El aumento de las horas destinadas al trabajo remunerado, especialmente por la incorporación masiva de las mujeres al mercado laboral durante los últimos cincuenta años, cambió de manera radical el tiempo disponible de los hogares. Esta nueva organización de la vida intramuros se dio en paralelo al crecimiento exponencial de los alimentos procesados. Cuando nos preguntamos qué comemos, la respuesta está lejos de agotarse en una receta o en la imagen de un plato de comida. Veamos cómo fue mutando un engranaje clave de la reproducción social.

Tanto la producción como la comercialización de alimentos y bebidas se consideró, desde el inicio de la cuarentena, actividad esencial. Ni trabajadores del campo ni de las industrias alimenticias frenaron su actividad. Verdulerías, carnicerías, queserías y demás comercios de cercanías que venden alimentos permanecieron abiertos. También los supermercados. Y con ellos el transporte que garantiza que lleguen. En Argentina y en el resto del mundo.

También abrieron, de a poco, los negocios que venden comida procesada. Bares, restaurantes, pizzerías reconvirtieron sus cartas para poder llegar hasta las casas de sus clientes.

La pandemia puso de relieve los diferentes hábitos de consumo de alimentos y también las tramas de trabajos que los posibilitan, afuera y adentro de las casas. Dime qué comes y te diré qué estilo de vida tienes (y cuáles son tus ingresos), podría decir el dicho.

Del análisis de las Encuestas de Gasto de los Hogares se desprenden conclusiones interesantes. Por un lado, desde mediados de los años noventa hacia acá, se aceleró un fenómeno que comenzó en la década del setenta: el desplazamiento de la dieta tradicional, basada en alimentos frescos o mínimanente procesados, preparados en las casas, por una dieta en la que los alimentos ultraprocesados cobraron protagonismo. Por otro, mientras que los hogares de ingresos más altos aumentan su gasto en esparcimiento (y dentro de éste, en consumo de comidas fuera de la casa), para los de menores ingresos ese rubro se achica y cada vez destinan más porcentaje de sus ingresos a la compra de alimentos y bebidas.

Es parte de un proceso que se mueve en direcciones diversas. Desde la incorporación masiva de las mujeres al mercado laboral, hay menos confinadas en sus casas, relegadas a una jornada enteramente dedicada a cocinar, limpiar, criar y cuidar a sus familias. La contracara, hay más mujeres siendo precarizadas en todas esas actividades para satisfacer la demanda de otros y empujadas, por falta de tiempo, a consumir, ellas y sus familias, alimentos envasados que requieren poco o nulo tiempo de elaboración.

Agricultorxs, cocinerxs, repositorxs de góndolas, repartidores garantizan a diario que la comida de millones llegue a las mesas, pero sólo unxs pocxs acceden a una dieta balanceada y saludable.

La pirámide nutrisocial

Según un documento muy detallado del Centro de Estudios de Nutrición Infantil, entre 1996 y 2013, el consumo de legumbres cayó un 30%, el de harina de trigo un 48%, mientras que la demanda de fideos secos creció un 28% y la de pan envasado se quintuplicó. El pan de panadería cayó un 40% y el consumo de galletitas aumentó un 141%.

En otras palabras, las heladeras y alacenas se llenaron de plástico y desapareció de las casas el olor a pan y galletitas recién horneadas.

El reemplazo de alimentos frescos por procesados se dio en toda la escala de ingresos, pero de manera mucho más marcada en los hogares de ingresos bajos. En 2013, el quintil de ingresos más alto consumía el doble de legumbres y el triple de pastas frescas que el quintil más bajo, que demandaba un 14% más de fideos secos y un 25% menos hortalizas.

La pirámide nutricional se pone más puntiaguda cuando se contrasta la producción masiva de alimentos con la población que no llega a cubrir lo mínimo. Se estima que Argentina produce alimentos para 400 millones de personas y aún así, 16 millones pasan hambre.

En el lenguaje de organismos internacionales como la FAO, la inseguridad alimentaria es la interrupción parcial o total en el acceso físico y económico a alimentos. Según este organismo, en Argentina, la sufren dos millones de mujeres adultas mientras que entre los hombres son 1,3 millones.

En otros ámbitos, ligados a los movimientos sociales y a quienes trabajan la tierra con sus propias manos, se prefiere el término soberanía alimentaria. Es una mirada que pone el foco en cómo se producen y garantizan los alimentos y no sólo en la posibilidad o no de acceder a ellos.

No hay fórmula ni gráfico más elocuente que una de las escenas urbanas cotidianas más tristes para probar que la forma en la que el capitalismo organiza la producción, la distribución y el consumo es inadmisible: la de personas, muchas veces niñxs, que buscan en la basura ajena, restos de comida.

Las diferencias también son inmensas entre quienes pedalean para llevar un plato caliente y quienes lo esperan, en el calor de una casa. En lo que va de la pandemia, al menos cinco trabajadorxs de plataformas murieron en la calle, atropelladxs, sin protección alguna. El consumo de comida preparada en las grandes ciudades crece de la mano de la precarización laboral más violenta.

Mucho más que comida

En marzo y abril, la inflación de alimentos y bebidas fue del doble que la del resto de los rubros del índice de Precios al Consumidor. En todo el mundo está habiendo un encarecimiento relativo de los alimentos. Comer se volverá más caro, especialmente más en los países de menos ingresos. En Argentina, mientras se pagaba el Ingreso Familiar de Emergencia a quienes se quedaron sin ningún ingreso durante la pandemia, las grandes cadenas de supermercado embolsaban ganancias extraordinarias, quedándose con una tajada de la política social.

A través de los impuestos, la cadena alimenticia también da de comer a un monstruo que no para de crecer: la desigualdad. El impuesto al valor agregado (IVA) que pagan en mayor medida quienes destinan la totalidad de sus ingresos al consumo de alimentos suele estar por fuera de las preocupaciones de quienes pregonan por la reducción de las cargas fiscales.

La educación para la salud y la información sobre el contenido nutricional debería ser obligatorio en las escuelas. Hoy no es raro que sean empresas alimenticias interesadas en promover sus productos las que brindan capacitaciones.

La reducción de nuestra movilidad en tiempos de pandemia es una buena oportunidad para preguntarnos por el tiempo y el trabajo que contiene cada uno de nuestros bocados ¿De dónde viene lo que comemos?¿Con qué semilla nació?¿Cuántos kilómetros recorrió antes de llegar hasta mí? Se trata de pensar en todos los eslabones de la cadena. Acercar a lxs que hoy son sus partes más débiles y protegerlas también es pensar en la soberanía alimentaria.