EL CUENTO POR SU AUTOR

Este cuento se me ocurrió tal vez en un andén, en uno o en varios viajes del metro parisino y del subte porteño, particularmente en el antiguo recorrido de la línea E. Fue escrito en un período en el que vivía en Francia pero viajaba bastante a menudo a Buenos Aires. Cuando estaba allá, quería estar acá y cuando estaba acá, quería estar allá. De esa indecisión permanente, de ese deseo de unir dos ciudades separadas por un océano, de ese tormento interior que hoy veo pueril y agotado nació este cuento.

El primer borrador lo leí en el taller de Liliana Heker. Lo primero que me dijeron fue que era un cuento de influencia cortazariana. Qué duda cabe, me digo ahora casi con cierta molestia porque las influencias, como bien dice Harold Bloom, angustian pero son inevitables. Sin embargo, lo curioso es que cuando escribí esta historia ya habían pasado no pocos años de la lectura de Rayuela y de los cuentos de Cortázar a quien empecé a leer de muy joven y quizás por eso con muy poco provecho. Lo cierto es que no tenía su obra en mi cabeza, al menos de manera consciente. Entonces Liliana Heker, con la lucidez que la caracteriza, me dijo: “Lo que pasa es que tu vida se está volviendo cortazariana”. Y tenía razón. Soy consciente que mi planteo puede sonar rimbombante y hasta megalómano. ¡Tener nada más y nada menos que un conflicto cortazariano! Tremenda quijotada que no me animé a vivir y si lo hice fue con muy poca sabiduría. Tampoco era la primera. Ni el propio Cortázar había sido el primero. Entonces si ya está todo dicho y lo único que hacemos es contar nuestra versión, no se trataba de tirar el borrador sino de encontrar, dentro de ese tema patentado por un gran autor reconocido, el propio tema. No es por eso un cuento estrictamente autobiográfico (amigos o familiares reconocen personajes o escenas que sucedieron y seguramente se preguntan por las que inventé), lo que me interesaba era el artificio en sí y no tanto el conflicto psicológico del que, en lo personal, ya estaba algo saturada.

Yo no sé qué decisión tomó esa muchacha. El final del cuento es abierto. De mi vagón puedo decir que se detuvo en Buenos Aires y no es algo que siempre he podido festejar. Los tiempos cambian y uno también. Apenas me acuerdo que soñaba despierta en metros y subtes, pero me gusta la idea de que siempre estarán allí para llevarnos a otro lado.    

DE CHATÊLET A BOLÍVAR

Hacer la combinación en Châtelet-Les Halles justo a la hora en que la gente sale del trabajo no es siempre la mejor idea. Pero ella ya la hizo y sobre las cintas transportadoras no se puede volver atrás. Se queda a la derecha donde se alinean los que no quieren mover más las piernas y se dejan llevar. El hall central, donde convergen y salen muchas líneas, es una especie de hormiguero humano y la única forma de atravesarlo rápido es teniendo el paso firme, decidido, casi altanero.

En el andén de la línea 4 las personas se arriman al borde y, en pocos segundos, llega el metro con la gente comprimida. Para qué esperar otro que estará exactamente igual. Aunque el vagón se descarga un poco, sube con los últimos que entran a presión y consigue un lugarcito. Un hombre de traje con una pequeña valija aterriza en el andén y entra un segundo antes que las puertas se cierren y lo guillotinen. Sólo los franceses tienen esa precisión matemática con las puertas del metro.

Hoy hace mucho frío, tanto que ya no le molesta estar apretujada entre varios hombres que hablan un francés de suburbio que ella apenas entiende. Por las dudas, aprieta la mochila y las carpetas contra su pecho y se dedica a observar la perfecta negrura de un africano con sus palmas desteñidas. A su lado hay una mujer bien vestida que seguro es francesa y otra grandota con aspecto alemán que está mirando con curiosidad su largo pendiente artesanal. Pareciera que nunca vio un aro así. La manija que cierra las puertas es activada por una mano llena de pulseras coloridas y tintineantes. Los que están cerca de la salida bajan para permitir el acceso a los que suben y ella aprovecha para pegarse contra la pared. Suena la alarma y las puertas se cierran violentamente a un centímetro de la cara de un linyera que apesta a alcohol.

