, de las voces de los protagonistas de la producción como Agustina Llambí Campbell, de las imágenes mitológicas que se conjugan con los mapas concretos de la ciudad que Santiago recrea desde su imaginario. El cielo del Centauro cuenta, así, la historia del Ingeniero, un marinero francés que llega al puerto de Buenos Aires y, en su corta estadía, debe entregar un misterioso paquete a Víctor Zagros, un amigo de su padre. Su recorrido prefijado por las coordenadas del mapa y la dirección impresa en el sobre deviene en laberíntico cuando el paquete le es arrebatado por un grupo de hombres en plena calle. Pistas falsas, llamados por teléfono, pensiones de mala muerte, museos y la pintura de Cándido López irán definiendo ese itinerario de búsqueda con ecos borgeanos que hace de la realidad un entramado fantástico. Ahora sí, definida la historia, los personajes y los lugares, solo queda poner manos a la obra.

El método de Santiago

Uno de los momentos más interesantes del documental de Buisel y Massllorens es la puesta en escena del encuentro casi imposible entre una forma de hacer cine ancestral, regida por un guión de hierro y un “encuadre” minucioso (lo que los franceses llaman el découpage que implica el desglose de las escenas con estrictas precisiones técnicas), y una forma más contemporánea, propia de un equipo joven de rodaje, acostumbrado a mayores flexibilidades. “Mis encuadres son muy precisos y, en general, son muy elaborados, con mucha paciencia. Mi maestro Bresson me decía que yo hiciera encuadres bien trabajados, y eso servía porque cuando uno va a filmar sabe que quiere tener por lo menos eso. Esa era su frase: ‘Por lo menos eso que uno escribió’”. La figura de Robert Bresson, la elección de Francia como destino para sus estudios, la formación en el lenguaje y la narrativa junto a Borges, y la experiencia de Invasión, son todos tímidos recuerdos que van tejiendo la personalidad de Santiago, su consciente obsesión, su concentración imperturbable, su virtuosismo absorbido después de tantos años y maestros. Su figura vestida de blanco, con ese sombrero que ayuda a capear el sol de principios del verano, se entremezcla con las siluetas de esa cofradía que lo acompaña, que sigue sus requisitos, que a veces se desorienta, que analiza cada decisión casi como rayana en el capricho. “Cuando nos llegó el encuadre –cuenta Laura Citarella, la asistente de dirección– era complejísimo. Lo mirábamos y tratábamos de descifrar cosas que no entendíamos en absoluto, porque había maneras de describir los planos a las que no estábamos acostumbrados. Ni siquiera estamos acostumbrados a trabajar con un guión técnico tan rígido. De hierro”. Reuniones, dibujos y explicaciones hicieron que el mantra de Santiago se hiciera más permeable, que ese regreso a la dirección se hiciera finalmente posible. 

Entre las restricciones presupuestarias, las diferencias idiomáticas entre los actores, el calor de principios de diciembre, el rodaje caótico que revela el documental de Buisel y Masllorens resulta un curioso contraste con la precisión exquisita de Santiago, un ditirambo por momentos divertido, y en otros desesperante, en el que esa historia de barcos, paquetes y pájaros mitológicos se delinea como una teorema en plena composición. Ese sistema de trabajo, casi como una reliquia, sale de su arcón para colisionar con el tiempo del presente, como el mismo Ingeniero que baja del barco en una ciudad fantasmal y ajena. La Buenos Aires de ensueño de Hugo Santiago de pronto quiere ser aprehendida con las mismas redes guardadas desde hace más de cuarenta años, desgastadas pero intactas para enfrentarse a un escenario aún más tumultuoso que el previsto por su aceitada brújula.  

Al milímetro

El cielo del Centauro no deja de ser un artefacto curioso. Tiene algo de Arcano, como su nombre. Es fruto de un desvío, el de Hugo Santiago en la preparación de la clausura definitiva de su trilogía, y el del Ingeniero en la constante bifurcación de su itinerario guiado por un paquete perdido y el fantasma de Víctor Zagros. La aventura de director y personaje es lo esencial en la experiencia de El cielo del Centauro, y es lo que Buisel y Maslloners captan con lucidez en su meditado esfuerzo nacido de imágenes imposibles. Planos de monumentos, de calles con transeúntes distraídos, de Santiago gesticulando frente a sus actores, a sus técnicos desconcertados, a  los aplausos del fin del trabajo y la emotiva despedida. Francia, que fue su destino de juventud por su cinemateca, por la mítica literaria, por ser el hogar de maestros como Bresson, en El cielo del Centauro se convierte en origen y puerto. El nacimiento de la idea, el punto de partida del misterio, el regreso al final del documental para dilucidar esa idea de teorema, de postulación geométrica que discurre por detrás de la historia, que perfila cada uno de sus infinitos componentes. Y Buenos Aires no deja de ser el lugar en el que filmó una vez, aquella vez, la del culto, la de la Historia, y a la que regresa con la mirada de antaño, preñada de la atemporalidad de los fabuladores.

 “Él trabaja con las películas como creo que ya nadie más trabaja en el mundo”, concluye Llinás. Y ese trabajo que podría ser hermético se hace vivo en cada una de las imágenes que capturan Buisel y Masllorens, abriendo su película a cualquier entrada, a la curiosidad de cualquier espectador. Ese Hugo Santiago que pertenece a un grupo de cineastas que imaginan una película como una partitura, que concibe sus guiones con extraordinaria claridad y nitidez, que exige que no se les toque ni una coma a sus encuadres, es el mismo que se arrebata enérgico en pleno rodaje, que da indicaciones aunque no se comprendan, que ensaya él mismo los movimientos de los personajes en el cuadro como si estuviera viviendo esa misma historia. Origen y puerto, película y documental, partida y regreso, esa forma de hacer cine que parecía perdida en una única memoria hoy queda plasmada en imágenes. Desde su arribo hasta su gestación.

El cielo del Centauro y El teorema de Santiago se podrán ver en el Gaumont, el Kino Palais, BAMA Cine, y los Espacios Incaa de Buenos Aires y el interior del país. Desde el 2 de marzo.