La palabra se le escapa como cada herida que su alma de mazorquera quiere darle al enemigo. Encarnación desea ir a pelear, vestirse de hombre y estar allí, con su amado en la misma guerra. Sabe que la batalla también se da con la lengua, con la cabeza maldita de la mujer estratega, con esa inteligencia que nunca quiso apagar y que Juan Manuel de Rosas, su marido, el hombre que ama, descifra para tenerla de aliada como si hacer política fuera, entre ellxs, otra apariencia del amor.

A la distancia Encarnación Ezcurra entiende que pensar la política, desconfiar de Balcarce y de los federales tibios, encontrar el lazo que quiere llevar a la muerte a su amor, es un modo de estar juntxs. Pero ella es una mujer política, no se encauza su destreza en las conversaciones con las doñas, las usa para escuchar y enterarse. Junto a Rosas supieron acercarse a los pardos, fueron populistas en el siglo XIX, adelantadxs que veían cómo la política debía construirse entre los liderazgos y el vínculo afectuoso con lxs más débiles.

En ese lengua que construye Encarnación entre la escritura de las cartas y lás ordenes para preparar la Revolución de los Restauradores, Lorena Vega encuentra una voz que la lleva a una reflexión tan íntima como poética, para después lanzarla a un terreno espontáneo donde los comentarios sobre la mujer de Balcarce o sobre la china que debe que servirla, parecen buscar cierta cercanía con el público. Es en esos cortes, en esa oscilación entre un tiempo propio del monólogo confesional, que sin respiro va hacia una acción concreta donde el presente parece una fuerza que se apropia de la escena, es que la obra encuentra en el trabajo de Vega otro nivel de narración que va más allá de la historia que Cristina Escofet construye como una serie de piezas, una estructura agitada por las mismas complicaciones de la política que es discontinua, que le escapa a la linealidad y que permite ese dinamismo feroz dentro de una obra histórica.
La sensualidad entra como parte de la misma maraña política. Es allí donde Vega le da al conflicto una ráfaga de acciones simultáneas que no pueden detenerse. La mujer que ama, que extraña el cuerpo de su marido, que piensa en las chinitas que hacen fila en los campamentos y que también se deshace contando un sueño donde el sexo descarnado y fantasioso es parte del dolor por no tenerlo, continúa esa pasión en la política como la marca de su propia singularidad impensada. Entonces en la dramaturgia y en la actuación lo femenino se muestra como un modo de ser que no puede ni quiere contenerse. La principal estratega del rosismo, la mujer que manda pero que no irá a la guerra, la que no niega la crueldad de la Mazorca en una época donde la política era un matadero, donde la sangre no asustaba a nadie, donde las decisiones había que sostenerlas con el cuchillo, funda una forma de hacer política que en Vega conoce la épica de ese caballo de Facundo Quiroga donde lo sensible está en el modo de armar esa imagen con las palabras.
Lxs músicxs que comparten la escena tienen algo de coro griego; a veces Lorena señala que un canto la lleva a recordar una situación y la magia de su actuación crea los personajes ausentes. El canto y las sacudidas de la percusión dialogan con ella, construyen otro discurso como si señalaran la ficción y, al mismo tiempo, se metieran en la trama para provocarla.

Cuando el crimen aparece tiene la poesía de ese horror que Encarnación puede mirar y
aceptar. El poder como un hecho despiadado en una tierra impiadosa con lxs pobres hace de Encarnación una heroína que nunca se desprende de su objetivo mientras la fortuna, por momentos, se deja conquistar por su alma vibrante de estratega.

Yo, Encarnación Ezcurra se presenta los jueves a las 20 en el Teatro Picadero. Pasaje Santos Discépolo 1857. CABA.