En los últimos años, en estas notas, se habló recurrentemente de la “sensación de irrealidad” que intentaba impregnar en la sociedad el nuevo dispositivo de poder, más intenso y concentrado que nunca antes. Poder político, obscenidad judicial y grandes medios juntos en la tarea de culpabilizar a las víctimas. Despedidos, perseguidos, despreciados, reprimidos, invisibilizados, eran acusados de “algo haber hecho” para merecerse el dolor. Mientras tanto, los recursos escasos eran derivados hacia lo más alto de la pirámide. Se habló de la necesidad de romper ese relato hegemónico que bañaba de irrealidad la realidad.

No es el problema la construcción de un relato, porque todas las culturas, todas las religiones y todas las tradiciones políticas tienen un gran relato que las estructura, y fija su posición ante lo que está mal o bien. El problema era que este relato no llegaba a relato: cuando borraron a los héroes nacionales de los billetes (“Al fin algo vivo en los billetes”), lo que revelaron era que iban a prescindir de la historia, que desconocen y a la que ignoran, y que su relato se limitaría a acumular y esparcir básicos argumentos de resentimiento, no basados en una compresión determinada del mundo sino en la estimulación del odio. La grieta a la que apelaron no es otra cosa que mantener permanentemente dividida a la sociedad en mil debates legítimos, pero que alejaban la visión panóptica de lo que pasaba: estaban estableciendo un nuevo orden social, pensado como definitivo.

También se habló de “hechizo”, en una acepción muy lejana a la que le hace a Macri decir que su mujer es “hechicera”. El hechizo de referencia es un estado subjetivo y colectivo al mismo tiempo, cuyo trayecto se explica de afuera hacia adentro de las personas, y no la inversa, pero que luego de incorporado vuelve a salir, convertido en odio y en ceguera. Estos días nos hemos alterado al extremo, todavía asombrados de las imágenes que días antes llegaban del Ecuador. ¿Algún gran medio siguió la cobertura ecuatoriana? ¿Algún gran medio dio información sobre el encarcelamiento de correístas, de sus asilos en embajadas, de las venganzas ejemplificadoras que se tomaron contra líderes indígenas? No.

Eso forma parte de la sensación de irrealidad. La realidad se podía tapar. Pero ya no. Hay cadenas de informadores informales, nacidas del pueblo, que nos muestran, ahora, la barbarie de las fuerzas armadas chilenas. El “periodismo profesional” ha defeccionado. En el mundo y en esta región ardiente las multitudes tienen conciencia de la falsedad de las coberturas televisivas, aunque el desmadre chileno es tal, que la violencia extrema y descontrolada de los carabineros también apuntaron contra cualquiera que tuviera un micrófono, como el cronista de TN. En el pliegue abierto por las protestas masivas por una democracia que, como cantaban en España, “no lo es, no lo es, no lo es”, se pudo ver que la orden que tenían los carabineros era que su accionar delictivo debía ocultarse. Esas fuerzas parecen extemporáneas: nunca antes hubo tal proliferación de videos y fotografías y audios en los que queda al descubierto el gran delito de lesa humanidad que está llevando a cabo el gobierno de Piñera contra su pueblo.

Lo que Piñera pasó por alto es que la época ya no es aquella en la que la verdad asomaba por la televisión o los diarios. Atrasan medio siglo. Los pueblos se han hecho cargo de la información. Viene desordenada, mal fechada, sin créditos, con errores de tipeo, pero habla y vomita todo lo que los medios ocultan. Esos que no son periodistas sino aterrados vecinos que filmaron cómo los carabineros dejaban caer un detenido de una camioneta y lo mataban antes de acelerar, o los que tomaron las imágenes de otros carabineros entrando a los golpes a los domicilios de estudiantes, los que mostraron las visiones atroces de la cacería cuyo saldo de muertos se ignora todavía, han hecho por la información mucho más que los señores de traje y las señoras bien maquilladas que salen por televisión. La televisión ya no es el ombligo de la información. Las nuevas generaciones, las más libres y las más valientes, no se informan por televisión ni por los diarios.

