Artículo de opinión publicado el 2 de julio

La liga española ingresó en su etapa de definición, cuando faltan sólo cinco fechas, y una ola de inestabilidad salpica a uno de sus principales protagonistas: Barcelona. El conjunto capitaneado por Lionel Messi -se detuvo en estas horas la renovación de su contrato- mostró en las últimas semanas, desde que se reanudó la competencia, escenas de desconcierto que levantaron los cuestionamientos hacia varios sectores. El que se encuentra más comprometido parece su conductor, Quique Setién, quien no ha podido plasmar su idea de juego con convicción, y el equipo no sólo dejó de ser el líder, sino que sus respuestas futbolísticas no se evidencian.

El fastidio por los malos resultados provocó la reacción de sus figuras: Suárez protestó por la seguidilla de empates y la pérdida de varios puntos; Messi dejó en ridículo al ayudante del entrenador, Eder Sarabia, al ignorar sus indicaciones; y el francés Griezmann mostró su disconformidad en el último encuentro ante el Atlético Madrid por no haber sido titular. Para colmo, el padre del campeón del mundo se despachó también contra el técnico.

Esta situación ocurre mientras el equipo se encuentra segundo en la tabla de posiciones, a cuatro puntos de su rival eterno Real Madrid; y con grandes posibilidades de convertirse en cuartofinalista de la Champions League, si cuando se reinicie el certamen consigue cerrar la serie de manera positiva ante el Napoli de Italia, luego del empate en un gol en ese país.  

El presente no es para nada desalentador, y en cualquier otra institución el entrenador sería alabado por posicionar al plantel en esos sitios. Sin embargo, en estos lugares, y cuando se le empieza a perder el respeto a la autoridad, las situaciones no suelen finalizar de la mejor manera. Setién llegó en enero pasado en reemplazo de Ernesto Valverde, al que supuestamente los jugadores habían traicionado, según el director deportivo Eric Abidal. Y seis meses después sucede esto. Las coincidencias son demasiado rápidas.