Pocos minutos después de que comenzó a circular la noticia las redes se llenaron de emojis de caras con ojitos de corazón. No es para menos: Netflix anunció que los largometrajes producidos por el legendario Studio Ghibli, la prestigiosa casa de animación japonesa, irán llegando a la plataforma en tandas durante los próximos tres meses. Veintiún títulos en total, lanzados en su país natal a lo largo de las últimas tres décadas y media, entre ellas todas las películas dirigidas por el maestro del cine de animación y del cine a secas (además de socio fundador de la compañía en 1985), Hayao Miyazaki. Teniendo en cuenta que los films más antiguos –producidos originalmente mediante métodos animados tradicionales y en formato fílmico– han sido recientemente restaurados, es de esperar que las copias que el gigante del streaming ponga a disposición de los usuarios serán de una calidad más que óptima. Además del plus de poder escucharlas en su idioma original con subtítulos en español. Los primeros siete títulos (serán tres oleadas en total) llegarán en días apenas, el 1° de febrero, con clásicos indiscutibles como Mi vecino Totoro y Porco Rosso, además del tercer largometraje de Miyazaki, El castillo en el cielo, y películas de otros realizadores que forman o formaron parte de los estudios.

Al momento de firmar el acta fundacional de Ghibli, la trayectoria de Miyazaki-san tenía más de veinte años de historia. Nacido en el barrio tokiota de Bunkyo en 1941, pocos meses antes del ingreso de Japón en la Segunda Guerra Mundial –elemento que ocuparía el centro narrativo de su última película a la fecha, Se levanta el viento, de 2013–, el joven entusiasta del manga y el animé consiguió a los veintidós años un empleo en el departamento de animación de los estudios cinematográficos Toei, uno de los cinco más importantes del país. 

Su rol allí es todo un pilar de los escalones más bajos, pero no por ello menos importantes, de la industria: artista de in-betweening, los encargados de diseñar y proveer los cuadros intermedios que luego irán ubicados entre los extremos dibujados por los animadores principales. Ya para finales de los años sesenta y comienzos de los setenta, su importancia como dibujante de bocetos, diseñador de guiones gráficos y animador de secuencias específicas lo habían convertido en un empleado de fierro de la compañía, participando en títulos esenciales de aquellos tiempos como la adaptación animada de El gato con botas, de Kimio Yabuki, estrenada en la Argentina en 1971, dos años después de su lanzamiento nipón. 

La década del 70 sería de frenética actividad: luego de abandonar las filas de Toei, Miyazaki participó de decenas de proyectos televisivos de alcance internacional como artista de los estudios Nippon Animation, especializados en adaptar clásicos literarios occidentales. Allí formaría parte esencial de la creación, como diseñador y continuista, de dos mega éxitos mundiales, particularmente populares en nuestro país, aunque conocidos por aquí años después de su producción original: Heidi y Marco – De los Apeninos a los Andes.

Antes de fundar Studio Ghibli junto a Isao Takahata (el director de la extraordinaria La tumba de las luciérnagas) y los productores Toshio Suzuki y Yasuyoshi Tokuma, Miyazaki debutó como realizador de largometrajes con Lupin III: El castillo de Cagliostro (1979), secuela por encargo que logró transformar en objeto animado personal, seguida por Nausicaä del Valle del Viento (1984), adaptación de una porción de su propio manga y confirmación del talento del cineasta en ciernes. El año siguiente y ya con la nueva compañía en movimiento, comenzaría la preproducción de la primera oferta ghiblinesca, El castillo en el cielo (1986), uno de los siete títulos que podrán comenzar a verse en la plataforma de streaming dentro de algunos días. Tomando prestado el nombre de la isla voladora de Los viajes de Gulliver, Laputa (Lapuntu en las copias dobladas al español, no sea cosa que los chicos repitan), la película construye un universo visual tan complejo como ensoñado. Si en Nausicaä era posible asistir al nacimiento concreto de una poética propia ligada a los trazos, formas y ritmos de la animación, en El castillo… los estilemas del realismo animado están siempre tomados de la mano de la posibilidad de la fantasía más absoluta. Sería, sin embargo, su siguiente obra la que terminaría cimentando su nombre como el de uno de los maestros del cine japonés moderno.

Mucho más “infantil” que sus proyectos de largometraje previos, Mi vecino Totoro es el primer modelo rotundo de la compleja y bella capacidad de destilación de fondo y forma inherentes a su cine. La historia de las hermanitas Satsuki y Mei y el descubrimiento de los pequeños susuwatari del bosque (y su colega gigante Totoro) es un ejemplo acabado de sincretismo cultural y religioso como así también de tradición y modernidad, transformado por el arte de Miyazaki en un cuento universal, que puede ser disfrutado por espectadores de cualquier edad. “¿Uno es diferente a los dieciocho y a los sesenta años? Creo que uno sigue siendo el mismo”, declaró alguna vez el realizador, que con esta película logró crear –posiblemente, sin intenciones explícitas en ese sentido– un personaje ideal para ser transformado en objeto de peluche, entre otras armas del merchandising. 

