Hacía poco tiempo que Osvaldo Aguirre había comenzado a trabajar como cronista policial en un diario de Rosario cuando le tocó cubrir un asalto de una superbanda –como se denominaba en esa época a las organizaciones eventuales de delincuentes fuertemente armados–, que lo impactó por varias razones; en principio porque llegó al lugar cuando los hechos se desarrollaban y vio el enfrentamiento callejero entre delincuentes y policías; lo que luego le daría la impresión de que algo no cerraba, o no del todo, ya que resultaba sospechosa la eficaz intervención policial teniendo en cuenta que el líder de la banda tenía un aura de delincuente pesado. “Transcurrido el tiempo, pude hablar con alguno de los participantes en ese asalto, con sus abogados, cubrí otro asalto del mismo grupo. En fin, este es el punto de partida de la novela y de sus personajes” dice Osvaldo Aguirre a propósito de su nuevo libro, Leyenda negra. “Pero no hay una reconstrucción histórica, todo está filtrado por la ficción y también por lo que siento que decantó de mi práctica como cronista y como lector y escritor de relatos policiales de tanto tiempo. En todo caso quise hacer una especie de falso testimonial, que la novela pareciera referirse a hechos rigurosamente históricos”, agrega el autor de Los indeseables, Rocanroll  y Escuela de detectives, entre otros, que después de recibirse en la carrera de Letras comenzó a trabajar como periodista en la sección policiales. “Trabajé durante una década como cronista policial. Fue una época de aprendizaje en todo sentido. Estaba la idea de que el verdadero suplemento literario era la sección de policiales. No solo en términos de conocer historias y personajes, sino de pensar, de mirar el mundo. Me importa comprender y en el caso específico del relato policial ir en contra del sentido común, contribuir a la desestabilización de prejuicios, poner entre interrogantes los consensos en torno a la ley y al castigo. La cuestión era no solo dar con el tono sino despojarme de los prejuicios y de la moralina con que suele ser recibida la palabra de los que delinquen y que impide escuchar lo que tienen para decir de la sociedad y de sus propias historias. Las leyendas son habituales en el mundo del delito –o del periodismo policial- y lo que me interesó al respecto fue salir de los estereotipos y de los lugares comunes, por ejemplo sobre el trilladísimo tema de los “códigos” del hampa; poner entre signos de pregunta el origen y la circulación de leyendas alrededor de delincuentes”. 

Esta es la virtud de Leyenda negra y Osvaldo Aguirre lo logra articulando con maestría distintas técnicas narrativas que le permitirán construir lenta, gradualmente varios hilos conductores para el entretejido de una trama que tiene muchos niveles según vayan surgiendo los cambios de perspectiva. Es decir, que en Leyenda negra lo que hay es un riguroso trabajo en el registro de los personajes, una correspondencia directa entre el modo en que hablan, sienten, observan y conceptualizan el universo al que pertenecen. Algo muy difícil de lograr, se le notan las costuras a quien escribe sobre le que ignora, suena a plástico blando, a falso. Muchas veces tampoco alcanza con conocer ciertas zonas de la realidad, hay que tener talento, una sensibilidad particular para ir más allá de la mera prosa descriptiva ligada a la acción de unos cuantos tiros al aire al estilo Bonnie and Clyde. En términos bajtinianos y con sus variantes, las ficciones nos han educado sobre lo primero que puede llegar a decir un delincuente cuando entra a robar un banco, de acuerdo; pero ¿qué hay detrás de esa frase ? Ese “arriba las manos, esto es un asalto”, tan propio de la convención del género discursivo. Osvaldo Aguirre invierte el discurso, desnaturaliza lo apócrifo y vuelve tan sincero a sus personajes de ficción que uno termina sino empatizando, al menos justificándolos. “Un profesional tiene por lo menos dos principios. Uno, no robar por necesidad. No, porque el que roba por necesidad no puede pensar con la cabeza despejada, el que roba por necesidad empieza a los tiros a la primera de cambio. Por eso ahora hay tantos muertos, por la pobreza, y también porque los que sabemos, aunque sea algo malo eso que sabemos, estamos jubilados, o a la sombra, y los más jóvenes no tienen de quién aprender”, dice Hugo, uno de los personajes principales de la novela junto a Duque y Dámaso, y el encargado de contar en la primera parte en qué consiste la realidad de alguien que ha elegido de manera plena y consciente llevar una vida de ladrón profesional –en el sentido etimológico de profesar algo–, la relación con otros ladrones y sus reglas, sus leyes de lealtad, la manera en que se vinculan con lo más podrido del aparato policial y judicial, pero también las mujeres, la noche, la ternura, el miedo. 

Todo esto y más ligado a un entramado notable de quien como Osvaldo Aguirre conoce a la perfección los elementos que atraen en el policial negro y clásico. “La mujer con voz de hombre vuelca el bolso sobre la mesa, separa las cosas, abre el cartón de los cigarrillos y el paquete de yerba, rompe en dos pedazos la bandeja y pone aparte una torta Exquisita. La torta tiene que estar cortada en porciones, dice, y señala una especie de póster que dice qué cosas no se pueden traer a la visita. La ropa, me dice la otra, la que me tomó los documentos. Pongo cara de no entender y entonces dice desnúdese”, dice Silvia, pareja de Dámaso, y personaje que tomará la voz en la segunda parte de la novela, un cambio de perspectiva genial para mostrar otra clase de sensibilidad, una forma de lealtad, sacrificios por los que debe pasar la pareja de un hombre que está preso, por ejemplo, o el modo en que se involucran, sostienen, aguantan un plan o un secreto. Gran capítulo donde la tragedia se mezcla muchas veces con el humor. No referiremos el capítulo final, Anexo, porque todo género policial se sostiene sobre un horizonte de expectativa en forma de enigma. Pero sí sobre el tercer capítulo que sorprende por quien toma la voz narrativa. Inteligente, filosos, cínico, pondrá en evidencia la corrupción que sostiene el aparato judicial. “Me dicen abogado de delincuentes. Está bien. No lo niego, al contrario. Soy un abogado de delincuentes y lo digo con orgullo. Si pudiera, lo pondría en la placa, bien grande. Las mejores personas que conocí han sido delincuentes. Las más honestas. Las que van al frente sin medias tintas. La placa diría García Jurado & García Jurado abogados de delincuentes. El colegio me llamó al decoro más de una vez, pero a mí me gustaría que el presidente del colegio y el secretario y lo integrantes del tribunal de ética tuvieran al menos una pizca de la decencia y de los cojones que tiene un buen delincuente”. La realidad a veces quiere parecerse a la literatura, es cierto.