Se cumplen casi diez días desde que se registró el primer caso de coronavirus en el Barrio Padre Mugica --ex villa 31-- y el clima no es el mismo que antes. Las canchitas están vacías, los pasillos libres y las vecinas conversan de ventana a ventana. Hay familias grandes en espacios chicos, adultos mayores en casas compartidas. En las calles principales los puestos tienen una soga para marcar la distancia obligatoria. Cerca de las cuatro de la tarde, grupos de mujeres se juntan en comedores y cocinan para entregar la cena a los vecinos que se acercan. Un hombre mayor se asoma desde un departamento y, con su barbijo puesto, saluda a su hija desde atrás de las rejas. Otros, recolectores de residuos, albañiles, cartoneros y cartoneras, incluso madres con sus niñes, circulan por las calles del barrio. 

En 10 días, son más de 150 las personas que se contagiaron dentro del barrio. “El Gobierno de la Ciudad actuó tarde porque no nos escucharon cuando les dijimos que si acá llegaba el virus iba a ser un caos”, señaló Raúl Rajneri, del Comité de Crisis del barrio. 

“Sobre todo me preocupa no saber”, afirmó Catalina, que vive junto a su hija de 14 años en una habitación pequeña al final de un pasillo, y ya no salen ni para hacer las compras. Hace una semana, a su marido le dio positivo el test de coronavirus y está internado en el Hospital Naval. “Él tiene problemas respiratorios porque trabaja hace muchos años en una estación de servicio, ahora está en terapia intensiva y hace varios días que no puedo hablar con él”, relató Catalina, que trabajaba como encargada en un edificio de Palermo, y aclaró que, “antes de que apareciera el primer caso acá en el barrio, todavía tenía que ir a trabajar”.

Olivia, vecina de la Manzana 8, está preocupada porque un hombre que vivía en el tercer piso de su casa fue trasladado al hospital con diagnóstico de coronavirus. Ella se siente bien, no tiene ningún síntoma pero prefiere no salir. Su vecina, Jacqueline, señaló que “lo que más nos preocupa es el hombre que vive en la planta baja, porque es un señor muy mayor”. Jacqueline se dirigía hacia la salida del barrio para informar sobre ocho casas de su sector, en las que hubo contacto estrecho con personas que dieron positivo. Como ella, delegadxs, referentes y personas particulares se acercaban a pedir que los profesionales visitaran las casas. “Es importante saber si uno está contagiado, porque acá hay contacto permanente en las escaleras entre casa y casa, en los pasillos o en la misma calle cuando salimos a comprar”, relató Jacqueline y contó que, hace unos días, le decían que era “una loca, una exagerada por insistir con lo del barbijo, pero ahora la gente tomó más conciencia”. Antes de que ella siguiera caminando, una vecina se asomó por entre las rejas de su casa para saludarla. “Sigo sin agua, un día tengo, otro día ya no. Hoy no salí porque después no sé si voy a poder lavarme las manos”, señaló y saludó a Jacqueline.

Cerca de allí, un camión cisterna intentaba avanzar entre las paredes que crecen al costado de la calle y las puertas de entrada de las casas. José esperaba la carga del tanque hacía varias horas, para poder bañarse y cocinar. “Hace quince días que es así, esperar el camión o traer baldes desde alguna otra parte del barrio”, señala. En su casa vive con el padre y la madre, pero comparten el tanque con las viviendas de alrededor. A Hermelinda le pasa lo mismo, son tres pisos para un solo tanque, y aunque ella vive solamente con su marido, en las otras casas hay familias con hijos. Sin embargo, no es el agua lo que más le preocupa. “Los dos somos mayores, tuvimos que interrumpir nuestro trabajo y no podemos salir porque si nos contagiamos puede ser muy peligroso”, explicó la mujer, desde la puerta de su casa en la planta baja. “Hay días en que me levanto en la mitad de la noche y me acuerdo de lo que está pasando, se me viene todo a la cabeza, como una pesadilla, y no me puedo volver a dormir”, relató Hermelinda. Ni ella ni el marido tienen síntomas, pero en los otros pisos de la casa algunos siguen saliendo a trabajar, a hacer las compras, a visitar familiares. “En 20 años de vivir en la villa nunca sentí miedo, no sabría explicar lo que me pasa”, señaló.

En el sector San Martín, el que está más cerca de las vías, un trabajador de limpieza desinfecta la calle, los bordes de la canchita, los umbrales de casas y negocios. “Las primeras dos semanas, como no había protocolos ni elementos de protección, las cooperativas de recolección no trabajaron y la basura se apilaba en montículos enormes en cada esquina”, señaló Rajneri, del Comité de Crisis del barrio. Todavía con el uniforme de trabajo, Marcela chequeaba la salida de agua de enfrente de su casa. “Hay que fijarse todos los días. Cuando sale, es un hilo nomás”, señaló. A ella le toca la recolección los lunes, miércoles y viernes; “al volver, le pongo alcohol al barbijo porque al otro día lo tengo que volver a usar, pero si estoy contagiada yo sé que con eso no alcanza, hay que cuidarse más”, señaló.

Andrea trabaja en un puesto de galletitas, golosinas y turrones sobre la “Playón”, una de las calles comerciales del barrio. Junto a su puesto hay uno, más pequeño, que vende barbijos de tela estampados con escudos de clubes de fútbol, y otro puesto que vende lavandina y alcohol en gel. “Estos son de ahora, nuevos”, señaló Andrea. En su puesto, como en todos los demás, no falta la botellita de alcohol junto a los productos. “Apenas llega la mercadería la desinfectamos, y nos pasamos alcohol en las manos todo el tiempo. Yo más que nada lo hago por mis hijos, para no contagiarlos a ellos”, aseguró Andrea, que convive con sus tres hijos pequeños y una hija adolescente. “Aguanté todo este tiempo sin salir pero se me acabó la plata. Aunque me de miedo, si no trabajo no voy a poder pagar el alquiler, comprar la leche y la comida para mis hijos”, afirmó y añadió "es momento de cuidarse, en todo sentido". 

Informe: Lorena Bermejo.