"Es una mujer aún: hasta esta misma vida, tan horrible y todo, oprime y pone en tensión su resorte de mujer, la electricidad femenil".

Jules Michelet, La bruja (1862)

£Desde los albores de la humanidad bastó una sola mujer para desatar calamidades: la expulsión del Paraíso, la guerra de Troya, la disolución de la banda de rock inglesa más popular de todos los tiempos. La lista es inagotable. Cada vez que compro un kilo de manzanas, me pregunto cuán distinto hubiese sido el mundo si Eva no le hubiera ofrecido un refrigerio frutal a Adán, si Helena hubiera sido fea, si la exposición de Yoko Ono del 9 de noviembre de 1966 en la Indica Gallery de Londres se hubiera suspendido por mal tiempo, y así sucesivamente.

Reflexión similar vale para la caída del imperio azteca, la conquista de México por Hernán Cortés y el consecuente mestizaje, esa agonía entre hispanismo e indigenismo que caracteriza lo que llamamos «ser americanos». La responsable en este caso es -además de mujer- india y negra, y tiene -al igual que el diablo- varios nombres: Malinalli, Marina, Malintzin, Malinche.

A la sazón, lo que me inquieta no es qué hubiese sido de Hernán Cortés, de su campaña y de su encuentro con Moctezuma si la Malinche hubiera sido menos entrometida y hábil con las lenguas, sino qué se hubiese dicho y escrito sobre ella si en vez de mujer hubiese sido hombre. Ya sé, la pregunta le suena a cliché feminista. Yo le doy la razón, usted deme el gusto de seguir leyendo.

Cortés llegó a la isla de Cozumelen 1519. Las dos expediciones anteriores habían fracasado porque los exploradores a cargo no habían logrado penetrar en lo profundo de las tierras mexicanas. La barrera lingüística solía ser uno de los mayores desafíos que enfrentaban. Si la expulsión del Paraíso había marcado la primera caída del hombre, Babel había sido la segunda, y todavía seguía arrojando su maldición sobre los mortales.

En marzo de 1519, tras su derrota en la batalla de Centla, los maya-chontales ofrecieron a Cortés algunas gallinas, maíz, telas bordadas, oro, plumas y veinte mujeres. Lejos estaban de sospechar que habían abierto una caja de Pandora. En ese botín se encontraba la Malinche, una joven nahua de apenas 14 o 15 años que se destacaba por ser inteligente y desenvuelta. Además de su lengua nativa, el náhuatl, la Malinche hablaba el maya chontal y yucateca con fluidez. Cortés la convirtió en su concubina y, en adelante, comenzó a utilizarla como trujamana, mensajera y espía, roles que serían fundamentales para el posterior derrocamiento de Moctezuma y toma de Tenochtitlán en 1521.

Casi de la noche a la mañana, La Malinche dejó de ser una esclava prescindible para convertirse en el eslabón fundamental de la cadena comunicativa y, con ello, en el instrumento político que le permitió a Cortés lo que no pudieron los exploradores anteriores: penetrar en lo profundo, no solo de las tierras, sino también de las mentes mexicanas.

Mucho antes de la llegada de los Españoles, los aztecas náhuatl-hablantes habían avanzado desde el norte hacia el centro de México conquistando todo pueblo que encontraron en el camino; entre ellos, el de la Malinche. Fundaron Tenochtitlán en 1325 y continuaron sometiendo y exigiendo tributos bajo el liderazgo de Moctezuma. En ese entonces, no existía una sociedad indígena homogénea ni una idea de nación como la entendemos ahora, sino diferentes grupos étnicos que guerreaban entre sí constantemente. La Malinche no tenía motivos para serle fiel a Moctezuma. Su única patria eran sus lenguas: el medio para salirse de la esclavitud y garantizar su subsistencia.

La Malinche fue dueña de la voz de la conquista, pero no del relato posterior. Al no dejar registros ni testimonios directos, habilitó un vacío designativo que fue llenado por las miradas occidentalizantes, los recuerdos difusos y las plumas sesgadas de todos aquellos cronistas que la conocieron y que, al escribir sobre ella, lo hicieron no solo en función de sus propios intereses, sino también desde perspectivas poco ejercitadas en la otredad, como cuando Bernal Díaz del Castillo dijo que "era muy hermosa para ser India".

Pese a haber sido escaso e impreciso, el registro histórico sobre la Malinche estimuló grandiosamente la imaginación de quienes ostentaron el derecho a producir escritos eruditos sobre la conquista. Los testimonios no fueron lo suficientemente escuetos para impedir que se formularan hipótesis a diestra y siniestra, a punto tal que se tornara difícil distinguir la realidad de la mera especulación.

Llegado a su fin el dominio español en México, y como consecuencia de la necesidad de definir una nueva identidad nacional que incorporase el pasado prehispánico, la historiografía retomó la figura de la india nahua que había oficiado de intérprete de Cortés y cargó su nombre de connotaciones blasfemas. La Malinche pasó a ser, lisa y llanamente, una puta y una traidora. Hasta aquí, ninguna novedad. Puta y traidora fueron, históricamente, las dos posibilidades de lo femenino.

No obstante, los últimos años del siglo XX fueron testigo de una nueva línea de pensamiento, más ligada a la diversidad cultural e igualdad de géneros, que cuestionó y desafió el paradigma de la traición malinchista por ser una postura que se sostiene ocultando la violencia ejercida sobre una mujer que fue esclavizada, utilizada como objeto de intercambio y violada.

A esta visión se le sumó otra, más de corte feminista, que reivindica a la Malinche como una mujer inteligente y empoderada. La polémica llegó al punto de reclamar su lugar en la Historia como la primera feminista de las Américas. Lo que sí es innegable es que la Malinche se apropió de un espacio que le estaba reservado únicamente a los hombres y que, en una sociedad en que a las mujeres, y más aun a las esclavas, no se les permitía hablar, encarnó una de las más notables disrupciones del patriarcado, tanto indígena como europeo.

La Malinche fue una rara avis en el mundo indígena, pero sobre todo fue un producto de la conquista y no su factor desencadenante. Desde el día en que fue entregada a los españoles, se puso en funcionamiento un complejo mecanismo de engranajes que hizo que Cortés y la Malinche se descubrieran mutuamente. Su nombre, más que signo de traición y sometimiento a lo extranjero, es un claro ejemplo de la condena de algo que nunca dejó de dar mala espina: la inteligencia y la audacia dentro de un cuerpo femenino.

La idea de que una sola mujer, usando su lengua cual conjuro brujeril, puede ser causa sobrada de la caída de un imperio es, además de un absurdo, una forma más del ensañamiento con lo femenino. Muchísimos otros indígenas se plegaron a los españoles en el combate propiamente dicho, pero para explicar sus motivaciones se usó un argumento más elegante: «debían sacudirse el yugo de Moctezuma». La Malinche fue víctima de una retorización misógina, y con ella, condenada a habitar un espacio discursivo en el que el lenguaje ejerce su tiranía reproduciendo estructuras y miradas.

Una vez abierta la caja de Pandora, el curso de la historia quedó definido de modo inexorable. Las nuevas circunstancias -la irrupción del europeo en América y la convulsión que esto significó en la vida de los indígenas- pusieron en tensión su resorte de mujer y, en un mundo que le pertenecía a varones y blancos, la Malinche convirtió el miedo en fuego y optó por una posibilidad de lo femenino hasta entonces desconocida en América: la electricidad femenil.

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