La región arde. Parece que algún hechizo se hubiera roto. “No son treinta pesos, son treinta años” es la síntesis de un despertar aletargado pero de una potencia extraordinaria. “El pueblo se despertó”, era la frase proyectada en un gran edificio de Santiago. Los chilenos han salido a reclamar su vida digna, con la fuerza de quien ha permanecido mucho tiempo reteniendo su ira, arrodillado, reprimido de esa otra forma en que se reprime a la gente: no dejándola hablar.

En América Latina hemos vuelto a la realidad por el vacío de las heladeras pero también porque no alcanza vivir con la panza llena si apalean al de al lado, porque el de al lado puede ser uno mismo mañana, porque lo que se nos pide a cambio de no ser alienígenas es dejarnos colonizar, y la felicidad es un tejido inmaterial que entrelaza lo necesario para estar en paz con uno y con el mundo: una vida digna es imposible sin sensibilidad o sin justicia. Dice Macri que “la justicia social es un invento”. Justo en la Argentina un empresario torpe, saqueador y sin escrúpulos viene a decir que es un invento la memoria colectiva. Aquí la justicia social es una experiencia encarnada. Y eso es lo que jamás le van a perdonar a Perón.

A lo largo de la historia humana se ha mantenido a las aplastantes mayorías aceptando todo tipo de avasallamientos. Nos suelen contar la historia como una sucesión de batallas, invasiones, expansiones, conquistas. Pero hacia el interior de cada pueblo que colonizó o fue colonizado, ese hechizo también ha existido. Toda jerarquización hegemónica --étnica, de género, de nacionalidad, de color de piel, de inclinación sexual, y la lista es larga--, implica un pasado de resistencia y finalmente la aceptación generalizada de que “así son las cosas”. La aceptación del vencido forma parte del statu quo tanto como los privilegios de los vencedores.

La región está caliente. No es sólo el cambio climático lo que se acelera. Se acelera el capitalismo. Que ya no es lo que aprendimos en el colegio que era el capitalismo, así como no hemos vivido los últimos cuatro años en eso que nos enseñaron que era la democracia. Recuerdo el 83. Sacarnos la faja en el 83 fue una inmensa felicidad, porque volvía la democracia. Pero ahora ya no alcanza con eso porque la democracia fue siendo abusada poco a poco y más y más por el capitalismo corporativo. No alcanzan los conceptos. Los pueblos reclaman experiencias de bienestar.

Nos ha tocado ser contemporáneos de un momento bisagra. Lo que se quiere expulsar es el sacrificio de las mayorías para pagar esos privilegios que la señora de Piñera ya se dio cuenta que van a tener que amortiguar. No sé qué me causó más impresión: que viera al pueblo chileno como extraterrestre --es decir, asesinable--, o que hablara tan suelta de lengua de sus privilegios. Que dijera esa palabra. Que fuera tan consciente y clara en relación al orden que su marido intenta perpetuar. El de sus privilegios de clase.

 

La riqueza concentrada ha generado una nueva nobleza que reclama para sí lo que le resulta natural, sus privilegios. Hoy la región y el mundo están asistiendo al despertar de enormes mayorías silenciadas y mantenidas en la mugre para que unos miles acumulen todo. Se rompió el hechizo. Los alienígenas tienen la sangre del mismo color que la señora de Piñera. Pertenecen a su misma especie y a su mismo país. Y un aumento del Metro les revolvió las tripas, porque ahí sí hubo derrame: fue la gota que no contuvo el vaso. Hay pueblos que han sido tan maltratados, que ya no temen. No sabemos cuánto tiempo tomará ni qué articulaciones políticas podrán encausar este deseo colectivo de volver a vivir sin sufrimiento. Pero una vez roto el hechizo, será cuestión de tiempo. La noche neoliberal está apagándose. Se apagará más pronto si los pueblos se dan conducción política, y si siguen los dos pasos que Badiou considera indispensables para el amor: experiencia y construcción.