“Ojalá te toque vivir tiempos interesantes”, reza una antigua y conocida maldición china. El proverbio se cumple con creces en estos días.

La mitad de la población mundial está confinada en sus viviendas por la pandemia del coronavirus. El impacto económico-social de este inédito aislamiento será muy intenso. La secretaria Ejecutiva de la Cepal, Alicia Bárcena, señaló que la actual crisis “pasará a la historia como una de las peores que el mundo ha vivido”. La contracción económica destruirá empleos y capacidad productiva.

Los mayores perjudicados serán los eslabones más débiles del entramado social. Por caso, el universo laboral es muy heterogéneo en la Argentina. Según un informe de la fundación Atenea, realizado sobre la base de los datos del segundo trimestre de 2019 de la Encuesta Permanente de Hogares del INDEC, más de 7 millones de trabajadores y trabajadoras están desprotegidos. El 43 por ciento son no registrados, el 37 por ciento cuentapropistas y 20 por ciento desocupados.

“Mujeres, trabajadores informales y monotributistas, entre otros, enfrentan mayores riesgos de perder su empleo y de sufrir el deterioro en la calidad de sus condiciones laborales”, asegura un informe elaborado por la oficina local de la Organización Internacional del Trabajo. 

En el corto plazo, el gobierno argentino intenta minimizar los daños con una batería de medidas que protegen a los sectores más vulnerables: bonos, ingreso familiar de emergencia, refuerzo presupuesto comedores y merenderos comunitarios, postergación cobro cuotas de los préstamos de la Anses, suspensión de los cortes por falta de pago de los servicios públicos, elevación de los montos de las prestaciones por desempleo.

Mientras tanto, el aislamiento obligatorio impuso una drástica modificación de los hábitos cotidianos. La cuarentena iniciada el 20 de marzo registra un altísimo acatamiento social. Ese cumplimiento ciudadano adquiere ribetes heroicos en aquella porción de la población que reside en viviendas muy precarias.

Las crónicas de estos días dejarán un prolífico anecdotario para la posteridad. Las historias mínimas de la reformateada vida cotidiana incluyen desde la proliferación de destacadas acciones solidarias hasta conductas miserables.

El reconocimiento de los trabajadores que cumplen tareas esenciales, la tarea articulada de las Universidades públicas para proveer de insumos críticos, el esfuerzo de los científicos del Malbrán, la movilización pública-privada-sindical para incrementar el número de camas hospitalarias, los cacerolazos concentrados en los barrios porteños más acomodados, los despidos de trabajadores, forman parte de esa vidriera en la que se mezcla la Biblia y el calefón.

Párrafo aparte merece la tarea de los recolectores de residuos. “El confinamiento los volvió visibles, a ellos y a su trabajo, para miles de ciudadanas y ciudadanos que cada noche los escuchaban pasar con indiferencia. El de los camiones recolectores, que era uno de los ruidos más de la noche, como el de los barrenderos de la madrugada, hoy se escucha y se reconoce como un nuevo reloj”, destaca la periodista Soledad Vallejos en Coronavirus: los trabajadores que no pueden dejar la calle.

El reconocimiento de ese trabajo invisible es un subproducto positivo de la pandemia, aunque seguramente será transitorio y efímero porque las jerarquías sociales gozan de buena salud. El economista John Kenneth Galbraith supo escribir en La cultura de la satisfacción que “es una característica básica del sistema económico moderno asignar la remuneración más alta al trabajo más prestigioso y agradable. Esto es en el extremo opuesto de aquellas ocupaciones intrínsecamente odiosas y que tienen una molesta connotación de inferioridad social […] los que pasan días agradables y bien retribuidos dicen enfáticamente que han estado “trabajando duro”, borrando así la noción de que forman parte de una clase privilegiada”. 

Los recolectores continuarán juntando la basura mientras que algunas personas muy bien remuneradas seguirán con su home office.

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@diegorubinzal