El presidente que ganó las últimas elecciones en Bolivia fue obligado a renunciar por el poder militar. Las fuerzas de seguridad reprimen las movilizaciones opositoras. Se cuentan muertos por decenas. Hay exorcismos y conjuros y una presidenta designada por las mismas fuerzas militares. La OEA fue parte de la movida desestabilizadora. ¿Por qué hay dudas en nombrar lo ocurrido como golpe de Estado? ¿De qué modos se construye una culpabilidad del presidente derrocado, en cuya impericia radicaría la propia condena a la destitución? La situación es extraña pero tiene antecedentes en el modo en que voces progresistas evitaron señalar el carácter golpista del proceso contra Dilma en Brasil. Un fantasma recorre el mundo: el de una fidelidad a los embates contra las instituciones porque ellos serían parte de las desobediencias, aun cuando esas desobediencias despejen sus ambivalencias siempre en el mismo sentido, dando el poder a las derechas más brutales. Seguro que las feministas que no condenan el golpe en Bolivia y quienes se negaban a defender a Rousseff contra la embestida destituyente no son Camacho ni Bolsonaro, y no es interesante para profundizar las discusiones políticas señalar una asociación que no es tal.

Sí es necesario señalar que no solo hay desobediencia en las movilizaciones contra los gobiernos. Dentro de los gobiernos populares, de sus cuadros parlamentarios, de las militancias que apoyan, hay prácticas transformadoras, apuestas a la emancipación, esfuerzos cotidianos para forjar una sociedad nueva, rebeldías contra los poderes tradicionales, insumisión contra las jerarquías. No ver la proliferación de esos esfuerzos en el proceso boliviano, y reducirlo a una estrategia de gestión del capital, es un acto de ceguera voluntaria. Frente a la compleja construcción de gobernabilidad, se le responde con un maniqueísmo anti estatalista que valora positivamente todo lo que se moviliza contra el Estado, aún en su notable ambivalencia. Lo extraño es que a ese maniqueísmo se le llama complejidad a la hora de considerar que se puede no tomar posición. Si pensamos, por el contrario, que hay fuerzas populares dentro de las experiencias de gobierno –y que pueden estar en tensión o contradicción con otras zonas de los mismos gobiernos-, y que hay también distintos rostros dentro de los sectores que se movilizan críticamente, lo que se abre es la construcción de alianzas estratégicas. Como toda alianza estratégica tiene que definir lo que queda por afuera. ¿No sería esa derecha fundamentalista, reaccionaria y violenta, la de los militares y los exorcismos, el afuera evidente? ¿No es el golpe de Estado lo que reclama el trazo definitorio y contra él la construcción de alianzas?

Cualquier discusión es posible y nunca es interesante privar a la escena política de las intervenciones críticas (se hace política también disputando las interpretaciones y yendo más allá de los consensos obvios), pero hay un trazo imprescindible y es la condena al poder militar. ¿No seguimos doliéndonos por el Borges que pensó a Videla como un caballero porque estaba harto del desgobierno de Isabel y la violencia creciente, y su antiperonismo pudo más que su humanismo? Seguimos con dolor porque no hay “pero” que valga para evitar la condena de la barbarie asesina. No hay equivalencia posible que permita enunciar Ni Camacho ni Evo. Porque esa supuesta imposibilidad de elegir se basa en la abstracción rotunda de las diferencias y del campo de fuerzas históricas que se expresan en cada uno de esos nombres. Complejizar la comprensión de nuestros procesos políticos populares no implica privarnos de asumir decisiones ético políticas claras, por el contrario esa complejidad (que implica consideración de las múltiples napas históricas, de las fragmentaciones de las clases, de la superposición entre las jerarquías raciales, clasistas, de género) es el sustrato definitorio de la asunción ética.

 

No se abona un proceso popular olvidando la crítica, no se trata de pedir silencio ni procurar que las querellas se atenúen cuando está en juego la vida en común. Los feminismos ponemos en juego, a la vez, la cuestión de la reproducción de la vida (lo que implica discusión sobre los modelos de desarrollo, sobre la gestión de la naturaleza, sobre los derechos sexuales y reproductivos, sobre la economía y la salud) y la desobediencia frente a los mandatos. Si frente a la gobernabilidad neoliberal la contraposición es clara, también hay puntos de conflicto con las políticas llevadas adelante por gobiernos populares. Advertir esas tensiones no para acallarlas, sino para pensar que es en la elaboración lúcida de las diferencias, en el reconocimiento de la voz disidente, en que se pueden forjar políticas emancipatorias. Los feminismos no son su caricatura, no son el aplanamiento de las múltiples contradicciones y conflictos a la denuncia de machismo por doquier, sino que despliegan un profundísimo proceso de comprensión y de disputa. No afuera de los movimientos populares, sino dentro y en relación con ellos. Que nuestra desesperación ante la violencia asesina de las clases dominantes en Bolivia y en Chile, sea acompañada por el más lúcido esfuerzo y la perseverante imaginación política.