Creeme, dice Luis, estoy en un platillo volador sentado a la derecha de Paul Claudel. Pienso en no sé qué. Me gusta escuchar su r gutural de la que caen ramos de rosas, ¿ves?, ¿ves?, ¿ves?, ¿son rosas o son estrellas?

Debo admitir que me siento orgulloso cuando Paul Claudel, o su espíritu ambarino, me ofrece un segundo lugar como tripulante del platillo volador con el que transporta a todos los poetas franceses y no franceses, a través de los episiglos y los polisiglos.

Creeme, cuando le dije, Luis Garavaglia, a sus órdenes, me zampó un apretón de manos que venía de algún lugar al que yo todavía no he llegado, pero me siento en camino.

Creeme, sin mayor preámbulo comienza a recitar El espíritu del agua, y se me sale el pecho de la palabra cuerpo, aunque él como si nada, interrumpe los versos de la oda y llama al propietario que le alquiló el platillo y los muebles, pero no le contesta. Hace un chiste imposible de traducir y se me desbarata el cuerpo con la palabra risa. No sólo me desarticulo yo, también se desarman las Tres Marías. Pero él sigue en la misma línea antijerárquica de lo mundano, lo poético y lo divino.

Creeme, Paul Claudel podría explicarme mucho acerca de esto y de aquello, pero inmediatamente habla de los poetas, y me pregunta por el futuro, cómo andan las cosas para ellos, para nosotros, y yo le digo lo que vos sabés, lo que todos sabemos, y algunas cosas más. Porque, creeme, si revisamos la futurología vemos que la palabra futuro está llena de esterorradianes y lumen, de horas finitas e infinitas, de prosopopeyas y cohetes aterrizando en el lado oscuro de la luna, pero hay pocos, poquísimos poetas.

¿Ves?, ¿ves?, ¿ves?, Luis, mirá todo esto con los ojos prohibidos de las rosas púrpuras, dice Paul Claudel o su espíritu ambarino, y hace girar la nave por la constelación de Orión. Ahí mismo, en ese momento, le pregunto (porque no me voy a bajar de este platillo volador sin preguntarle) por la navidad de 1886.

Y me cuenta.

Me dice lo que ya fue escrito, lo que ya hemos leído, acerca de que hasta los 18 años no había cuestionado ese status quo del siglo XIX. Y repetía aquello de que este mundo era un íntimo encadenamiento de causas y efectos, que la ciencia no tardaría en aclarar plenamente.

Me parece mentira escuchar el relato, suavemente regurgitado con r gutural, del que caen ramos de rosas. Además, dice Paul, o su espíritu ambarino, todo eso me parecía tan lleno de tristeza y de aburrimiento. Te confieso, me dice Paul Claudel, que a la idea kantiana, tal como la había explicado nuestro profesor de filosofía, nunca pude digerirla.

Y, creeme, dice Luis, yo me pregunto si, por ventura, el espíritu ambarino del poeta sabe que soy cura, poeta y cura, o cura y poeta, o si simplemente dijo "te confieso" porque soy un hombre sentado a su derecha, que se descalabra cuando ríe y no tiene el hábito del juicio ni del prejuicio. Pero no hay tiempo para disquisiciones porque el hombre que le alquiló el platillo y los muebles lo llama varias veces, sin embargo a Paul ya no le interesa. Acaso porque ve que no me bajaré de este platillo sin que me hable de aquella navidad, de aquella iluminación.

Yo recién empezaba a escribir, dice Paul o su espíritu ambarino, y me parecía, según lo que ocurría a mi alrededor, que para escribir no había que tener ningún freno moral, e iba cayendo, poco a poco en un estado de desesperación. Pero el día 25 de Diciembre de 1886, entré a la catedral de Notre Dame de París, para asistir al oficio divino de la Navidad. Se me ocurría, al menos tuve la impresión de que podría, con superior diletantismo, encontrar en las ceremonias católicas, un medio adecuado y materia para algunos trabajos. Como nada más interesante había para hacer, volví de nuevo por la tarde para asistir a las Vísperas. Los niños del coro de la catedral, y los alumnos del Seminario que los auxiliaban, habían justamente comenzado a cantar cualquier cosa que, más tarde reconocí, era el Magníficat. Yo estaba de pie en medio de la multitud, junto a la segunda columna, cerca de la entrada para el coro, a la derecha, del lado de la sacristía. Y allí se dio el acontecimiento que dominó toda mi vida. En un momento, mi corazón se sintió emocionado, y tuve fe. Tuve fe con tal intensidad de adhesión, con tal exaltación de todo mi ser, con una convicción tan poderosa, con tal seguridad, que no quedaba margen para ninguna especie de duda. Y, desde entonces, todos los libros, todos los raciocinios, todas las eventualidades de una vida agitada no consiguieron abalar mi fe; más que eso, ni siquiera consiguieron tocarla.

Dicho esto, el espíritu ambarino de Paul Claudel hace silencio. Yo también hago silencio. Las Tres Marías y el perro de Orión hacen silencio.

Sin poesía, me dice el espíritu ambarino de Paul Claudel, sin poesía la humanidad sería apenas un bártulo distribuido por todo el territorio del planeta.

Creeme, cuando me dice eso yo se lo cuestiono, sólo para que me siga hablando, porque necesito escuchar todo lo que dice este espíritu ambarino. Entonces le digo, pero Paul, convengamos que de 7500 millones de personas que habitan el planeta, apenas el 1% debe escribir poesía y la mitad de ese uno por ciento debe leerla.

Y el espíritu ambarino de Paul Claudel me mira sorprendido. ¿Desde cuándo la poesía tiene algo que ver con las estadísticas? Me pregunta esto mientras desciende el plato volador en el patio de mi parroquia. Abre la compuerta de la nave, y en el momento que bajo, le digo, con cierto pudor, no es Notre Dame, pero tiene su mística. Y el espíritu ambarino de Claudel aprieta un botón del platillo, que hasta ahora había permanecido intacto. El Magníficat sale por las ventanillas o los poros de la nave e inunda el patio de mi parroquia, inunda el barrio y creeme, al momento me doy cuenta de que el perro de Orión es igual, igual, al Firulais que duerme junto a la sacristía.

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