“En África, cuando una persona anciana muere, una biblioteca arde”. La frase fue pronunciada por el escritor y etnólogo malí Amadou Hampâté Bâ, en una reunión de la UNESCO de 1960, atravesó a los presentes como una lanza y se transformó en proverbio. Más de medio siglo después, la ONU decidió declarar al 2019 como el Año Internacional de las Lenguas Indígenas. Lucía Colluscio nació en 1948 y desde hace más de cuatro décadas concentra sus esfuerzos en preservar los tesoros lingüísticos de la región. En el camino, formó una familia, tuvo hijos, se doctoró en la Universidad Nacional de La Plata y devino en docente de la Universidad de Buenos Aires. A pesar del tiempo, quienes la conocen aseguran que sus ojos desprenden la misma frescura que la desbordaba cuando todo empezó. A comienzos de los 70’s, a esta jovencita graduada en Letras, se le presentaba una oportunidad única: la invitaban a trabajar en un proyecto interdisciplinario de la recién creada Universidad Nacional del Comahue. El propósito era claro, pues, pretendían trazar un diagnóstico de las comunidades mapuches en Neuquén y la comunicación ocupaba un lugar de privilegio. Aceptó, armó su mochila y se marchó sin pensarlo demasiado a Anecón Grande, Río Negro. “Me hubiera dedicado a literatura medieval, que también me encantaba, pero por suerte esa experiencia me cambió la vida. Tuve el privilegio de conocer a sabios ancianos y ancianas mapuches, sus formas de vida y su filosofía y me permitió el acceso a su lengua maravillosa. Fuimos a un Camaruco (ceremonia sagrada, ritual), una instancia vocacional que me empujó a centrar mi investigación en los pueblos indígenas y sus lenguas, una manera de reunir lo científico y mi interés social”, recuerda.

Don Gervasio era lonko, la máxima autoridad del lugar. Un anciano que había quedado ciego, “destilaba una sabiduría increíble” y que le transmitió a Lucía la historia de despojo que había sufrido su pueblo a manos de los estancieros vecinos. “Eran migrantes que cuando llegaron a la región no tenían nada. Pese a que históricamente fueron ayudados por los mapuches, se convirtieron en sus usurpadores. Primero se hicieron vendedores ambulantes, luego abrieron sus almacenes y los endeudaron. Así, los fueron desplazando de sus tierras y se tornaron estancieros”, narra con voz apagada, sus ojos ya no brillan. Pasaban las décadas y los alambrados culminaron por acorralar a los mapuches en una geografía desprovista de agua y animales, así que debieron irse de manera forzada. De este modo, a las conquistas y los genocidios (de los europeos a partir del siglo XV y de las oligarquías locales a fines del XIX) se sumaron formas renovadas de asfixia e invisibilización. Prácticas que se multiplicaron en innumerables ocasiones contra las comunidades originarias.

De todas las anécdotas que recuerda con cariño, hay dos que la marcaron para siempre. La primera tiene como protagonista a Don Mario, hablante de la lengua vilela del Chaco hoy en severo peligro. “Los vilelas constituyen un pueblo invisibilizado, casi que pasaron de manera forzada a la clandestinidad y en 1960 abandonaron los rituales. Nos costó muchísimo encontrar a un representante. La lengua aparecía extinta para la UNESCO. Por eso, cuando conocimos a Mario (nacido en 1933) tomamos conciencia del dolor del pueblo; nos contó cómo sus padres lo reprendían cuando hablaba el idioma porque sostenían que, a pesar de sus deseos, debía hablar español si pretendía sobrevivir”, apunta. Cuando se encontraron por primera vez, el hombre le dijo en tono compasivo: "'Usted Lucía, ¿por qué nos estuvo buscando tanto si a nosotros no nos quieren ni en el Chaco?’". Mario es una persona “sumamente inteligente” pese a que solo asistió durante dos meses al colegio. “Es muy emocionante ver cómo atesoró el idioma en la memoria. Hoy nos ayuda con nuestras investigaciones actuales para documentar y preservar la lengua”, comenta Lucía.

