Para lxs usuarixs de los medios digitales, es decir, la mitad de la humanidad, los algoritmos son compañeros incondicionales pero silenciosos. Del mismo modo que Netflix sugiere películas y series para cada consumidor en base a un cálculo que evalúa sus clics previos, casi todas las personas que cuentan con acceso Internet, sin saberlo en la mayoría de los casos, viven sujetas al poder de herramientas matemáticas como PageRank de Google, que personaliza los resultados de las búsquedas, o de EdgeRank de Facebook, que determina en qué orden aparecerán las noticias y posteos en el muro de cada unx. Los algoritmos son hoy los grandes organizadores de la relación de las personas con la vida digital, de las finanzas al arte, de la publicidad al acceso a la salud. Incluso la vida amorosa y sexual: los algoritmos sacan sus propias conclusiones sobre nuestra esfera privada –si es que todavía existe algo por el estilo– a partir de materiales que unx mismx brinda, ya sea por inconsciencia o con resignación.

Por más que se insista con que los algoritmos son mecanismos ciegos, es ineludible la pregunta de quién regula la oferta y la demanda en ese mercado virtual de la carne que son las apps de citas. Hace un tiempo, Tinder fue protagonista de un pequeño escándalo a partir de que se reveló parte de su secreto, la cocina del matcheo, es decir, cómo se determina qué perfiles se “ofrecen” a qué usuarixs. Lo que podría llamarse su criterio de deseabilidad. A la pregunta de cómo podrían llegar a predecir (aunque muchas veces erren olímpicamente) estas apps los gustos de cada interesadx, la respuesta fue: El ranking Elo, un sistema de puntuación que se usa en las competencias profesionales de ajedrez. Tinder relató que establecía un score entre lxs usuarixs en base a la cantidad de likes (deslizamientos hacia la derecha en la pantalla) recibidos. La idea detrás de este mecanismo es que la app califica a las personas según su “atractividad”. Y procede a la segregación: mantiene a quienes considera anatómicamente más “deseables” interactuando entre sí. ¡Y a los feos con los feos! Además, no todos los likes son iguales: el visto bueno de una persona que en sí misma acumule muchos likes cotiza mucho más que recibir un pulgar en alto de alguien menos popular. El resultado es un hermetismo sexual que no puede resultar indiferente en estas tierras: Argentina es el segundo país de la región donde más encuentros se concretar a partir de la app de la llamarada.

El criterio está basado casi por completo en el aspecto físico debido a que los datos que Tinder usa son principalmente las imágenes que cada usuarix sube, además de tres únicas variables: género, preferencia sexual y locación. En esto se diferencia de otro tipo de apps de citas, como OkCupid, donde, a la hora de la matchabilidad también se tienen en cuenta otras señas particulares como gustos musicales, cinematográficos, políticos y hasta alimentarios (veganos versus carnívoros), lo cual sirve para afilar un poco más la puntería del filtro.

Lo que se desprende de esta historia es que los llamados a la deconstrucción de, por ejemplo, las nociones de belleza hegemónica, no han golpeado las puertas de los ejecutivos de la app. ¿O sí? El año pasado, meses después de que el funcionamiento de Elo fuera revelado por un periodista especializado en tecnología, Austin Carr, del sitio Fast Company, Tinder comunicó que el ranking Elo había quedado “anticuado” y que ahora los criterios de elegibilidad se estaban aggiornando a los tiempos. Anunció que ahora la app cuenta con suficientes usuarixs e información sobre cada unx como para predecir quién podría matchear con quién sin clasificar a las personas de manera tan competitiva y brutal. Los algoritmos cambiaron, aseguraron. Pero no se especificó mucho más. De cualquier manera, el proceso sigue basándose en no muchos más criterios que las fotos. Seguramente esto explique por qué Tinder alienta permanentemente a subir más y más imágenes, y no hay casi ningún incentivo nuevo para que lxs usuarixs puedan aportar otro tipo de datos sobre sí mismxs.

El método tinder (ya sea el ranking Elo o este otro más difuso implementado luego de la deconstrucción exprés) no sólo da por sentado que quienes son mayoritariamente likeados por la multitud tenderían a gustarse entre sí sino que además retroalimenta un modo de interactuar basado en una endogamia invisible, muy propia del clima de la época. No es sólo una sensación de narcisismo exacerbado sino un fenómeno con nombre propio: echo chamber (efecto de eco), del que se sirven las redes sociales. El mejor ejemplo de esta lógica de nicho lo da Google, cuyas búsquedas desde 2009 arrojan distintos resultados frente a la misma palabra según quien teclee. Aquellos contenidos que no coinciden con lo que habitualmente acostumbramos a leer o consumir se vuelven invisibles, son filtrados. El algoritmo le devuelve en loop al individuo lo que quiere oír. El modo burbuja empapa inclusive la esfera amorosa, y nos mantiene a salvo del disenso, la diversidad y las sorpresas.