En noviembre del año pasado, el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, en su rebautizada sección Nuevos autores – Nuevas autoras, presentó un largometraje documental rodado en su totalidad en un edificio de la populosa ciudad de San Pablo, transformado en hotel para personas en situación social delicada. Dos años antes del estreno mundial del film en el prestigioso evento parisino Cinéma du Réel, la realizadora paulista Maíra Bühler visitó diariamente, durante seis meses, los siete pisos y veintiocho habitaciones del Hotel Parque Dom Pedro y registró las experiencias cotidianas de algunos de sus 107 habitantes, cuya característica en común era “la adicción al crack y su color de piel”, según afirma la sinopsis oficial. Diz a ela que me viu chorar se está presentando en estos días en la plataforma cinéfila Mubi como parte de un programa especial dedicado al nuevo cine brasileño y en sus poco menos de noventa minutos de duración la directora logra construir todo un universo cinematográfico tomando retazos de una realidad compleja y dura, pero también tierna. En definitiva, humana.

Formada en estudios universitarios antropológicos y con una carrera como guionista y codirectora de largometrajes previos (este es su debut en solitario detrás de las cámaras), Bühler afirma que el origen del proyecto tiene un componente personal fuerte. “Vivo en la misma ciudad que estas personas y camino por las mismas calles. Los veo siempre y en el origen estuvo presente un deseo de aproximación, de conocer y estar más cerca”, afirma en comunicación exclusiva con Página/12. “Quería cruzar esa pared que nos separa, un muro de prejuicios y también de miedo. Todo un desafío que implica buscar lo que es humano, lo que es común, e intentar crear una narrativa distinta a las que conocía sobre las personas que viven en esa condición”. La primera escena muestra a un par de habitantes del hotel consumiendo crack en una de las habitaciones. Diz a ela que me viu chorar (Dile que me viste llorar), sin embargo, no podría estar más alejada del registro escandalizado o la mera explotación de la sordidez (ver crítica aparte ). “No conocía, en Brasil al menos, un tipo de experiencia cinematográfica que implicara acercarse a gente con mucha vulnerabilidad sin crear estereotipos”, continúa la documentalista. “Desde un principio supe que iba a ser una película muy difícil de hacer. La cuestión central era respetar su subjetividad, que es algo que no suele ocurrir. Muchas veces estas personas son transformadas en figuras sin rostro, sin subjetividad alguna”.

-Hay una referencia ineludible en la película y es el cine del documentalista brasileño Eduardo Coutinho. En particular su película Edificio Master (2002), que detalla la vida de un grupo de habitantes de un edificio en Rio de Janeiro.

-Coutinho es parte de mi formación y no creo que pueda hacer una película sin relacionarme con él, de una u otra manera. Hay dos cosas en Diz a ela… que me parecen fundamentales y que me llevan al cine de Coutinho. Una es la cuestión del dispositivo fílmico; él hablaba mucho de eso, de cómo se recorta y limita en una película. Algo que tiene que ver con el espacio, aunque no de manera exclusiva, sino también con un lenguaje, una forma. La otra cuestión es la ética: cómo pensar los personajes, que son personas que están ahí viviendo, antes y después de la película. Es un gran desafío y Coutinho fue un maestro en ese sentido, por su forma de relacionarse con los personajes y respetarlos.

-¿Fue muy extenso el proceso de preproducción del film? ¿Resultó difícil acercarse a los habitantes del hotel?

-Muchas veces, el desarrollo de un proyecto en el terreno documental no se valoriza como debería. En este caso, afortunadamente, aplicamos a un fondo y pudimos hacer un trabajo de campo previo que fue fundamental. Una suma de dinero que me permitió estar en el lugar durante un año. Antes de comenzar a filmar hice una suerte de etnografía de campo y ya en ese momento sabía que la experiencia iba a estar ligada al consumo de crack, al que ustedes en Argentina llaman paco. Leí mucho sobre el tema, hablé con gente que había estado en contacto con la droga y finalmente me acerqué al centro de San Pablo –que es conocido como Crackolandia– para conocer el lugar y entablar relaciones. Finalmente llegué a un hotel, que no es el de la película, y pude entrar con la cámara. Allí estuve cuatro semanas, tratando de entender qué película quería hacer y también viendo si ellos querían hacer la película, que es una pregunta fundamental. En ese momento entendí que el equipo de rodaje debía ser muy chico: apenas yo, una camarógrafa, un sonidista y una productora. También cuestiones que pueden parecer técnicas pero que son muy importantes a la hora de pensar en la película. Por ejemplo, qué lentes utilizar. Sabía que era muy importante que los personajes pudieran salir de cuadro, que pudieran elegir no estar más en la escena. Yo no iba a seguirlos con la cámara por todos lados. Así se fue desarrollando una forma de relación cinematográfica con los personajes, donde ellos se sintieron respetados y yo me sentía tranquila. Ellos decidían cuándo querían ser filmados y cuando no; nunca entrabábamos en una habitación cuando no éramos invitados. El hecho de haber filmado en un hotel implicó que las puertas podían estar cerradas y eso estableció una dinámica muy importante.

