A los 25 años ejecuté un acto transgresor que fantaseaba en cada momento que había sentido ser unx sujetx falladx o cuir: la ruptura real de los vínculos que perpetúan la reproducción de la (hetero)normatividad. Empecé por la familia. Rompí con mi madre, y hace 25 años que no sé nada de su paradero ni ella del mío. Me borré de la vida de mi hermana y sus hijos -mis sobrinos. Luego de varios intentos, cortamos todo vínculo con mi hermano, que también es homosexual. Me distancié de mi padre, al punto de volvernos dos completamente irreconocibles. Renuncié a empleos y a la extorsión del salario, con el costo de la precariedad laboral y la incertidumbre económica de la autogestión. Me tomé el palo del teatro como arte, comunidad e institución heterosexualizada. Me fui desvinculando afectivamente de personas que sus familias me acogían como a unx de ellxs. Erosioné la intimidad de cualquier incipiente pareja. La única opción parecía ser la transgresión de toda orientación de la narrativa (hetero)normada.

Sin embargo, el 17 de octubre del 2011, a un año de la aprobación de ley de “matrimonio igualitario”, en Argentina, me casé. El matrimonio se derrumbó en menos de un año y nos divorciamos. En la idea de casarme, pese a una relación desigual y jerarquizada por clase social, edades, cánones corporales, culturas y economías afectivas, reconozco que había en mí cierta aspiración a sentirme menos incómodo. Habitar, por primera vez en mi vida, cierta zona de confort que promete la idealización de la pareja heterosexual. Hacer buena pareja; acceder a derechos de propiedad; descansar en la monogamia; tener bienestar económico; visibilizar una vida gay “legítima”. Sentirse un poco mejor en un mundo heterosexual que (me) había rechazado era una forma de consuelo. Al precio de vivir en una “homonorma” que reproduce la cultura de la heterosexualidad. Un guión social que moldea la potencialidad de los cuerpos.

En la asimilación de las (hetero)normas que hemos internalizado y nos han avergonzado no desaparece la homofobia del espacio público heterosexualizado. Se agazapa en la crueldad de los gestos, los fisgoneos de la mirada, los silencios incómodos de los no dichos y los sobrentendidos, la incomodidad corporal en la mayoría de los espacios, la desconfianza amenazante de narrativas no familiaristas. Hasta que el odio del “tabú homosexual” vuelve a estallar en renovadas culpabilizaciones, discriminaciones, agresiones y descategorizaciones.

Junto a instaurar derechos que reconozcan nuestras existencias cuir necesitamos animarnos a una imaginación política no identificada ni con la transgresión ni con la asimilación. Sostener el binarismo entre las opciones de transgresión o asimilación a la (hetero)norma agota nuestra energía no renovable que necesitamos para re-elaborar formas sociales singulares. Desde la incomodidad y el fracaso con las (hetero)normas que las personas cuir enfrentamos en nosotrxs mismxs y en relación a otrxs ¿qué formas no idealizadas de amar, tocar, relacionarnos, luchar, cuidar, gozar, hacer espacios y crear temporalidades podemos producir en común y hacer esfera pública alternativa?