No murieron todos. Algunos quedaron vivos, se salvaron de la pandemia depredadora. Eran pocos. Se juntaron en unas tierras verdes de Irlanda y Escocia. Pronto todos hablaron un mismo idioma. Pronto empezaron a trabajar la tierra y a vivir de la abundancia de esos suelos.

Parecía, sin embargo, que habían adquirido una nueva enfermedad. Eran buenos. Eran solidarios unos con otros. Eran generosos. Nadie le pegaba a una mujer. Nadie se embriagaba. Nadie fundó un banco. La utopía de algunos sobre la humanidad de la pospandemia se había cumplido. Era una nueva humanidad. Había aprendido la lección de la muerte. Había que vivir en paz junto a los otros. Nadie mató a nadie.

Uno de ellos había manejado una financiera. Atrás, en el pasado, antes de la pandemia purificadora. Ahora tenía una chacra que cultivaba laboriosamente. Le gustó su chacra. El pasto crecía más verde. Los árboles más altos y fuertes. Siempre la acariciaba el sol. Era la mejor chacra del nuevo mundo. Entonces decidió alambrarla. Puso unos alambres con unas púas feroces. Llamó a los demás, a todos los otros, se paró sobre una silla y dijo, señalando su chacra dijo: “Esto es mío. Solamente mío. No es ni será de nadie más”.

Ese día, una vez más, el Mal volvió a adueñarse de la tierra.