Una paradoja que promete fuegos culturales recorre Occidente: el modelo gay lésbico es convocado a triunfar no como modelo de liberación, sino como nueva herramienta de los dominadores. Dos indicios para esa hipótesis son la reciente legitimación por parte de la Universidad de Berkeley de Milo Yiannopoulos, el ya mundialmente famoso bloguero gay antifeminista -su eslogan preferido es “feminismo es cáncer”- y líder del colectivo lgtb pro Donald Trump (lo que parece broma, y la loca se ríe como bromista de ciudad gótica de las protestas de los estudiantes progresistas que repudian la invitación a disertar) y, acá frente a la Catedral de Buenos Aires, la irrupción de ese pendejo Ignacio Montagut durante la Marcha del Día de la Mujer -”soy católico, liberal y homosexual”- haciéndose el torero bravucón con una bandera del Vaticano. El provocador anti aborto resultó no ser apenas un idiota admirador del sable y “la gorra” sino, sobre todo, colaborador de un funcionario de Cambiemos y antes de Bandera Vecinal, del filonazi Biondini. Estas dos escenas urbanas de intensa homosexualidad en alianza con la derecha-sheriff, ¿no son síntomas de una ingeniosa emboscada contra lo que insistimos en llamar nuestra disidencia sexopolítica?

El eficiente histrionismo del caudillo Milo y la ambiciosa ingenuidad pasajera de Montagut (este, por supuesto, no es más que una versión patética, por su pobre discurso y el escenario sudamericano en el que busca su protagonismo) ilumina el núcleo de esa paradoja ya adelantada por Judith Butler en su Marcos de guerra: hay una nueva guerra imperial en curso, en la que el Islam es el enemigo a abatir, y el colectivo lgtbi un potente y posible aliado, por tratarse de presas perenes de la Yihad. Seríamos vistosos compañeros estratégicos a la vez que pretextos en la nueva gran cruzada de Occidente, siempre y cuando abandonemos los cantos de sirena de la izquierda humanista o gramsciana, y adhiramos a la propuesta de sangre y fuego contra los musulmanes, del mismo modo que la población lgtbi holandesa que apoya hoy, en proporción mayor que los heterosexuales, al candidato xenófobo Geert Wilders (él encantado), y en Francia a Marine Le Pen (sus apariciones públicas son estelares, y ya sabemos cuánto amamos a las estrellas). 

He ahí, entonces, que las intervenciones igualizantes de Pedro Robledo, la loca institucional del PRO, están resultando útiles en un ámbito local donde el cuco a neutralizar es k y la pobreza aumenta, pero anticuadas en el contexto internacional en el que el modelo de vida gay lésbico está siendo lucido por las derechas neoliberales populistas como la última cuña libertaria de Occidente, el naipe guardado, el producto final y esplendoroso de su industria de subjetividades, justo cuando su supervivencia como cultura hegemónica se ve amenazada por el Islam y sus migrantes y, desde su propio interior, por unas izquierdas humanistas, cosmopolitas y combativas. Dice Milo que “después de haber promovido nuestros derechos, y eso está bien pero es el pasado, los progresistas nos quieren ahora entregar a las bombas y dagas de los musulmanes en nuestros propios lugares de encuentro, en nuestros propios barrios”. O sea que hay que votar en defensa propia a los mismos ultra que antes nos negaron el reconocimiento jurídico. Insisto con la paradoja: para quienes están siendo seducidos por esa recreación de la realidad, Trump no sería nuestro verdugo sino finalmente el protector de nuestro modelo de vida. Ya lo dijo el ex Ucedé Maslatón en C5N: Donald va a salvar a Occidente. Creo que escuchando los discursos de Milo terminé de entender esa afirmación. El principio transformador de la igualdad resultó ser, para el liberalismo extremo, una infección de falsa armonía que terminaría más temprano que tarde con la civilización. Occidente no sobrevivirá por los derechos conquistados sino por el despliegue creador del individualismo extremo, si es necesario a costa de perder parte de esos derechos. 

El pánico es siempre el de la manada, y la manada se abroquela contra alguna diferencia fantasmal. Digo fantasmal no porque no sea cierto que circule por el mundo la demencia radical de algunos grupos islámicos que nos eligen como víctimas, sino porque el pánico crea a la vez la multiplicación del peligro, la sombra de su sombra, la confusión de las partes y el todo. Este ensayo de captación por parte de los dominadores acontece cuando los derechos civiles están asegurados y muchos de nosotros incorporados al cuerpo social de la burguesía casi sin llamar la atención más que de algunos cavernícolas. Más aún, siendo celebrados inspiradores de innovaciones en el mercado de los bienes materiales y sexuales. 

En esta suma de estrategias del populismo de derechas, que clama por la libertad de expresión (la suya), debe ser exterminada toda intervención política en la arena pública sobre sexualidad que se sepa o crea emergida de las teorías de izquierda. El feminismo (aunque no el llamado pro vida) que cruza género, identidad de género, raza y clase, o la convicción del activismo lgtbi por el reconocimiento de las personas trans, están siendo estudiados e interpelados por los conservadores bajo el nombre de ideología de género. Esa pelea por la soberanía del cuerpo lleva al papa a ensayar la metáfora de “bomba atómica sobre la civilización”. En el lodazal de quienes ven un veneno en la igualdad se asocian y copulan Milo Yiannopoulos y la Iglesia. De esa unión fecunda e inesperada nacen y crecen criaturas con un gran sentimiento de pantalla. En la modesta Argentina, por ejemplo, un chico llamado Ignacio Montagut.