A pesar de todo le gusta tomar el metro. Viajar a gran velocidad por debajo del mundo la hace entrar en una dimensión que podría llamar poética. El bamboleo la adormece y, entre los murmullos, reconoce una voz hablando un castellano familiar. No tiene nada de extraño, hay muchos argentinos en París y, en el mismo momento en que lo piensa, siente un calor sofocante. Húmedo. Mientras se afloja la bufanda, busca a los argentinos. Le parece ver una remera con uno de los dibujos de la banda de rock de la que alguna vez había sido fanática. Con esa remera, ella y Santiago habían cantado ese tema que decía: No lo soñé, ¡eeé-eeeeh! los ojos ciegos bien abiertos. El calor es ya insoportable y va a tener que pedir un asiento si no quiere terminar en el suelo. Piensa la frase: S´il vous plaît, j’ai besoin de m’asseoir. Y mentiría: Je suis enceinte. A las embarazadas siempre le dan los asientos. No, no va a pedir un asiento, le da vergüenza y además puede que no la entiendan y sería peor. Ya nadie va a escuchar tu remera, piensa recordando otra canción del grupo. Tiene ganas de ir con los argentinos y hablar su idioma, pero el metro se detiene y las puertas se abren solas. El de la remera y otros dos salen del vagón y ella los sigue con la mirada hasta que, por casualidad, descubre el cartel que dice Boedo. El corazón le da un vuelco. Cómo Boedo, si en la línea 4 no hay ninguna estación con ese nombre. No es sólo el cartel, es la tétrica estación de Boedo. Se abre paso para ir hacia la puerta que se le cierra en la cara. Aplasta la nariz contra el vidrio y la estación va quedando atrás. Putain merde, il fait froid, très froid, está diciendo el borracho. Sin embargo, ella tiene calor o más bien tuvo, ya no hace tanto. Las piernas le tiemblan. Tuvo una visión. Está muy cansada. François de vez en cuando tiene razón: Erés exigenté. ¿Y cómo no ser exigente cuando se trata de recuperar, pero en otra lengua, los dos o tres años de estudios que se pierde al atravesar el Atlántico teniendo que trabajar de cajera en un supermercado? El linyera le pide una moneda. Ella niega con la cabeza, pero su cuerpo todavía no puede desprenderse de la sensación de haber estado en la estación Boedo. Comprobar que la siguiente es Odéon la tranquiliza. No Urquiza como debería suceder si realmente estuviera en la Línea E que va al sur, paredón y después, donde se encontraba con Santiago. Un hombre con un violín y otro con un acordeón tocan algo parecido a una milonga. ¿Y este quién es?, ¿el pianista?, le había dicho Santiago con una suave sonrisa irónica mirando la foto de la famosa plaza de la Contraescarpe donde estaba François tomándola de la cintura. Ah, el pianista, el personaje del libro de francés de la escuela. Je m´appelle Jean Nassau, je suis pianiste et j´habite en face de la place de la Contraescarpe. Eran las primeras líneas del libro y también las únicas que habían aprendido en la clase de francés. Cómo ella no iba a acordarse si en los exámenes se macheteaban las conjugaciones o ponían el libro abajo del banco y la profesora nunca se daba cuenta. Qué risa. Hasta que ella dijo Me voy o, más bien, me vuelvo a ir. No había nada que explicar. François no era ningún personaje y entre ella y Santiago ya no había más que una amistad como la que habían tenido en la escuela, antes de estar de novios, allí donde también por primera vez miraron las diapositivas de una ciudad que se llamaba París y que algún día visitarían juntos. El músico le acerca su gorra, ella busca un franco y lo tira adentro. Gracias, dice el músico. Ella no se da cuenta del gracias y sí del franco plateado perdido en el dorado de los centavos argentinos. ¿Realmente acaba de ver centavos argentinos o se está volviendo folle? En menos de dos años no se puede olvidar ni de cómo es una moneda y lo que acaba de ver, lo sabe bien, eran centavos argentinos. El vagón se va deteniendo. Cerca de la puerta una señora gorda, toda primaveralmente vestida, se levanta del asiento. La banqueta no se levanta porque, acaba de descubrirlo, es una banqueta de madera clara como - le cuesta admitirlo- las de la línea E. Mira el cartel del itinerario arriba de la puerta: Plaza de los Virreyes, Varela, Medalla Milagrosa. Cierra los ojos. Ahora va a abrirlos y se va a encontrar con la estación Saint-Germain des-Prés y todo volverá a su normalidad. Leer Jujuy la deja más perpleja que cuando leyó Boedo. No, esto no puede estar pasándole, es una mala jugada de su cabeza y lo que tiene que hacer es tranquilizarse. Respirar hondo y exhalar despacio. C´est pas drôle, le dirá François cuando ella se lo cuente. Se acerca a una ventanilla. Claro que no es gracioso, pero qué va a hacer si la estación Jujuy está allí con sus azulejos verde agua y esos grandes cuadros de cerámica donde hay naranjos, campesinos trabajando y una misteriosa tropa que acaso represente el éxodo jujeño o vaya a saber qué. Va a desmayarse si no se sienta. Allí donde estaba la señora gorda está libre. La transpiración le corre por la espalda. El guarda da el silbatazo, las puertas se cierran y se queda con la mirada perdida. No quiere mirar afuera, esa estación no es la realidad.

