Un Gauchito Gil                  6 puntos

Argentina, 2019.

Dirección: Joaquín Pedretti.

Guion: Milton Roses y J. Pedretti.

Duración: 72 minutos.

Intérpretes: Celso Franco, Jorge Román, Cristian Salguero, Horacio Fernández.

Estreno en el Incaa-Gaumont.

No son del todo río (o laguna) ni del todo islote. El agua corre por ellos con la lentitud de un tapir agonizante. En algunos sectores la vegetación es selvática, y la abundancia de especies vegetales y animales confirma que la civilización no se ha aventurado mucho por allí. Suerte de geografía olvidada, como de otra parte, los esteros del Iberá (Yverá, en guaraní) son una zona entre la vigilia y el sueño. Es esa frontera la que el realizador correntino Joaquín Pedretti explora en su primer largometraje, mayormente en blanco y negro, aunque en un breve tramo aparece el color.

Las primeras imágenes parecen las de un mareo o una fiebre: sobreimpresiones, cortes en seco, algún leve movimiento de cámara. Tal vez lo sean, ya que el que aparece enseguida es Héctor, un muchacho debilitado, enfermizo (Celso Franco, el chico de 7 cajas). No tarda en cruzarse con un paisano llamado Cruz Quiroz (Jorge Román, de El bonaerense y la reciente serie Monzón), que insiste en llamarlo Antonio, nombre de pila del Gauchito Gil, el santo del culto popular. De hecho, unas escenas más adelante Héctor aparece con vincha roja y pañuelo al cuello del mismo color, tal como quedó eternizado el santo. ¿Signo o casualidad? Héctor busca a un niño al que tenía que cuidar y extravió. Un par de cuchilleros (Cristian Salguero y Horacio Fernández) andan detrás de él, para cobrarse una cuenta. Y Quiroz está obsesionado con cuarenta cabezas de ganado, robadas por unos matreros. Todo eso es lo que se juega entre altos pastizales, lianas y camalotes, y la puesta en escena transmite bien la sensación de encierro.

Pedretti usa lo narrativo como soporte para esa atmósfera onírica en la que está empeñado, y que va progresando a medida que los individuos se adentran en la selva. Quiroz lleva a Héctor/Antonio en bote, a través de una laguna tan poblada de vegetación que parece una gigantesca sopa de caracol. De pronto, en medio de la noche y a la intemperie, se escuchan gruñidos de animal. ¿Qué animal? A propósito: habida cuenta de la abundancia de carpinchos, ciervos, lobitos de río, yacarés, serpientes de gran tamaño y etcétera, bien se podía haber gestionado aunque más no fuera un ejemplar de alguna de esas especies, como forma de agudizar la sensación de extrañeza que se busca. Como la llama de Zama, o el avestruz de El fantasma de la libertad. En lugar de eso, Quiroz lleva a Héctor al campamento de las Hijas de la Alquimia, suerte de brujas o vaya a saber, que celebran ceremonias en las que se fuma algo. Y a la mañana siguiente uno puede despertar con ellas.

Quiroz recita un poema lírico que alude a ciertas magias naturales, y que no carece de grandilocuencia. Para entender el ritual del final será necesario haber leído algún tratado sobre mitos y ritos de la zona. Eso permitiría saber, de paso, que Cruz Quiroz supo ser un gaucho renombrado. Con lo cual parecería querer aludirse a alguna forma de duplicación, simulación, repetición o encarnación (el desconocido y Antonio, suplantando a Quiroz y Gil), pero toda posible intención en ese sentido queda presa del hermetismo.