Exposure es el nombre de un libro publicado en los Estados Unidos el año pasado y escrito por Robert Bilott, un abogado nacido en Ohio devenido inesperado ambientalista. El título es ambiguo, polisémico, y podría traducirse como “desenmascaramiento”, aunque al mismo tiempo señala hacia el núcleo del texto: la lucha contra la “exposición” a sustancias contaminantes, nocivas para la naturaleza y el ser humano. El largo subtítulo del volumen es claro: “Agua contaminada, codicia corporativa y la batalla de veinte años de un abogado contra DuPont”. Ese es también el tema central del más reciente largometraje del estadounidense Todd Haynes, film biográfico y de denuncia que, por momentos, se acerca a los placeres del suspenso: la lucha de Bilott, encarnado con habitual prestancia por Mark Ruffalo, a la hora de defender a un grupo de habitantes de un pueblito rural de West Virginia, Parkersburg, de las prácticas de la célebre compañía química multinacional. Los creadores y/o principales fabricantes de –entre otros compuestos que forman parte de nuestra vida cotidiana– el Neopreno, la Lycra, el Nylon, el Plexiglás y el Teflón. Este último polímero, cuyo nombre no comercial es el impronunciable politetrafluoroetileno, descansa en el corazón de la película y de la historia real que le dio origen. A priori, resulta difícil hallar un film más “impersonal” en la filmografía del director de Carol y Lejos del paraíso , un cineasta que ha hecho de la construcción de universos idiosincráticos y de la reelaboración del melodrama clásico dos de sus elementos formales/temáticos esenciales. En El precio de la verdad no hay malestares y angustias difíciles de aprehender como en la magnífica Safe (1995) o la mirada extrañada hacia un protagonista camaleónico, como ocurría en Velvet Goldmine y I’m Not There. Tampoco el retrato de una sociedad del pasado y de criaturas dispuestas a desobedecer mandatos culturales, como en Carol o la mencionada Lejos del paraíso. Sin embargo, debajo de la estructura tradicional del thriller corporativo, de la incansable persecución de un fin que se estima más relevante que la defensa del statu quo, de las convenciones del film “basado en hechos reales”, Dark Waters (“aguas oscuras”, título original mucho más sugestivo que el local) no deja de ofrecer una mirada particular en un relato que, en otras manos, bien podría haber dejado de lado sus aspectos más interesantes e imprevistos. Se trata, sin dudas, de un Haynes atípico. Para algunos será incluso una obra menor. Pero en El precio de la verdad hay bastante más de lo que parece flotar sobre la superficie.

El prólogo transcurre en 1975, una noche cualquiera. Un grupo de jóvenes estaciona el automóvil, deja la ropa tirada y se zambulle en las aguas del río que recorre el pueblo. Una amenaza latente los acecha, aunque ninguno de ellos lo sepa. No, no hay un tiburón asesino suelto, sino un pequeño bote con dos figuras a bordo, a punto de descargar en las aguas cierta sustancia química. Lo hacen de noche y no desean ser descubiertos, indicios de algo oscuro. Corte a 1998. El abogado Robert Bilott recibe una cálida felicitación por su nuevo rol como socio en Taft Law, el bufete de Cincinnati donde presta servicios. El hecho de que la oficina de abogados tenga como clientes principales a algunas de las compañías bioquímicas más importantes del mercado no es un dato menor: el héroe del pueblo, el enemigo de las corporaciones, nacerá allí, en el lugar menos pensado, aunque nadie es capaz de imaginarlo aún. Será la visita inesperada de un conocido de su abuela (interpretado por ese gran actor secundario, Bill Camp), con marcado acento y costumbres campechanas, el que lo alerte por primera vez de los acontecimientos que están teniendo lugar en el pueblo, donde el protagonista pasó algunas temporadas durante su infancia: docenas de vacas muertas, dientes negros, tumores gigantescos, comportamientos extraños en las mascotas. Así comenzará, en un primer momento de manera tibia, la investigación de Bilott. Su cruzada. Tal vez la misión más importante de su vida. A diferencia de otras entradas en la filmografía de Todd Haynes, El precio de la verdad no comenzó como un proyecto propio. Fue Ruffalo quien le acercó al cineasta un primer boceto de la historia, con la intención de interesarlo en el proyecto. En conversación con la publicación web Collider poco después del estreno mundial en la ciudad de Nueva York, el realizador nacido en Los Ángeles –que actualmente se encuentra abocado a un proyecto documental centrado en la figura de Lou Reed durante la etapa como líder de la banda The Velvet Underground– afirmó que fue muy importante conocer en persona a Bilott, a su familia y a sus colaboradores. Punto de partida para una reescritura del guion a partir de nuevas observaciones.