A pesar del enorme éxito de Totoro en Japón y otros mercados asiáticos –además de la devoción en todo el mundo de los fans del animé–, el reconocimiento internacional y masivo de su obra tardaría otra década en llegar. Pero fue sin dudas un punto de inflexión para Ghibli, que transformaría al amado espíritu peludo en la mascota oficial de su logo. La compañía se enfrentaba a un desafío: aprovechar el estupendo recibimiento del film y comenzar a pensar en secuelas, posibles spinoffs y repeticiones de fórmula o continuar en la senda del desarrollo creativo libre, en busca de algo novedoso, nunca antes visto.

Analizado de manera retrospectiva, otra sería la historia si los directivos hubieran puesto en marcha un “Totoro 2” u otra película con temática similar. Studio Ghibli ofrecería a continuación, con diferencia de apenas algunos meses, La tumba de las luciérnagas, primera película para la compañía de Isao Takahata, basada en las memorias, en forma de cuento, del escritor Akiyuki Nosaka. De temática más adulta que su compañera de pantalla ese mismo año, la película sigue a otra pareja de hermanos, sobrevivientes en una ciudad de Kobe asediada por los bombardeos y la falta de alimentos, durante los años de la Segunda Guerra. 

A pesar de que, a simple vista y por puro prejuicio, muchos espectadores no se acercarían a verla por tratarse de “simples dibujitos”, la película de Tanahata es uno de los grandes clásicos modernos del cine antibélico, una película con un corazón enorme que nunca se abandona a las trampas caza bobos de la sensiblería al por mayor. Es una verdadera pena que la película no forme parte del “paquete” adquirido por Netflix, aunque las razones hay que buscarlas en los derechos del film, que sólo son propiedad de Ghibli para el territorio japonés. A cambio, la plataforma incorporará Nausicaä, producción pre-Ghibli pero cuya propiedad intelectual fue adquirida posteriormente por la empresa.

Las otras películas de esta primera tanda incluyen Kiki’s Delivery Service (que podrá verse en Netflix con el título Kiki: Entregas a domicilio) y Porco Rosso, ambas de Miyazaki. Esta última es otra de las grandes obras del realizador, un film que cruza la fantasía aventurera para adolescentes con la fascinación por los vuelos y los aviones, que el realizador mamó desde muy chico: su padre era fabricante de timones para aviones de combate. En el film, sin embargo, el conflicto es la “Gran Guerra del 14” y su protagonista un piloto italiano que, por esas razones de la magia de la animación, queda convertido en un cerdo antropomórfico. 

Que en el origen de Porco Rosso haya un proyecto de film semi institucional para Japan Airlines es algo puramente anecdótico: se trata de otra historia personal habitada por la enorme creatividad y belleza del cine de Miyazaki. Recuerdos del ayer (1991), de Takahata, Puedo escuchar el mar (1993) –dirigida por Tomomi Mochizuki y la única producción Ghibli pensada directamente para la televisión– y la más reciente Cuentos de Terramar (2006), de Goro Miyazaki, hijo de Hayao, completan la oferta de febrero del desembarco de Ghibli en Netflix. En marzo y abril llegarán las catorce películas restantes, incluida esa obra maestra llamada El viaje de Chihiro.

No se va, Hayao no se va

 

El anuncio oficial llegó hace siete años: Se levanta el viento sería la última película dirigida por Hayao Miyazaki. La novedad sorprendió a varios y entristeció a muchos más. Luego del estreno de la película en el Festival de Venecia más de una reseña halló, en su tono realista y en el componente marcadamente autobiográfico, un acto conscientemente testamentario. Una despedida como creador que dejaba como regalo final un broche emotivo e intenso. Por suerte, a veces, a las palabras también se las lleva el viento: a mediados de 2017 Studio Ghibli anunció que su socio fundador más famoso regresaba a las oficinas y al estudio de dibujo para enfrentar el desafío de llevar a la pantalla su doceavo largometraje, una adaptación de la novela Kimitachi wa dou ikiru ka?, de Genzaburo Yoshino, publicada originalmente en 1937, cuya traducción posible el español es ¿Cómo viven? La historia, según la sinopsis oficial, seguirá el día a día de “un adolescente y la relación con su tío y algunos de sus amigos” y promete ser una nueva incursión en el típico relato de crecimiento. Si bien la fecha de estreno original permitía imaginar un lanzamiento coincidente con los Juegos Olímpicos 2020, que esta año se llevarán a cabo nuevamente en Tokio, los retrasos de producción pueden hacer que la película se conozca finalmente varios meses más tarde. Sea como sea y cuando sea, lo cierto es que el realizador japonés, que hace algunas semanas cumplió 79 años, estará de regreso en la pantalla, haciendo lo que mejor sabe hacer.