"Israel es asquerosa, obscena, odiosa, sórdida, abominable, fétida, lamentable”, repite Yoav, un veinteañero de ese origen, mientras camina por las calles de Paris con su único y dispendioso equipo de indumentaria a cuestas, coronado por un elegante tapado color mostaza. Acaba de llegar a su patria adoptiva hace apenas algunos días, aterrizado como si se tratara de un ser de otro planeta, y la repetición de esa extensa lista de adjetivos, pronunciados con vehemencia, es uno de los métodos que el joven utiliza para practicar la lengua francesa y, de esa manera, comenzar a enterrar en el más espeso de los olvidos el hebreo. No es posible cambiar de cuerpo, pero sí de idioma, de cultura, de idiosincrasia. Triple adjetivación: el provocador, sorprendente, extraordinario tercer largometraje del realizador Nadav Lapid, el director de Policeman (2011) y la versión original de La maestra de jardín (2014), se exhibe por estos días, como uno de sus títulos estrella, en el flamante Festival Internacional de Cine de Entre Ríos y llegará a las salas de Buenos Aires el próximo jueves 17. “Por la experiencia que he tenido, el público latinoamericano en general, y el argentino en particular, comprende mis películas de una forma directa, pasional”, dirá Lapid al término de la conversación telefónica con Radar. Es que el cineasta, nacido en Tel Aviv hace 44 años, visitó el Bafici en dos oportunidades y tuvo ocasión de presentar sus primeras películas de ficción frente a la audiencia porteña. Sinónimos: un israelí en París (la última parte del título corre por cuenta del distribuidor local) posiblemente sea su film más radical, el menos sencillo de describir y circunscribir. No tanto por una dificultad o aspereza intrínseca –por el contrario, a pesar de su potencia simbólica, todo lo que se ve y oye en pantalla representa exactamente eso mismo, y las muchas cosas que ocurren lo hacen a un ritmo frenético–, sino por una manifiesta rebeldía frente a los formatos más convencionales de aquello que suele llamarse “arco dramático”. Sinónimos es una película política, una comedia (una sátira, aunque Lapid trate de sacarse de encima ese mote), una reflexión sobre las formas en que la violencia estatal se mete en las venas de los ciudadanos y un retrato de los roces, choques y amalgamas entre el cuerpo y la mente, la visceralidad y las construcciones intelectuales, las sensaciones primarias y el lenguaje, ese gran constructor de sentido que, muy fácilmente, puede convertirse en una cárcel de letras y frases.

Yoav llega a París y se mete en un departamento desocupado. ¿Alguien le cedió el lugar o simplemente ha encontrado una llave debajo de la alfombra del palier? El piso es amplio y de buena categoría y el cuerpo desnudo del visitante camina por el parqué encerado antes de darse un relajante baño de inmersión. Tan confortable es el baño que no cae en la cuenta de que alguien, subrepticiamente, le ha robado todas sus pertenencias. Desnudo y muerto de frío, Yoav duerme un sueño de hipotermia del cual sólo despertará a la mañana siguiente, cuando la joven pareja del piso de arriba lo arrope y tape su desnudez (“está circuncidado”, dirá uno de ellos, señalando claramente su origen), lo cobije y dé asilo, vestimenta, comida y un Iphone. El héroe ha renacido y ha encontrado a sus primeros amigos en la tierra prometida. Todo ocurre de manera natural, graciosa, casi surrealista. Como el resto de la película, el tono (los tonos) de la primera escena se parece en poco y en nada al estilo de los films previos de Lapid. Menos aún al escaso cine israelí que llega a estas tierras. Tampoco al grueso de la producción francesa contemporánea. El resto –la historia en general, algunos acontecimientos, ciertos diálogos– forman parte de la autobiografía de su autor. “Efectivamente, es una película muy autobiográfica”, confirma Nadav Lapid, “en el sentido de que, como el personaje principal, también pasé tres años y medio en París. Crecí en una familia pequeñoburguesa y bohemia; mi padre trabajó como iluminador y mi madre, a quien está dedicada la película, era montajista. A pesar de formar parte de una familia con ideas de izquierda, a los quince o dieciséis años decidí ser un héroe y ponerme al servicio del ejército. Pasé gran parte de mi infancia viendo westerns y siempre quise ser algo así como un cowboy. Me gustaba la idea de comenzar una vida de aventuras y pasé un tiempo en Siria y Líbano. Creo que fui un buen soldado e incluso obtuve alguna clase de mención, pero no entendía el significado de morir o matar”.