De la oscuridad a la luz

“Algunas de mis películas favoritas dentro de ese género, el film con figuras denunciantes, tienen algo en común”, declaró Todd Haynes en la entrevista. “Casi siempre están basadas en historias reales y, ya sea que tengan un punto de vista periodístico –como en Todos los hombres del presidente o El informante– o traten sobre personas reales trabajando en una planta nuclear –como es el caso de Silkwood– o sean dramas legales, como en varias de las fantásticas películas de Sidney Lumet, siempre hay personas en el centro de los relatos que no saben lo que están a punto de dejar al descubierto. Están en la oscuridad y el espectador los acompaña, observando las cosas mientras tienen lugar. Luego, a medida que comienzan a pensar qué hacer, de manera invariable aparece ese efecto escalofriante, cuando empiezan a sentirse alienados de sus comunidades, familias y compañeros laborales. No es una tarea sencilla enfrentar el statu quo y eso fue absolutamente cierto también en este caso”. El Robert Bilott recreado ficcionalmente para la pantalla es un hombre de familia, casado con una abogada retirada luego de dar a luz a sus hijos (Anne Hathaway, en un rol secretamente importante). Un hombre religioso, aunque aparentemente no tanto como su esposa. Un hombre fiel, dedicado por completo a su trabajo, poco propenso a los excesos y marcado por los usos y costumbres de la familia y la comunidad. Podría afirmarse incluso que Bilott es un square, un “cuadrado”, alguien que sigue las normas a pie juntillas, un tipo aburrido. La historia transcurre a finales de los años 90, pero bien podría ocurrir tres o cuatro décadas antes, al menos dentro de los límites del mundo de Bilott. Todo eso irá a cambiar, y de manera radical, cuando un primer litigio diseñado apenas para obtener ciertos documentos de DuPont (sin ofender a nadie, mucho menos mancillar el nombre de la compañía) termina escalando a alturas impensables en una primera instancia. Inimaginables para el propio Bilott y también para su jefe directo en el bufete, el abogado corporativo interpretado por Tim Robbins.

