¿Familias disfuncionales? Decenas y decenas. ¿Villanos irreductibles? Más decenas. ¿Gente indecentemente rica, capaz de menear un cheque por un millón de dólares y luego romperlo ante la cara del hijo de unos humildes caseros por no conseguir un home-run? Otro buen puñado. No puede decirse que Succession sea un canto a la originalidad, y sin embargo es imposible dejar de verla. La serie creada por Jesse Armstrong, ganó el premio Emmy 2020 como mejor drama por su segunda temporada y HBO ya confirmó la tercera. Lo cual es casi una obviedad y a la vez una gran noticia.

No hay en Succession un personaje que no sea un grandísimo hije de perra capaz de todo. Aquí no hay una sola criatura que sirva de balance moral: el balance debe encontrarlo el espectador ante la exhibición de bajezas, chicanas, demostraciones de poder y puñaladas arteras. No hay empatía, pero sí una irresistible fascinación con la galería de los Roy y sus satélites. La naturalidad con la que se mueven en ese escenario donde el dinero no se ve y a la vez está siempre a la vista produce un raro efecto: para el simple mortal -y aunque sepa que existe-, ese mundo es absolutamente artificial, pero sus habitantes son mucho más creíbles, mucho menos macchietta, que los megamillonarios de, para ir bien lejos en la prosapia televisiva, Dallas o Dinastía. La manipulación de la información en el pulpo mediático ni siquiera es un tema central: apenas el telón de fondo delante del que se jugan cosas aún peores.

Somos la mosca en la pared, tan insignificantes para los Roy que ni se tomarán el trabajo de aplastarnos: desde ese privilegiado punto de observación, es imposible no hechizarse con la habilidad manipuladora de la colorada Shiv (Sarah Snook), con la afectada amoralidad de Roman (aplausos para Kieran Culkin, saliendo por fin de la sombra de su célebre hermano), con ese enigma insondable que a menudo es Kendall (Jeremy Strong). Ni siquiera el “primo pobre” Greg sirve de brújula, porque lo suyo pronto se convierte también en sacar el mayor provecho posible de las situaciones que le salen al paso. Matthew Macfadyen, que la rompía como el apocado hijo del occiso en Muerte en un funeral, hace de Tom Wambsgans otro personaje lleno de facetas. Connor, con su pareja ex prostituta volcada a la dramaturgia y sus sueños presidenciales, parece más allá de todo. Como si nada, por allí aparece David Rasche, que ya no le habla a su Magnum como cuando era Martillo Hammer. Y ni hablar del enorme Eric Bogosian como Gil Eavis, el político que será progre pero tampoco mastica vidrio. Y aún hay más.

Pero en el centro está el patriarca, y elegir al actor para encarnar a Logan Roy no era tarea sencilla. Armstrong acertó en todo. Allá lejos y hace tiempo, Brian Cox fue el primer Hannibal Lecter (en Manhunter, de Michael Mann), pero sobre todo el escocés integra la Royal Shakespeare Company. Y es casi una obviedad decir que una serie como Succession exige un pincelazo –y algo más- shakespereano. Cox le da a Logan Roy el tono justo, la cólera cuando es necesario, el frío desdén la mayoría de las veces, la combinación de amor filial, los momentos de orgullo y a la vez el desprecio por las debilidades de sus hijos, y ante todo la convicción de un acorazado decidido a arrasar con todo. Cuando su ACV lo pone contra las cuerdas y los buitres empiezan a revolotear, el viejo aparentemente frágil se levanta y los caga a trompadas. Todo eso cabe en el trabajo del actor de 73 años, que era candidatazo a llevarse un Emmy pero terminó perdiendo a manos de... Jeremy Strong.

En la era de la superpoblación de series, entonces, he ahí una apuesta segurísima. Desde el guión, la puesta y la actuación, en su humor asordinado y por momentos retorcido, e incluso desde un detalle si se quiere menor: con la hipnótica y encantadora canción de apertura, el compositor Nicholas Britell consigue el pequeño milagro de que uno nunca quiera saltearse los títulos. Porque en Succession hasta la música está diciendo algo, y más vale prestar atención.