Las palabras son balas

“No entendía nada, en realidad”, continúa el realizador, sintético y duro. “Un buen día, cuando regresé a Tel Aviv, comencé a estudiar filosofía en la universidad, a salir con gente, a leer constantemente los periódicos, y fue como si esa etapa anterior de mi vida nunca hubiera sucedido. Pero sí había ocurrido y, luego de un año, cuando tenía unos 22 o 23, comenzó a embargarme una sensación de asfixia. Pensé que debía irme, escapar y no volver, como si estuviera impulsado a evitar un destino israelí. De pronto, me encontré en el aeropuerto Charles De Gaulle, sin demasiada idea de qué hacer pero con una enorme admiración por personajes como Napoleón y Zidane. Comencé a dejar de hablar en hebreo y a estudiar la lengua francesa, a leer casi obsesivamente un diccionario francés, a aceptar pequeños trabajos para poder sobrevivir. Al comienzo fue un tiempo de soledad y de algo parecido a la pobreza. Como Yoav, comía todos los días lo mismo, lo más simple y barato que podía conseguir”.

Más allá del componente personal y biográfico, ¿pudo haber sido otro país europeo y no Francia?

--Tal vez, pero creo que hay una ligazón entre Francia e Israel. Básicamente, entre los dos países hay visiones contrapuestas. Las cosas que son tenidas en alta estima aquí en Israel, en Francia son despreciadas. Y viceversa. El amor al trabajo, las formas dialécticas del habla, la elegancia, el buen gusto, parecen oponerse a la sinceridad, al abordaje directo. Al intentar convertirse en francés, el protagonista quiere transformarse en alguien más, incluso en alguien opuesto a sí mismo.

Lejos de su pasado como soldado del ejército israelí, que la película presenta bajo la forma de breves flashbacks, con la ayuda y el apoyo del escritor con síndrome de página en blanco Emile y la practicante de oboe Caroline (Quentin Dolmaire y Louise Chevillotte, respectivamente), Yoav (el debutante Tom Mercier) termina de instalarse en un destartalado y pequeñísimo piso con vista al cielo parisino, cortesía de un enorme agujero en la pared. Caminar, pensar (en francés, siempre en francés), recorrer la ciudad, comer todos los días fideos baratos con salsa precocida, conseguir un empleo. Yoav es un extranjero que quiere dejar de serlo; formar parte del anonimato francés parece ser el mayor de sus anhelos. Asimilarse es la meta. “Para el personaje resulta claro que debe escapar lo más lejos posible, aunque no sepa bien de qué”, describe Lapid. “El estereotipo del israelí pasa muchas veces por esa idea de un joven muscular y optimista, extremadamente leal a su país, que no tiene dudas sobre el sentido de hermandad con los suyos y es hostil con aquellos que no son como él. Esa masculinidad joven es la esencia de una suerte de alma colectiva de Israel, de la cual el personaje quiere alejarse. Al mismo tiempo, todo eso forma parte de su cuerpo. Puede alejarse de las palabras, del idioma, pero en su cuerpo todo eso está escrito de manera indeleble. En la película, la única emoción entre los hombres es esa cosa muscular, contenida a veces por cierta ternura y afecto”. El cuerpo de Yoav está presente en pantalla todo el tiempo, muchas veces desnudo. También su genitalidad, la protuberante y aquella con capacidad receptiva. El cuerpo de Yoav es activo, se mueve constantemente, da y recibe, penetra y es penetrado. El cuerpo de Yoav es recibido con algarabía en una entrevista de trabajo en la Embajada de Israel. Es uno de los suyos, aunque la reticencia a utilizar el idioma hebreo llame la atención de sus colegas.

