Abre su telón la orquesta y el despegue sucede. La conquista del espacio invita de una manera similar a la de Circo Beat. Todas y todos bienvenidos. Lo que se necesita, al fin y al cabo y Lennon mediante, es amor. Por allí, ¿por donde más?, caminar este periplo. O volar. Entre el amor y la música. Un espacio para quien quiera habitarlo. Gracias a ese objeto de nombre todavía “disco”: un mundo y un concepto. Un círculo que es un ciclo. Como dice Páez: “comenzar otra vez, preparándonos para un nuevo mundo”. Y lo que sale a la luz es bello. También doloroso.

Desde este lugar contradictorio habrá que pensar el nuevo trabajo del músico rosarino, de una fuerte relación con su anterior La ciudad liberada. Acá otra vez el dolor que se grita y el acento puesto en la luz. Esa luz puede y debe ser el amor, con el ánimo beatle como estandarte. Ahora bien, hasta donde se sabe, la música es la mejor de sus posibilidades.

De esta manera, las letras de Fito Páez rugen y se disfrazan de melodías pegadizas (“Nadie es de nadie”) o contradictorias (“Ey, You!”), que podrían desconcertar. De todos modos y a propósito, lo que prevalece es el respirar. Su música como un bálsamo. Así es como “las galaxias nos miran”, canta, pero también los pibes que viven fuera de la sociedad. De manera amable, orquestal y salvaje, es cómo Páez propone su conquista espacial.

Elegir entre sus temas es difícil, la construcción conceptual que los organiza obliga a no desmembrarlos. Ofician como piezas de una hilera de dominó premeditado. Cae una y la que sigue está imbricada. Un mismo cordón del que todas se agarran mientras construyen un estado de ánimo efervescente, con momentos álgidos, otros íntimos, hasta alcanzar una calma que devuelve al inicio, con sonidos de despedida que evocan a los primeros.

Puestos a elegir, habrá que precisar que “Resucitar”, con su melodía melancólica, quiere ser cantada a pesar o a propósito del dolor. La paradoja necesaria de querer a la música y al mundo, y de que ese amor sea tan hermoso como terrible. Hubo heridas y hay que ver cómo salir de ellas, cómo nacer otra vez en la misma vida, en este “mar de sombras”. Es un tema precioso, y alumbra. Así como sobre el desenlace, de modo simétrico, lo hará “Maelstrom”.

Elegir entre sus temas es difícil, la construcción conceptual que los organiza obliga a no desmembrarlos. Ofician como piezas de una hilera de dominó premeditado.

Con “Maelstrom” la vorágine ya sucedió, el disco casi finaliza. Y otra vez, a pesar de todo, sentirse feliz. Los arreglos de la orquesta acompañan hermosamente, para que la voz que canta lo haga desde una montaña o lugar semejante, donde nada pueda ya reinar por sobre el amor. La sintonía beatle se respira (en todo el disco) y la canción es una celebración. Haber sufrido, desde luego, es parte del asunto. No puede ser de otra manera, y esto es algo que la obra de Fito Páez ha asumido desde hace tiempo.

Entre varias preguntas, ¿por qué tanta policía en la calle?, se lamenta “Las cosas que me hacen bien”. En la misma canción se afirma que sin sensualidad, ¿cómo cambiar el mundo? Peor aún, muertos por telefonitos de mierda y militantes de Instagram que te resuelven lo que sea apoltronados. Así no hay poesía que valga. Pero en medio de toda esta diatriba, que es lúdica e impiadosa, el momento más profundo de La conquista del espacio sucede con “La canción de las bestias”, cuando Páez bebe del David Lebón de “San Francisco y el lobo”. La guitarra, la voz, el tinte confesional. La lírica que cifra más de lo que aparentemente dice. Una asunción de dolores, en la que es una de sus más bellas canciones. “Si me preguntas ¿qué quiero cantar? Es la canción de las bestias”, así como cuando Sui Géneris cantaba “¿Para quién canto yo entonces?”, en la voz de un Charly García indeleble.

De igual modo sucede con “Gente en la calle”, con su dolor articulado desde una rítmica atractiva, pero que duele. Hay soledad en las calles de la ciudad, en este paisaje que algunos naturalizan, entre gente que convive con containers y basurales. Total, todo gira.

Y a no confundir. Hay gente que no tiene lugar en este espacio y su conquista. Son los que “Ey, You!” denuncia y sentencia como “cría cuervos”, los machos imbéciles que pegan y matan, educados por nazis de familia y alrededores. Las orquestaciones, los arreglos, la mixtura entre la cumbia y el rock, suscitan un desconcierto que es una amalgama musical, que dialoga desde la sorpresa rítmica y la consonancia discursiva. Es un grito: ¡Nunca me podrías dar miedo!

Finalmente, “Todo se olvida”, tema que cierra (y abre) el disco. Por eso, el amor como palabra perfecta. Sagrado, lo único libre. Cruzar el mar del tiempo juntos, canta el músico. Ver los barcos partir, directo a un lugar, a la tormenta perfecta. Un recorrido que ya se hizo, que se conoce y a pesar de todo persistir. Decía John Berger que en los aeropuertos y los cines las parejas se toman de la mano. Este disco es esa experiencia. Ese dolor, ese amor.