“En medio de la crisis, con esa sensación de época de que todo se deshacía, me dije que estaba bueno volver a la calle”. En el estudio de trabajo en su pehache de Palermo, Rafael Calviño rebobina las memorias con las cámaras, las búsquedas, el oficio de fotógrafo. En sus manos tiene el ejemplar número setenta y siete de su primer libro, que acaba de publicar y se llama así, La calle – 2001 / 2004, y cada tanto, para apuntalar o detallar acerca de lo que va contando en esta tarde de fines del macrismo, ubica en sus páginas alguna de las fotos que sacó en aquellos años. Y ahí entonces el viaje a velocidad de la luz hasta allá, a lo que como él dice se deshacía, las imágenes en blanco y negro que reúnen lo preciso, lo impreciso, lo poético, lo que está todavía más allá de cada foto en sí. Una mujer y tres hombres que despliegan una gran bandera argentina en Diagonal Norte y San Martín y un cartucho de gas lacrimógeno que acaba de ingresar al cuadro, la estela humeante entre los manifestantes y el fotógrafo en la mañana de aquel 20 de diciembre fatídico; en el Microcentro porteño, la vidriera de un banco tapiada para resguardarse de los ahorristas furiosos, y ante ella una madre que camina solitaria y carga un bebé al que le besa una manito; dos chicos que duermen en la acera, malamente tapados con una frazada y contra el cordón de la vereda, y ahí un tacho de McDonalds, una alcantarilla, unas huellas de pies pintadas en blanco sobre el asfalto, la palabra “pasos” dentro de cada huella, y sobre la última los pies desnudos de uno de esos pibes desguarnecidos. “Era muy angustiante –dice Calviño, y acerca un mate-. Con la ciudad desarmándose, la desocupación, el hambre, después de lo que había sido el menemismo y luego la Alianza, era como darse cuenta de que no iba quedando nada”.

El volumen, editado por Plata Negra, contiene treinta y siete fotografías que condensan los signos dramáticos de nuestra penúltima vorágine. Cada crisis ha tenido su contexto y sus particularidades, pero conforman una serie de desbarranques: uno puede irse hasta el bombardeo a la Plaza de Mayo y el golpe contra Perón en 1955 y eslabonar eso con el Rodrigazo y el Proceso, la guerra de Malvinas y la salida de la dictadura, la hiperinflación en el fin del alfonsinismo y el comienzo del menemismo. La formidable recomposición del kirchnerismo fue sucedida por lo que llegó a caracterizarse como “derecha novedosa”, una banda de gerentes y empresarios que desembocan en la crisis del presente, con los novedosos retornos al desempleo, al hambre, al FMI. Desbarranques en masa: de la clase media a la pobreza, de la pobreza a la indigencia. Los pasos que conducen a dormir en la calle. En la portada del libro de Calviño un hombre de la City camina barranca abajo por la calle Perón, a metros de llegar a Alem: es octubre de 2001, la marcha le echa para atrás el sobretodo pero la corbata vuela hacia adelante, paralela al suelo, como si una fuerza invisible tirara de ella. La foto de la contratapa es de junio del 2002 y enfoca en un recorte de la puerta del Banco de Boston, en Florida y Diagonal Norte: un aluvión de reclamos en el que no se distingue una palabra completa y que, a la vez, en la superposición, configura un mensaje muy potente. La edición del libro acentúa lo político, los escenarios materiales y simbólicos de lo financiero en diálogo con la primera foto ya páginas adentro, un busto de la República (¿de bronce?) sobre un pedestal embanderado, detrás de una vidriera en la calle Defensa, en lo que parece un negocio de antigüedades; o en diálogo con la última de las fotos, la fachada desierta de la Casa Rosada al atardecer de aquel 20 de diciembre, con unas mangueras de bomberos que viborean en el frente, entre la calle y el interior.