El metro está ahora un poco más vacío y al fin entra un poco de aire. Sólo faltan unas estaciones. Mejor pensar en François. Deberá estar haciendo la cola en la panadería de la esquina. ¿No es acaso el momento más agradable del día cuando él la ve llegar y ella hiela sus labios con el frío de la calle? Dos copas de Kir de cassis bien dulces para recalentarse y a mirar el noticiero de TF1, la Météo que siempre anuncia lluvias, neblinas, grados bajo cero. Ella suele pensar que a esa hora en Buenos Aires todavía es de día y que un sol radiante reina en el patio de la casa de sus padres, tan colorido y lleno de flores. Ça va? suele decirle François cuando ella se queda así, ausente. Quizás tanta vie en rose no sea para ella. El metro se va deteniendo en Saint-Sulpice. Una señora, con una elegancia un poco pasada de moda, sube con un perrito que lleva un tapado escocés y se sienta delante de ella. Lo llama Mimí al perrito. Tal vez sea la propia Mimí Pinson, la purreta del barrio latino que se escapó de una historia de Musset y se metió en un tango para enamorarse de un argentino. Yo sé de estas historias, ma chérie, parece decirle Mimí Pinson con la mirada mientras acaricia al perrito en su falda, y una vez que uno arma su propia familia, ya no hay retorno. Ella podría responderle que ya tiene una familia, está en Buenos Aires y no necesita otra. Pero ella también está en Buenos Aires, Mimí Pinson. No, se está confundiendo de tango, ésa es Madame Ivonne. No es bueno estar lejos de la familia. Si lo sabrá. Pero eso no lo dijo Madame Ivonne ni Mimí Pinson sino su propia madre que nunca quiso entender por qué, recién llegada, partía de nuevo. Para estudiar y trabajar durante trece o catorce meses, decía a sus tías y primos. La palabra año ya es muy fuerte y ni que hablar de un nombre propio difícil de recordar, François, para unos una foto, para otros un personaje y un viento que corre muy fuerte como había dicho Santiago en el barcito del sur, iluminado de a ratos por los faros de los autos que pasaban esa noche en que hubo un corte de luz que duró hasta las tres de la mañana. Fue estúpido hacerle recodar ese corte de luz en una carta: “Esas cosas acá no pasan, todo parece estar tan bien que es aburrido e idiota como un cuadro naïf. Pero una se acostumbra, qué más da leer Clarín o Le Monde, comprar una baguette o una flautita, pasear por los bosques de Palermo o el Buttes-Chaumont”. Fue darle la letra para que él, en otra carta, dijera: “Es así, qué más da una cosa que otra, una persona que otra, está claro que nada ni nadie es imprescindible”. No era eso lo que ella había querido decirle, pero entonces qué sentido tenía aclararlo si era evidente que ya nunca más iban a volver a escribirse.

El vagón va deteniéndose y el corazón vuelve a latirle más rápido. Si las dos líneas - la 4 y la E- se están alternando, eso significa que la próxima, ya lo está viendo, es Entre Ríos. Se tapa la cara. Lo sabía. El ambiente es sofocante de nuevo y el vagón se llena otra vez de porteños. Está empezando a aceptarlo o más bien a disfrutarlo. Por qué no. No todos los días tendrá la suerte de pasar unos segundos por las estaciones de la línea E o, lo que es lo mismo, la suerte de viajar por debajo de Buenos Aires. ¿Realmente estará Buenos Aires arriba? Sólo tiene que ponerse de pie y salir. ¿Quién se lo impide?, ¿el miedo a que la realidad se desencante? La tentación es poderosa y mientras se imagina saliendo del metro, también piensa en François que a su vez estará saliendo de la panadería, comiendo la punta de la baguette como hace siempre. La vida sin François, sin su sonrisa, sin sus miles de atenciones y sin su presencia silenciosa le es inimaginable, pero no imposible. Exactamente como lo que está viviendo: inimaginable hacía diez minutos, pero ahora posible y real. ¿Por qué tuvo que enamorarse de alguien que vive en la otra punta del mundo?, ¿cuán auténtico era su amor? Porque con Santiago había sido una idea, la idea de tener un primer novio, como todas sus amigas, para caminar de la mano y besarse en las plazas, una idea que terminó en una tarde de verano en la que ella y Santiago, tomando mate bajo la enredadera de su madre, se miraron aburridos sin saber qué decirse.