La segunda adquiere forma en la década de los 80’s, cuando visitó a la comunidad mapuche Ancatruz, en Piedra del Águila (Neuquén). Un sitio con excelentes hablantes, entre los que conoció a Doña Lorenza, una poetisa que manejaba a la perfección los cantos sagrados. “Tenía una voz maravillosa, así que grabé sus canciones. Letras que fueron recuperadas y hoy son preservadas y reaprendidas”, señala. Se refiere, aquí, a Lucas Curapil, un joven mapuche que vive en General Roca y, desde la Universidad Nacional del Comahue, transcribe las canciones con el objetivo de enseñar a sus estudiantes. “El mapudungun es una lengua vital pero enfrenta una retracción, sobre todo, en territorios urbanos”, explica. Luego hace una pausa y toma envión porque se viene lo más importante: el arte de documentar.

Documento, luego existo

Desde joven, con una formación lingüística-antropológica, Golluscio le otorgó un rol crucial al trabajo de campo, a embarrarse, estar con otros y compartir. El asunto de “estar en el lugar de los hechos” habilita en una primera etapa a registrar todo lo que se observa y, lo que aún es más importante, a aprender a escuchar. “Pronto, supe que los científicos debemos ser pacientes y aguardar los tiempos de la comunidad. Muchas veces llegábamos y parecía que no avanzábamos en la documentación porque nos pedían que los ayudemos con cosas de su casa. En realidad, sí estábamos avanzando porque cosechar una buena relación es clave”, describe.

Después de la documentación de todo cuanto pronuncian, de comprender sus enunciados y de adivinar los giros lingüísticos, se produce el proceso de traducción al español (descomposición de palabras y trabajo morfológico). Más tarde, se chequea la fidelidad de la transcripción con el mismo o algún otro hablante de confianza. Por último, como es de esperar, sobreviene la preservación de lo documentado. “Hace unas décadas, cuando en Argentina no existían las posibilidades que hoy brinda la digitalización, teníamos terror de que las cintas dejaran de funcionar y que lo que habíamos grabado, por algún problema, dejara de escucharse. Como no había reservorios locales, los archivos había que alojarlos en el exterior y los llevábamos personalmente”, dice. Y completa: “Es que la documentación lingüística tiene mucho que ver con la conciencia de las lenguas en peligro. Es una tarea que conlleva mucha precisión, responsabilidad y urgencia”. Por eso, Golluscio y compañía impulsaron la creación del Archivo Digital del Conicet, alojado desde 2007 en el Centro Argentino de Información Científica y Tecnológica. Además, desde 2013, está en vigencia la Ley Nacional de Repositorios Digitales, por la que todos los investigadores que reciben fondos estatales deben depositar sus recursos documentales en repositorios institucionales nacionales.

Se considera que las lenguas corren peligro de desaparecer cuando se corta la trasmisión intergeneracional. En el caso de las lenguas originarias habladas en la Argentina, ello puede ocurrir por la hegemonía del español y también por la estigmatización a la que se enfrentan sus hablantes. “Nadie deja de hablar su lengua porque quiere; son causas sociopolíticas las que hay que tener en cuenta. En muchos casos, los propios padres buscan salvar a sus hijos y no les transmiten el idioma. De hecho, muchas veces los maestros les piden explícitamente que no les hablen a los chicos en su lengua porque, desde su perspectiva, les crea más dificultades para aprender el idioma oficial”, apunta. En ello consiste la violencia simbólica que los procesos de civilización encarnaron en América y que en la actualidad se reactualizan por vías mejor maquilladas.

No obstante, el relato de la otredad no debe constituirse como el relato de los débiles. Existen formas de resistencia que operan y que lo han hecho a lo largo de la historia. Afortunadamente, reflejada en el espejo del poder, la lengua deja de ser un instrumento, produce libertad y en la misma estocada constituye identidad. Contra la hegemonía del español, la contra-hegemonía del disimulo. “No me gusta hablar de muertes de lenguas porque es un concepto muy cargado de ideología. ¿Acaso, nosotros, los lingüistas, podemos determinar que una lengua murió? Conozco casos de investigadores que diagnosticaron la muerte de una lengua porque volvieron del trabajo de campo sin éxito. Lo que no saben es que los miembros de las comunidades, en muchos casos, no cuentan nada sobre su lengua porque ejercen una forma de resistencia. El disimulo les ha permitido sobrevivir durante siglos. Su cultura corre como ríos profundos”, concluye.

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