Era una compulsión que tenía en ese momento, una necesidad de fotografiar –dice Calviño-. Todo el tiempo iba con mi cámara, sacaba en la calle, en el colectivo, en todas partes. Y cada vez que fotografiaba era una foto única, la mayoría de estas son un solo fotograma. Que es muy raro: uno cuando está trabajando va y saca más, busca un ángulo… Estas son más bien un click, algo que ves y ya, una cosa más suelta, algo que encontrás mientras andás por ahí. Pero no es que tuviera algo específico pensado; era una sensación de decir ‘bueno, de esto va a salir algo’. Como si uno escribiera apuntes en un poema, o versos sueltos. En ese momento, además, salvo para ensayos específicos o trabajos de estilo, nadie sacaba fotos en negativo, en blanco y negro, y las copiaba; era una locura que me quedó por haber vivido esa época, haberlo hecho en el trabajo y conservarlo para mí como idea. Hice como quinientas copias, chiquitas, y aunque muchas son una porquería, fue también una especie de autoconocimiento, ver qué había pasado con esas fotos que saqué al pasar, al azar, ese instante callejero, que tiene su estética. En medio de esa crisis yo me decía: ‘Esto es una especie de gusto medio tontón que me doy’. Porque por más que me haya dedicado a ser fotógrafo de prensa y a ser editor profesionalmente, la verdad es que hay un gusto por querer fotografiar. Es más: creo que me dediqué al periodismo porque me dije ‘es una oportunidad de estar en lugares, de sacar fotos…’ Después me profesionalicé, pero en el fondo siempre se conservó eso. Y de ahí surgió esto, del cruce entre el ojo adiestrado que tenía, con cierta rapidez para ver cosas, por el puro gusto de fotografiar, esa búsqueda que es... rara".

EL OFICIO

Y aquí un puñado de referencias a algunas otras fotos del libro, que cifran extraordinariamente aquel tiempo, estas calles: siete caños de plástico que se desintegran al borde de una vereda; una pila de libros desparramados en el suelo ante una pared descascarada en la Biblioteca Nacional; un hombre afligido tras la ventanilla de un tren despintado; las formas de la zozobra y del orden automatizado en los caminantes en el Centro; una cuna de hierro en el Hotel de Inmigrantes; un retrato enmarcado de Menem que sobresale de un conteiner entre otros escombros, perfiles, descartes de conductos de aire acondicionado. “De algún modo la fotografía es esa prohibición del montaje, de la continuidad, de un orden de sentido secuencial –plantea en el prólogo del libro Horacio González, poeta sociólogo, amigo del Rafa-. Bien lo sabe Rafael Calviño: sus figuras ensimismadas circulan entre paredes hostiles, dominadas por la incerteza. Y hay también aquellas escenas que dejan aflorar cierta fuerza alegórica, un perro entre inocentes rejas, el cordón de una avenida central como dormitorio de los desahuciados. Hay una voluntad de crónica, pero nunca al margen de la fuerza inmanente de las imágenes. Contrastes sutiles hundidos en su relato interno. Es una época que se abre sobre la historia. Y cada imagen de esa época que se cierra sobre su grano íntimo de angustia. Para Calviño hay un instante incomunicable, sorprendido en su cualidad irrepetible, algo que nadie vio ni nadie podría ver, sino bajo la forma visual que le otorgó el fotógrafo. Por eso, para Rafael, se es fotógrafo cuando una pequeña migaja que se arrastra y se disuelve en el tiempo queda atrapada para siempre en un único e irrepetible movimiento del ojo. Una crisis es un magno acontecimiento que libera millones de imágenes. Un fotógrafo es quien las rescata de ese flujo anónimo y las deja, puesto que él ha atestiguado, para la interpretación de otros testigos”.