El guardia da el silbatazo, las puertas se cierran y el vagón se pone en marcha. Debe prestar mucha atención para poder comprender cómo se produce la mutación. Mira el piso. Ya no es el piso de goma de la línea E. Mira el cartel del itinerario. Tampoco. Las personas. Tiene que retener la cara de las personas. Ya está Mimí Pinson con su perrito, pero al lado todavía hay un muchacho con la remera de Racing. Hay una mezcla que poco a poco se va uniformando. Sin bajar la mirada de la gente, lleva una mano al asiento para comprobar el cambio de tapizado y ya perdió de vista al muchacho de Racing o, más bien, ya desapareció y en su lugar hay dos japonesas o chinas, cada una con una gran cámara fotográfica. Pareciera que las cosas cambian con sólo dejar de mirarlas y es exactamente como estar lejos y no ver al otro, porque entonces el otro puede desaparecer en el olvido. No, se niega a verlo de ese modo, no son los otros los que aparecen y desaparecen - las dos líneas existen al mismo tiempo, una a las seis de la tarde en un París helado, otra a la dos de la tarde en un Buenos Aires húmedo- sino nadie más que ella la que está en una y luego en otra porque hasta ese día no ha creído un solo instante en su partida. Qué hacer entonces. Debería bajarse en la próxima estación que, ya la ve llegar, es Montparnasse Bienvenüe pero si sale, habrá perdido una vez más la posibilidad de volver. La verdad es que se le va a hacer muy tarde y cómo explicarle a François que se le hizo tarde porque quiso dar una vuelta por Buenos Aires. No se lo dirá a nadie. Pero, pensándolo bien, si sale a Buenos Aires y va a la casa de sus padres después de casi dos años y sin avisar, algo también va a tener qué decir. Con la mente en blanco sale del metro, pero una vez en el andén, se detiene sin saber qué hacer, interrumpiendo el paso entre la gente que baja y la que sube. La alarma suena y cuando las puertas se empiezan a cerrar, da el salto y entra cayendo sobre un hombre de aspecto moruno. Pardon, le dice. Entonces se da cuenta, el salto francés al metro no es una hazaña peligrosa, es un vértigo maravilloso. No hay que pensarlo, hay que hacerlo. No pensar en François, no pensar en nada. Espera con ansiedad el cambio, pero su mente ya está en Buenos Aires.

Los carteles color fucsia de la estación Independencia y sus conexiones con las otras líneas no la tientan. El moro es ahora un morocho con aire provinciano que la mira mientras ella se saca el abrigo, la bufanda, el pulóver como quien, en un ataque de locura, se desnuda para lanzarse al mar. Un nuevo frío recorre su espalda. No es tanto el frío de París que empieza de nuevo sino el hecho de darse cuenta de que su juego no podrá durar mucho más. Si después de Raspail, en Buenos Aires sólo le queda la terminal Bolívar, lo más probable es que el metro siga su curso normal hasta la Porte d´Orleáns. No puede correr el riesgo de no poder volver. Pero de no poder volver a dónde. Vous descendez?, le preguntan. Es ahora o nunca. Sólo puede decir: No sé. El francés la mira extrañado y se baja. Se vuelve a sentar. Ya está muy cansada, pero qué ganas de salir por la Catedral y sentarse en el banco donde, unas horas antes de partir, se despidió de Santiago. El vagón va reduciendo la velocidad a medida que se acerca a la terminal. Se pone de pie. La estación Bolívar sigue siendo sombría y ese día está llena de gente con pancartas. Quiere salir, pero no puede y se desploma, resignada. ¿Y si el vagón se pone en marcha y reaparece en París?, ¿qué va a pasar ahora? Ya no lo sabe. Ya no importa. Que esa realidad decida por ella. Sí, que decida por ella. El vagón queda completamente vacío y el conductor sale de su cabina: Eh, usted, ¿piensa quedarse a vivir acá? Ella no responde. Sólo espera que el vagón vuelva a ponerse en movimiento.