En los últimos años asistimos en la región de América Latina y el Caribe a un ciclo revisionista que combina la negación y el cuestionamiento a la magnitud de las graves violaciones a los derechos humanos cometidas por el Estado en el pasado reciente, la relativización del número de víctimas, la reivindicación de los pasados autoritarios, la descalificación de las instituciones de la justicia transicional, el intento de instalar el relativismo desde el propio sistema educativo y/o la instauración de dispositivos de formación cívico-militares.

Es un aspecto de la respuesta continental a un ciclo progresista que, entre otras variables de orden político, económico y social, se caracterizó también por el establecimiento de un régimen de memoria basado en el reconocimiento de las responsablidades estatales respecto de las violencias del pasado, y en el ofrecimiento de memoria, verdad, justicia y reparación a las víctimas y a las sociedades en su conjunto. Aunque de modo desigual y no simultáneo, prácticamente todos los países de nuestra region llegaron a avanzar en esta línea, y un número muy significativo de experiencias de memoria se desarrollaron al amparo de este clima favorable, o como forma última de resistencia a la intemperie.

Mientras la responsabilidad estatal en asegurar los derechos a la verdad, la reparación, la justicia y las garantías de no repetición se encontraba estipulada de modo muy concreto y taxativo, en materia de memoria, en cambio, no existían definiciones precisas sobre cuáles son las responsabilidades y límites del Estado en su rol de facilitador y garante de la memoria colectiva. Son pocos los países de nuestra región que cuentan hoy con políticas públicas de memoria.

Desde la Red de Sitios de Memoria Latinoamericanos y Caribeños, que reúne más de un centenar de espacios de memoria de 12 países de la región, propusimos a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos la construcción de principios o estándares de memoria a nivel regional que, respetando las prácticas y culturas de las diversas comunidades, permitiera proteger el significativo desarrollo de experiencias de memoria que albergamos en nuestros territorios, dando herramientas para la defensa de la autonomía y estableciendo al mismo tiempo responsabilidades estatales en esta materia. Lo hicimos en un momento de peligro: luego de denunciar en varias oportunidades ante la Unidad y luego la Relatoria de Memoria, Verdad y Justicia de la CIDH ataques a sitios de memoria, amenazas a sus trabajadores, desfinanciamiento o desmantelamiento de instituciones existentes, proliferación de discursos intolerantes y antidemocráticos junto con narrativas anti-derechos, e intervenciones estatales que resultaban reñidas con la construcción de una verdad colectiva y con el sentido de reparación que necesitan las víctimas y la sociedad en general.

Agradecemos el trabajo de la CIDH y valoramos especialmente el carácter participativo y plural que tuvo el proceso de construcción de los Principios de Memoria para las Américas. Consideramos su aprobación como una suerte de estrategia contracíclica destinada a proteger la producción social de memoria y a ofrecer nuevos recursos para reclamar y regular la intervención de los Estados en esta materia.

Entendemos que en un momento crucial para la región, con nuevos procesos de excepción, remilitarización de las sociedades e intervenciones represivas orientadas al escarmiento colectivo, las experiencias de memoria en nuestra region están jugando un rol clave en la construcción de paz en los territorios, en la elaboración y transmisión de conciencia colectiva, en la dignificación de las víctimas, en la resistencia a los retornos autoritarios y en la exigencia del reconocimiento y la responsabilidad estatal por las graves violaciones a los derechos humanos ocurridas en el pasado y en el presente.

(*) Directora de la alianza de organismos de derechos humanos Memoria Abierta.