Calviño nació en Buenos Aires el 30 de agosto de 1953. “Mi primer laburo fue de laboratorista en el diario Noticias, desde unos meses antes de la salida hasta que entré en la colimba”, recuerda. Lo mandaron a Covunco, en el centro de Neuquén: “Cuando murió Perón estaba allá, había logrado estar en una oficinita y llegó el famoso radiograma con la noticia –dice-. Ese año, ’74, ya con Isabelita, enseguida cerraron el diario”. En el periódico de Montoneros conoció a Carlos Bosch, a Eduardo Grossman, a Oscar Smoje. Recién hacia el ’77 se cruzó con el fotógrafo César Cichero y pudo entrar a la agencia Sigla, donde hizo sus primeros trabajos como reportero gráfico. “Ahí estaban Grossman, Tito La Penna, Daniel Merle, Guillermo Loiácono –sitúa Calviño-. Era la dictadura y esos fueron nuestros comienzos, nuestro aprendizaje fue así, entre amigos, sin cursos ni nada, a los ponchazos. El oficio. Y empezar a ver los libros. El otro día, en la presentación de este, Merle comentaba sobre la influencia que tuvo en nosotros Robert Frank, sobre todo con el libro Los americanos; a mí me cautivó esa cosa medio desprolija, así, directa. Yo me imaginaba que él había estado vagabundeando, aunque después supe que en realidad viajó por todo el país bancado por una beca. Me sentía más identificado con él que con Cartier Bresson, que era tan perfecto que a mí no me ayudaba a tener ganas de sacar fotos”.

Trabajó para la Editorial Atlántida, cofundó en 1982 la muestra “El Periodismo Gráfico Argentino”, se involucró en la gestión de Argra durante una década. A fines de 1987, mientras trabajaba en Noticias Argentinas, fotografió a un ladero del carapintada Aldo Rico que desde un auto apunta con su revólver hacia la cámara, la cara furiosa del teniente Maguire, el índice en el gatillo, el ojo negro del arma: le dieron el Premio Rey de España a la mejor foto periodística del año. Entre 1989 y 1993 trabajó en este diario: “Fue una experiencia lindísima fotográficamente –dice-. Era buen reportero en ese momento, tenía buen ojo”. Y luego fue editor en las revistas Viva y XXIII: “Y eso, transformarse en editor, fue caer en nuestro propio verso, de decir ‘claro, alguien tiene que ocuparse de esto’”. Después de fricciones varias, en 2001 lo echaron sin indemnizarlo de XXIII. “Y ahí se abrió un agujerito en La Nación, donde estaba Merle, y entré a trabajar como fotógrafo raso –dice-. Para los reporteros está bueno esto de hacer la calle. La idea era cobrar la indemnización en dos o tres años y laburar un poco por mi cuenta, pero nunca me la pagaron; venía pensando que nuestra profesión subsistía, lo que era un error… garrafal”.

Se ríe, Calviño, y convida otro mate. Alrededor, en este cuarto, una biblioteca (de la que va a enseñar una edición vieja de Los Americanos), un póster de Spinetta para una muestra de la Conabip llamada “Los libros de la buena memoria”, la foto del Che con un habano, archivadoras, un negatoscopio, el perfil de Evita en la base de un espejo y en la base de otro el retrato del Corto Maltés: “Mi ídolo total”, dice en torno al legendario aventurero de Hugo Pratt. “Yo hablo mucho de fotografía, pero la verdad es que no soy un teórico de esto –se posiciona Calviño-. El otro día, en una presentación y en el contexto de algunas definiciones, Juan Travnik planteaba que aquella foto del niño muerto en la costa mediterránea generó un impacto generalizado y emotivo, pero que esa foto no explicaba nada de lo que estaba pasando. Y luego, en charla ya más informal, me decía: ‘Tu foto, la del milico apuntándote, también es muy fuerte como imagen de época’. Eso yo siempre lo tuve claro, pero es una lectura de contexto que uno hace: las explicaciones sobre los levantamientos carapintadas están por otros lados, en las lecturas sociopolíticas. Yo me distancio de la idea de la fotografía como arte. La fotografía es la modernidad por autonomasia: el hecho de la reproductividad técnica la marca definitivamente. Después, hay gustos estéticos alrededor de eso, pero lo distancia de cualquier otra creación artística. Es un oficio y una forma de expresión”.