La lengua muerta

“Creo que, de alguna manera, el lenguaje es la llave posible para una redención. La capacidad de reinventarse, de liberarse de una identidad, de morir y renacer. Todo eso es posible gracias al lenguaje: las palabras que salen de la boca y todas las cosas que rodean al lenguaje. Hay una cosa razonable, lógica: las palabras que pronuncia Yoav en francés son un triunfo sobre sí mismo, sobre su pasado. Cada palabra es una pequeña celebración, una victoria. Va más allá del significado de las palabras, de su función. Para él la lengua francesa no es solamente un medio, es una manera de salvarse a sí mismo, de celebrar su nueva existencia. A veces crea una colisión entre el sentido de las palabras: el término ‘sórdido’ puede ser celebrado por su belleza, sin importar su significado”. No ocurre siempre, pero en más de una ocasión las palabras sobran: en una de las escenas más sorprendentes de Synonymes (el título original es en francés, no en hebreo) dos fornidos ejemplares de la masculinidad israelí, un candidato a un puesto en un servicio de seguridad y el responsable de confirmarlo o denegarlo, se trenzan sin previo aviso en un match de lucha libre sobre el escritorio y el piso de una oficina, ante la mirada atenta de Yoav. Es otro momento absurdo, cómico, que define una manera de comprender los lazos entre las personas y aquello que se espera de ellas. Nadav Lapid confirma que, desde el estreno mundial a comienzos de este año en el Festival de Berlín, donde obtuvo nada menos que el Oso de Oro, el premio mayor de la competencia oficial, “he leído unas veinte o veinticinco definiciones diferentes sobre la película. Comedia sobre la identidad, tragedia existencial, film de acción lingüística. La película pudo haberse convertido fácilmente en una suerte de leyenda, de fábula, sobre un hombre que viaja al paraíso. Creo que lo que evita que Sinónimos sea simplemente una sátira es el tono existencialista que pretendimos crear. Usualmente, la sátira es muy simbólica o alegórica. Y aquí intentamos que los personajes existan, que el espectador pueda ‘sentirlos’ al ver la película. No sólo por los actores o por la manera en la cual está filmada, sino también por cierta simplicidad de la trama. La idea era que la historia y sus detalles tuvieran cierto estado de salvajismo. La sátira suele ser algo muy calculado y el salvajismo va en contra de esa idea”.

El actor se convierte en el personaje. Tom Mercier, Yoav en la ficción, nunca había estado frente a una cámara de cine. Para Lapid fue casi un milagro que este joven franco-israelí de veintiséis años, que se instaló en París de manera similar a su personaje y a él mismo, apareciera en una de las sesiones de casting. “Una de las cosas más demandantes para un intérprete en el cine contemporáneo es poder entregarse en cuerpo y alma. Pienso en el Robert De Niro de Taxi Driver, por ejemplo. No todos los actores son capaces de hacer eso. Por suerte, hallamos a Tom, un estudiante de una escuela de teatro que nunca había participado en una película. Una persona que supo ser campeón de judo en Israel, y para quien todos predecían la gloria y las medallas olímpicas, pero que un buen día decidió abandonar la práctica de las artes marciales para convertirse en bailarín profesional”. Sobre el final de la película, triunfante, el uso del idioma francés ya no es para Yoav un obstáculo. Sólo resta aplicar (y aplicarse) para obtener la ciudadanía. Las clases de “afrancesamiento” incluyen preguntas y respuestas de cultura general gala, definiciones ciudadanas acerca de los derechos y deberes y la asimilación del himno nacional. En una puesta en tensión magistral, por su simpleza y potencia, las estrofas escritas hace más de doscientos años adquieren una pertinencia coyuntural ostensible en la Europa del siglo XXI. Con esa breve escena como filigrana narrativa final, Nadav Lapid cierra su fábula elusiva sobre las formas del nacionalismo con una admonición no tan solapada. ¿Es Yoav, finalmente, otro hombre?