Desde que ganó las elecciones, en noviembre de 2016, Donald Trump radicalizó su atípico liderazgo, consolidando su núcleo duro de apoyo, pero a la vez generando amplio rechazo externo y una variada resistencia popular interna (mujeres, migrantes, trabajadores, afroamericanos, estudiantes, ambientalistas, científicos, pueblos originarios). Si hace tan solo tres meses exhibía sus supuestos éxitos económicos y se vanagloriaba de avanzar hacia una casi segura reelección en noviembre (cuando el establishment del Partido Demócrata logró imponer al poco carismático Joe Biden en las primarias del partido opositor), hoy enfrenta una crisis sistémica –sanitaria, económica, social y política-, que amenaza seriamente no sólo sus chances electorales, sino la posición hegemónica que Estados Unidos ostenta desde la posguerra.

Norteamérica es el epicentro de la pandemia, junto a Brasil y el Reino Unido. Trump, junto a sus aliados Jair Bolsonaro y Boris Johnson, fueron los abanderados del “negacionismo” de la gravedad del coronavirus. La prioridad eran los negocios, por encima de las vidas. No casualmente esos tres países encabezan hoy el número de muertos por coronavirus. En el caso de Estados Unidos, con más de 100.000 fallecidos y dos millones de infectados confirmados. La reacción tardía, el hostigamiento a los gobernadores que dispusieron aislamientos sociales y el aliento a la militancia anti-cuarentena, sumados a un sistema de salud que deja afuera a millones de ciudadanos y a las crecientes desigualdades sociales, produjeron una catástrofe sanitaria cuya profundidad es en parte responsabilidad de Trump.

A esta situación se agrega el desplome económico. En el primer trimestre la actividad se redujo un 4,8 por ciento, la mayor caída desde 2008. Entre marzo y mayo, 41 millones de estadounidenses perdieron sus trabajos y solicitaron el seguro de desempleo, cifra récord que sólo puede compararse con los guarismos de la Gran Depresión de los años treinta. Según las previsiones del FMI, siempre optimistas, el PBI en Estados Unidos caerá el 5,9 por ciento este año. Hasta ahora ningún presidente logró reelegirse en un contexto económico tan adverso, y esa parece ser la obsesión del presidente estadounidense.

Si la catástrofe sanitaria y el desastre económico ya de por sí complicaban las chances electorales de Trump, el 25 de mayo se produjo el brutal asesinato del afroamericano George Floyd en Minneapolis, desatando una rebelión social comparable a la de los años sesenta. Una de las novedades de las masivas movilizaciones es que no solo participan los afroamericanos, sino también infinidad de jóvenes blancos e hispanos. Además, hubo manifestaciones de apoyo en las capitales de muchos países europeos y un apoyo masivo a nivel global. La mesura de Trump duró poco. El lunes 1 de junio, desde los jardines de una Casa Blanca asediada por las protestas –como cientos de ciudades de todo el país- amenazó a los gobernadores que se negaban a convocar a la Guardia Nacional con aplicar una ley de insurrección de 1807 para enviar el ejército a reprimir a sus estados. Con la Biblia en la mano, e intentando emular a Richard Nixon, arremetió con un discurso de “ley y orden”. Acusó de terroristas a la infinidad de movimientos que se revindican como antifascistas y pidió a los gobernadores que recuperarán el dominio del espacio público a fuerza de balas.

La brutal reacción militarista de Trump generó ahora una grieta en su propio partido, provocando una crisis política que se suma a la sanitaria, la económica y la social. El 3 de junio, Mark Esper, su por ahora Secretario de Defensa, salió públicamente a rechazar la idea de Trump de sacar las tropas a la calle para reprimir al pueblo. A él se sumó nada menos que James Mattis, el jefe del Pentágono en 2017 y 2018, quien afirmó que Trump era divisivo y un peligro para la Constitución estadounidense y que había que apoyar a los manifestantes. También plantearon sus voces críticas otros militares como el general John F. Kelly, ex Jefe de Gabinete de Trump, y John Allen, ex comandante de las fuerzas estadounidenses en Afganistán, quien declaró: “Trump fracasó en proyectar emoción o el liderazgo que se necesita desesperadamente en cada rincón del país en este difícil momento”.

 

Faltan casi cinco meses para las elecciones, en un contexto de incertidumbre global, por lo cual cualquier pronóstico debe ser cauto. Sí hay algunas certezas. La cuádruple crisis que estalló en los últimos meses en Estados Unidos modificó abruptamente el panorama político-electoral. Y el liderazgo global de ese país, pese a la promesa de Trump de hacer grande a Estados Unidos nuevamente (“Make America Great Again”), está más cuestionado que nunca. El abandono de las instancias multilaterales (acaba de retirar a Estados Unidos de la OMS, acusándola de “pro-China”), su pésima gestión sanitaria de la pandemia, su carencia de iniciativas en pos de una coordinación global frente al desplome económico mundial y ahora su represiva reacción frente a las movilizaciones anti-racistas, profundizan la declinación hegemónica de Estados Unidos. Su promesa de 2016 de recuperar la primacía estadounidense parece hoy más bien el canto del cisne. Es probable que el 2020 marque un mojón en la mutación geopolítica que venimos advirtiendo hace algunos años. Trump, tal vez, sea la mejor metáfora de la decadencia del imperio americano. 

Profesor UBA. Investigador adjunto del Conicet.