ALGO EN TU CABEZA QUE FUNCIONA

Con esta serie de fotos hizo un corte en 2003 y organizó una primera muestra en el Centro Cultural de la Cooperación a la que llamó “Un año en La Nación”. “Después seguí sacando, pero en el diario aprovecharon que tenía el oficio de editor y de a poco fui haciendo reemplazos y finalmente terminé editando el suplemento de Cultura –cuenta Calviño-. Entonces salía mucho menos”. 

El día del estallido de 2001, de hecho, trabajó como editor, y por eso las fotos que hizo en Plaza de Mayo se corresponden con la previa a la entrada a la redacción –que por entonces estaba ahí cerquita, en calle Bouchard- y con la salida, cuando hizo la foto crepuscular de la Casa de Gobierno vacía. “Hubo una generación de muy buenos fotógrafos que surgió al calor de esos días, porque sintieron lo que era la represión –sitúa-. Nosotros teníamos alguna idea porque habíamos vivido las manifestaciones de fines de la dictadura, así que algo nos resonaba. Y tengo presente eso, de advertirles ‘muchachos, tengan cuidado’. Porque la cosa se desmadró; me acuerdo de haberla visto a la jueza Servini de Cubría en la Plaza, pidiendo informarse sobre lo que pasaba, y ya en ese momento me dije ‘esto va a ser serio’. Y esa generación de fotógrafos, a la que pertenece por ejemplo Enrique García Medina, estuvo ahí, al lado de todos los asesinatos que hubo en ese momento”.

En 2007 armó una gran exposición en el Recoleta, con curaduría de Gabriel Díaz y Adriana Lestido. “Ahora que el libro está impreso, veo con más claridad la diferencia con las muestras –dice-. En este formato está mucho más presente la secuencia de ordenamiento; en la muestra también ponés una foto al lado de la otra, pero esto se acerca mucho más a una narración, dentro de lo poco narrativo que es. La edición tomó su propia coloratura, tiene su implicancia política; las fotos tienen esa cosa poética, y a la vez es cierto que esto, todavía dentro de la cultura y la memoria general que hay de esa época, se lo puede leer políticamente”.

En “Tiempo político, tiempo existencial”, el prólogo del libro, Horacio González se pregunta si las imágenes de un fotógrafo se buscan en sigilo. “¿O son estampas vivas que viven solo de su momento único captado como singularidad confinada en sí misma? –plantea-. Cada imagen suele resistir a ser incluida en una cómoda totalidad. Es celosa de su absoluto destierro, exige que cada una sea vista en su fuerza intrínseca. ¿Qué nos quieren decir entonces?” A Calviño le interesó mucho ese tironeo: “Porque uno siente que cada foto del libro cierra sobre sí misma pero luego, por el artilugio de la secuencia, por aproximación o lo que fuere, entre ellas se potencian o adquieren otros sentidos –concluye-. A pesar de que el libro es finalmente un ensayo, mi actitud en aquellos momentos no era la de un ensayista, me guiaron más bien las ganas de sacar fotos, y no solamente por una cuestión estética; es más bien algo que hay en tu cabeza que funciona, de recuerdos, vivencias, miradas. Y la apropiación a una ciudad que conocés de distintas maneras, por los lugares donde viví, los sitios en los que trabajé, los bares a los que fui. Lo que te marca. Luego sí, me dije ‘bueno, con esta sopa de letras se puede armar algo’. Y fue como la conjunción perfecta de mi manera de fotografiar, de ser fotógrafo”.

El libro La calle: 2001-2004 se consigue en FOLA –Godoy Cruz 2620, CABA-, en Malisia –Diagonal 78 Nº 506, La Plata- o a través del portal www.platanegraediciones.com)