-Por momentos, pareciera que la cámara es invisible y simplemente registra hechos y conversaciones. En otros, en cambio, el espectador tiene la impresión de estar frente a pequeñas representaciones realistas. ¿Cómo surgió esa cruza de modelos narrativos?

-La cámara fue muy evidente durante todo el proceso. Estaba el trípode, unos lentes muy obvios y, desde luego, el boom del micrófono. El boom es incluso más evidente que la cámara como aparato. En un primer momento, la mayoría de los habitantes pensaba que la cosa iba por un registro del tipo reportaje, algo televisivo. Pero de entrada les dije que esa no era mi intención, que esto era una película. Y allí entraron en un juego ligado a la idea de “hacer una película”. Lo que hicimos durante todo el rodaje fue compartir con ellos lo que íbamos filmando, de manera que se pudieran ver y así crear su propia forma de participar en ella. En ciertos momentos hay entonces algo de “actuación”, en el sentido de que ellos se representan a sí mismos frente a la cámara por el simple hecho de ser conscientes de su presencia.

-Diz a ella… es un documental de índole social pero al mismo tiempo es muy humana y está ligada a las vidas privadas, las relaciones de pareja y sus conflictos.

-Me gusta mucho la idea de que para ser antropólogo hay que tomarse a las personas seriamente. Y entender que lo que ellos piensan de la vida es importante. De alguna manera, el amor, la vida privada, los afectos, son muy relevantes. Si hiciera una película sin tomar eso en cuenta no sería un abordaje antropológico. Porque ello implica escuchar lo que resulta importante para el otro.

-Hay una placa en el final que afirma que el hotel se cerró hacia comienzos de 2018. ¿Esas experiencias habitacionales comunitarias dejaron de existir por completo?

-Así es. Fue una experiencia corta de un programa social de la municipalidad de San Pablo, cuando Fernando Haddad era el prefecto. Fue interesante porque se armó a partir de una colaboración entre varias secretarías (social, de trabajo, de habitación), un programa en el cual lo esencial era la idea de tener un techo, que para tener un lugar en la sociedad esta gente debía tener un espacio propio, una forma de reconstituir su dignidad y autoestima. Un lugar desde el cual poder relacionarse con el trabajo y la alimentación. Fue una experiencia que duró un tiempo, pero después de las elecciones llegó otro alcalde que no compartía esas ideas y se volvió al concepto de medicalización y seguridad pública. Es decir, la solución es el encarcelamiento y no los programas sociales. No hay casa, sino una cama en un albergue, en un lugar lejos de todo. Y al salir de allí vuelven a la calle y al estilo de vida que tenían antes. Se perdieron todos esos programas y ahora estamos en el peor momento, porque esa gente sigue en las calles con el riesgo de la covid-19. Es muy triste.

-El título de la película es una cita a la letra de una canción que se escucha en cierto momento, cantada a capella por uno de los inquilinos. ¿Se barajaron otras posibilidades?

-El título fue muy difícil de hallar porque todo daba la impresión de que queríamos poner un rótulo. En un momento pensé que un título posible era “Combustión”, por la idea de que hay una combustión social y otra afectiva. Sin embargo, pensamos que lectura iba a ser inmediatamente ligada a la combustión del crack. Pero la película no es específicamente sobre ese tema, aunque forme parte de la vida de los personajes. Fue entonces que surgió la idea de usar esa frase de la canción, porque es verdad que los personajes están todo el tiempo diciendo que tienen sentimientos, que están sufriendo, por amor y otras razones. También era una manera de señalar la relación de ellos conmigo, con la cámara y también con el público.

-¿Fue muy arduo el proceso de montaje? Es posible imaginar muchas horas de material bruto luego de seis meses de filmación.

-Me encanta la etapa de montaje y es una instancia en la cual estoy realmente a pleno. Para encontrar la película, yo salía del edificio después de cada día de filmación y me iba a editar. Durante mucho tiempo esto fue así, también porque era importante ir mostrándoles a los protagonistas las escenas y trabajar junto a ellos. Empecé editando cada personaje por separado y allí fui comprendiendo quién me interesaba para la película y quién no. Entender qué era fuerte cinematográficamente. Fue un semestre entero filmando en el hotel y el último día de rodaje fue el primer día del año nuevo. Creo que por cada día de rodaje llegamos a tener unas dos horas de material, lo cual no es tanto. Estábamos en el hotel unas ocho horas diarias, pero no filmábamos todo el tiempo.

-Este es su primer trabajo en solitario. ¿Fue una decisión impulsada por una necesidad?

Fue una necesidad, sí. Quería experimentar y hacerlo sola. Las experiencias de realización en conjunto fueron todas súper interesantes y la relación con Matias Mariani –con quien dirigí mis películas anteriores– continúa, ya que fui una de las guionistas de su última película. Pero hay un momento en el cual algunas cuestiones se sienten muy propias.