Hay una escena magnífica en Dark Waters que tiene lugar durante un lujoso evento pagado por las más poderosas compañías bioquímicas, una cita anual en la cual se reúnen los líderes de las empresas, periodistas y, desde luego, los abogados encargados de defenderlas. Una de esas veladas con cena paqueta, vinos caros y, por supuesto, discursos. Es una secuencia bisagra en la cual las máscaras sociales caen por completo, el momento en el que el protagonista se anima finalmente a dar un paso más en su denuncia. También es la instancia en la cual un posible nuevo cliente, la misma compañía DuPont, rechaza indirectamente esa posibilidad en la voz de uno de sus principales voceros. “Demándame”, le dice el representante de la empresa al protagonista, a los gritos y frente a todo el mundo. “Ya lo estoy haciendo”, es la irónica respuesta. “Fuck you”, es entonces la única, inevitable y poco cortés devolución. El camino está trazado y, a partir de ese momento, sólo resta sumar fuerza. Y paciencia. Y datos, hechos. Historias del pasado reciente y remoto, de trabajadores de DuPont enfermos de cáncer, tumores, hipertiroidismo y otras dolencias. De embarazadas dando a luz a bebés con deformidades. De estadísticas que señalan decenas, cientos de casos puntuales protagonizados por seres humanos. El problema no es tanto el teflón en sí mismo como uno de los compuestos utilizados para su manufactura, el misterioso PFOA, también conocido como C-8, el ácido perfluorooctanoico, que desechado en las aguas y tierras de Parkersburg comenzó a tener efectos nocivos en los animales y la población. A pesar de ello, en la mejor tradición paranoica de La conversación, cierta escena encuentra a Bilott, en plena madrugada, intentando desesperadamente hallar todos los utensilios de cocina fabricados con la famosa capa antiadherente. Mientras tanto, Parkersburg está convulsionado y la batalla contra DuPont tiene una nueva serie de víctimas: aquellos que son vistos con malos ojos por sus conciudadanos por atacar al principal impulsor de empleos en la región. En el hogar de los Bilott las cosas tampoco andan del todo bien y el paso de los meses y los años, sin que el caso se resuelva para bien o para mal, ha comenzado a horadar las relaciones familiares. Podría pensarse en las cruzadas personales de los films más famosos de Frank Capra, pero en el fondo hay algo más fordiano en las actitudes del héroe, a la manera de un joven Lincoln empeñado en señalar al causante de un mal comunitario. “Es por esta razón que la gente odia a los abogados. El mundo de los negocios estadounidense es mejor que esto, caballeros”, le grita el personaje de Robbins a sus socios y empleados, en defensa de Bilott. “Y cuando eso no es así, debemos corregirlo. Así se construye la fe en el sistema”.

David y Goliat

Todd Haynes no cree que el cine sea capaz de cambiar el mundo (esa ingenua pero inoxidable creencia), pero sí que una película como El precio de la verdad puede ayudar a generar conciencia en algunos espectadores. En conversación reciente con la revista GQ, afirmó que, si bien el caso DuPont pudo haber concluido sin un triunfo absoluto de la justicia, sí terminó, al menos, con “la verdad saliendo a la luz del día. Y eso es lo que una compañía como DuPont no puede darse el lujo de reconocer: la verdad. Pueden acercar conciliaciones y hacer que la gente se calle la boca y firme acuerdos de confidencialidad. Pueden tratar de cubrir las cosas. Pueden tirar dinero y silenciar y seguir con sus prácticas. Pero lo que ocurrió en este caso es que tuvieron que llegar a acuerdos y pagar indemnizaciones y también reemplazar todos los sistemas de agua potable en los distritos en donde hubo litigios. Es decir, la verdad se conoció. Y ello fue gracias a Rob Bilott y a Wilbur Tennant, el litigante original. Es eso lo que terminó cambiando la manera en la cual vemos a DuPont y al teflón”. Y así, Haynes vuelve a contar la historia de un David y de un Goliat sin excesos melodramáticos ni ampulosidad. La historia de un hombre educado para defender los derechos de las grandes corporaciones que, un buen día, descubre que hay cosas más importantes y decide cambiar de equipo, aún sabiendo que todas las apuestas lo dan como posible perdedor. Tal vez ese carácter impersonal que muchos, con algo de razón, le adjudican a la película, sea una de sus secretas virtudes. El precio de la verdad es implosiva: recorre la historia con tranquilidad y delicadeza, casi con pudor, sin gritar a los cuatro vientos sus verdades, al tiempo que describe un estado de las cosas en el cual, nuevamente, el ciudadano es un simple peón de un tablero diseñado para otros jugadores. Ese mal que acecha en las aguas en la primera escena es un gigante con nombre y apellido, parece decir el film sobre el final, cuando el desasosiego comienza a cederle algo de espacio a la esperanza. Y que está bien que haya tipos como Bilott dispuestos a escribirlos con todas las letras.