Temuco, Valdivia, Santiago, Valparaiso, Antofagasta (no quiero ver un mapa, la memoria ordena la secuencia ) son hoy los nombres de la insurrección en Chile. Cuando yo era joven y un poco beat, eran los de los paradores en un viaje iniciático. Un salto a la ruta a fuerza de borcegos, un ligero síncope en la mochila azul y, debido a una hospitalidad sin retaceos, yo sentía que dominaba esas ciudades .Viajaba en camiones apestosos de mierda de vaca rumbo al matadero, en Cadillacs ejecutivos que me abandonaban frente a los vidrios de una multinacional recién erguida, en destartalados Citroëns – de esos que usaban los tupamaros–, con familias que se desilusionaban de la joven roñosa y huraña que no decía más que un sí y un no pero que exigía la dejaran lo más cerca posible de su destino aunque éste fuera totalmente arbitrario. Estuve cuando el triunfo de la Unidad Popular –del otro lado de la cordillera, la serie de facto estaba a la altura del general Roberto Marcelo Levingston. Recuerdo las plazas llenas y las banderas rojas. Vi al Chicho durante un acto. No hacía ademanes de abarcar al pueblo con los brazos como el general Perón, de vez en cuando levantaba un índice pedagógico como Alberto Fernández, o se señalaba a sí mismo como quien señala un pizarra para llamar la atención a una masa que se aburre fácilmente; no sonreía, la historia nunca está para bollos.

Pasaron décadas. Volví a Santiago pero los cuentos son menos épicos y también menos desdichados, me quedan otras contratapas para la comedia y los amigos de cuerpo presente y los virtuales ahí están: a veces las noches ante la computadora están llenas de pitidos mientras los chats hablan en chileno.

Y en una de esas noches el poeta Juan Carlos Villavicencio arrojó sediento en Facebook “¿alguien para tomar algo? ”. En tren de joda, le contesté que yo, sabiendo que entre el barrio de Lastarria en Santiago y el de Balvanera en Buenos Aires hay una friolera de kilómetros. De chat en chat me propuso un ritual: conversaríamos cada uno con su vaso junto a la computadora –él toma fernet cola, yo bourbon–, los impases para buscar hielo permitirían, al que permaneciera en su puesto, extenderse en su espiches ya de por sí extendidos por las aclaraciones de cada argot local y la calculable y creciente euforia en cada trago. El miércoles 17 planeábamos un “mamarán” en vivo. La escritora Cecilia García Huidobro me había invitado a dar una charla en la Universidad Diego Portales, en el área Mujeres y Medios. Viajaría a Santiago el 20 y la charla en la Facultad de Comunicación sería el 22, a las once y media de la mañana. La madrugada del jueves entregué las respuestas a una entrevista que me hicieron por mail desde el diario El Mercurio pero “pasaron cosas”. A la noche Villavicencio comenzó a enviarme las imágenes de la insurrección que ya estaba en todas las redes . “Sueltan los milicos “ maldijo, mentando a la madre de Pinochet y, poco a poco, transformándose en una suerte de movilero empeñado en relatar con los dedos un reality colectivo de resistencia popular. Al final sublimó en un poema que termina: “Una bandera rasgada de mentiras era blanca/Una bandera negra devela renacidas de colores las estrellas/ despertando”.

La rubia tarada

Conozco el tiempo de cierre en cámara lenta que los diarios conceden a los culturales del domingo, lo que justificaría una inactualidad programática. Pero el día sábado, informé en Facebook que no iría a Chile y que me solidarizaba con la insurgencia. Pero el suplemento de El Mercurio del 20 de octubre no levantó la nota ni agregó ese dato. Es así que, a una página, aparece mi imagen en una vieja foto para la que poso con una melena florecida de druida trasnochada bajo el titular “Soy barroca militante” como si esa afirmación sirviera para una pancarta, aunque más no fuera porque el derramamiento de tropos sería poco rentable, quizás por eso anticapitalista. Ya entonces había por lo menos 5 muertos declarados por el incendio de una bodega de ropa en Renca, el ministro del interior soltaba el número de 761 detenidos y los que habían vuelto a las calles de Santiago eran 8000 militares armados y cebados y no el sujeto de la canción de Pablo Milanés. Y el mismo local de El Mercurio– es decir el diario responsable de la edición a la que me refiero– en Valparaiso estaba en llamas. Pronto, retorno de lo reprimido, en realidad, nunca ido (“no son 30 pesos, son 30 años): toque de queda, más muertos, desaparecidos, detenciones en domicilio, violaciones.

El 7 de junio de 1944, durante el llamado día D, El New York Times informó en su portada con título catástrofe moderado (ya primaba la ficción de lacónica objetividad”) que las fuerzas aliadas habían desembarcado en Havre Cherbourg y que “great invasion is under way” (en mi inglés básico: una gran invasión estaba en camino). Me pregunto si en su página cultural, si es que la tenía en ese momento como tal, habría aparecido, por ejemplo, el anuncio de una traducción de Dolicocefala bionda (Delicocéfala rubia), una novelita puerca del entonces exitoso escritor italiano Pitigrilli sin ninguna obligación a la sangre derramada en la costa de Normandía.

Esto no pretende ser un descargo sino una ocasión para preguntarse por qué los culturales son el limbo informativo de los diarios, el lugar donde hasta el Che Guevara descansaría de sus urgencias o les daría otro tiempo de análisis y quizás esté bien ese no sometimiento a la idea de la noticia como mercancía bajo el totalitarismo de “los hechos” y como esa cierta exterioridad de los suplementos, en general, a lo que pauta la tapa de cualquier medio y su voto ideológico permita una mayor independencia creativa, incluso hasta alguna cruzada emancipatoria de largo aliento. ¿Pero qué pasa cuando los hechos son de tan importancia que convierten en eufemísticas bicocas o distractivos orquestados el relato de cualquier otra cosa?

Se que puedo pasar por olfa ya que justo pedí un aumento de sueldo pero Las 12 y el Soy de este diario, aún en sus cierres adelantados por la pauta, suelen dejarse atravesar por la actualidad de la política en su expresiones insurgentes que, por suerte, jamás se diluyen a las 24 horas. Aunque no fui testigo ocular en Santiago, seguí los sucesivos avatares de los acontecimientos hasta el reclamo de una Asamblea Constituyente en pro de una Nueva Constitución. Pero nada pasa. La revuelta en Chile, con sus feminismos bien dentro de la guata, no es utilitaria, aunque reclame al Estado, ni reservorio en potencia para los partidos, o sea no rinde según la lógica de lo inmediato ni liquida sentido a la vuelta de la esquina. Quizás haya que pensar contra la compulsión pret a porter de traducir inmediatamente lo que aparece como una irrupción para tratar de confirmar lo que ya se sabe, dejar de exigir líderes y proyectos ya, llamando al orden en última instancia a esa movilización imaginada a veces como sin objetivos, simplemente porque muchos aún no se “canalizan” legiblemente.

 

No hay aún “normalidad” en Chile. ¿Pero qué es la normalidad? Ayer en la Marcha del orgullo resonaban las palabras que el activista Nicolás Cuello había encendido en Facebook: “La normalidad es el fin de la historia ¡pero el tiempo de nuestra libertad recién comienza!”