“Tú nos importas al igual que los recuerdos que compartes aquí, pensamos que te gustaría mirar esta publicación de hace dos años”. Aparecés con alguien más. Tus sentimientos pueden haber cambiado. Pero la red no se siente interpelada. Hemos cedido nuestro perfil para entrar al reino de los algoritmos limpios y los negocios sucios. ¿Resultado? Gran parte de la población mundial desvirgada y abandonada. Antes se les decía a las jovencitas que no mantuviesen sexo hasta después de la boda; pues los hombres “tan pronto te logran, te largan”. Algo similar hacen las redes. Te seducen entrando gratis. ¡Falso! No se paga con dinero sino con datos: retratos, lugares, comidas, bebidas, vestimenta, viajes, nivel económico, tendencia ideológica. Memorización y manipulación. La campaña Trump compró millones de perfiles Facebook para reperfilar votos.

La memoria es la capacidad de recordar. El recuerdo es la reedición mental de una percepción pasada. La memoria sin recuerdos es vacía. El recuerdo sin memoria es ciego. En esta dialéctica hay un tercer término: el olvido. Una memoria absoluta inmovilizaría. El pasado se soporta gracias a que el olvido va sembrando hiatos en la memoria. No en relación con los delitos de lesa humanidad, por supuesto, sino con olvidos subjetivos. Descontroles, relaciones fallidas, duelos. Pero la industria digital nos quita el derecho a olvidar. La memoria RAM recibe instrucciones del procesador. Almacena datos manipulables por diferentes programas. Al ser de acceso aleatorio -no secuencial- agiliza la información. Se arman simulacros de recuerdos en formato parque de diversiones interviniendo en nuestros propios recuerdos. Todo al servicio de la venta de datos y del control de la población. Se juega el destino de las potencias -y ni hablar de los países marginales- manoseando “memorias” digitales, entre otras cosas.

“Tienes un nuevo recuerdo”. Nuestros posteos se almacenan en una memoria que no es la propia, aunque en su armado figure nuestra imagen. Gmail registra intercambios y contenidos (cuando mis seres queridos estuvieron gravemente enfermos, me comenzaron a llover publicidades de mercaderes del cáncer). Por su parte, YouTube monitorea nuestros gustos estéticos. Facebook se empeña en recordarnos su tendenciosa reedición de nuestras imágenes. Instagram, un álbum de retratos infinito y Google el detective que sigue todos los movimientos. Hemos devenido mercancía virtual y nos pueden usar ad eternum. Pero los hemos autorizado al dar clic sin leer la letra chica. Una donación al espionaje desde ahora y para siempre. Estar en una red social es una dudosa forma de inmortalidad (a pesar de los cementerios digitales).

“¡Hola! Aquí tienes las novedades de tu cronología”. Aparece un mapa que marca tu domicilio -ciudad, calle, número- y puntitos rojos. Los sitios a los que fuiste, el nombre y hasta fotos de donde entraste. Si te dirigiste caminando, en auto, en transporte público o en bicicleta. Fecha, tiempo, hora, velocidad, todos los detalles. Incluso -aunque no tuvieras encendido el Google Maps- tu historial algorítmico te persigue. Hasta te regaña “¡Hey! ¡tienes diez y siete recuerdos sin abrir!”. Se esmera por convertirte en archivo absoluto -tipo Funes el memorioso- y te consuela si no saliste en cuarentena: “Los sitios en los que has estado pueden ser menos este mes debido a la respuesta de tu zona ante el Covid-19”.

La Carta séptima y Fedro tratan acerca de la memoria y fundamentan contra su enemiga: la escritura. Escribimos para no esforzarnos en aprender, dice Platón. Recomienda no encerrar el pensamiento en la escritura. El pensamiento vivo necesita la palabra hablada, el tiempo real, la corporalidad. En cambio, lo escrito (como lo pintado) está fosilizado, si se le pregunta no contesta. Platón vivió en el pasaje de lo oral a lo escrito, del mito al logos. Nosotros en el pasaje de los recuerdos a escala humana a “recuerdos” viralizables. Nuestro pasaje es inverso, del logos al mito (tecnológico).

No deja de ser inquietante esa exposición perpetua. Una delgada línea separa el derecho al olvido del derecho a la información. En un resonado caso de famosos y drogas -en la década de 1990- una muy joven Natalia Denegri quedó sobreseída legalmente, pero con su vida íntima súper expuesta. Solicitó a la suprema corte que se borre de los buscadores de Google ese pasado traumático. La corte ordenó borrar los registros más íntimos y menos pertinentes, pero permanecen contenidos que remiten a los hechos que la involucraron en el escandaloso y mediático “caso Coppola”.

¿Y los criterios para seleccionar contenidos? La matrix toma como positivo la cantidad de likes. No discrimina que “me gusta” no solo indica festejo, puede también indicar adhesión al dolor. Pero la red festeja lo lamentable. La memoria de internet es sospechosa. Al igual que la humana transforma recuerdos. Aunque la digital no tiene sensibilidad ni otorga sentido, además de ser el Febo asoma de una nueva vuelta de tuerca del potencial neocapitalista.

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En Memento, de Christopher Nolan, el protagonista pierde la memoria inmediata por un golpe. Vive en una incertidumbre aleatoria. En su intento por recordar toma apuntes y fotos que luego no reconoce. Así suelo sentirme frente a los recuerdos de “tu cumpleamigos” virtuales. ¿Por qué esa insistencia en el recuerdo? El olvido -en la memoria individual, no en la colectiva- es una capacidad al servicio de la vitalidad comparable al mecanismo de la digestión. Puja para que en la consciencia permanezca lo asimilado, desecha el veneno. Abre espacios. ¿Qué motivos tendría para autoafirmarme en la vida si frente a mí viera constantemente mis furcios existenciales? Eso no cuenta para el mercado digital. La especuladora utopía -al servicio del control y las finanzas- es que en la red todos los recuerdos son buenos y amamos a todas las personas con las que compartimos fotos. La rapiña informática -que desde el aislamiento sanitario multiplica dividendos- pretende conducirnos a una zona imaginaria anclada en “recuerdos” mediatizados como si fueran el pasaporte a la buena vida. Sin embargo, a veces olvidar es reparador, como el sueño. Pues quien no sabe disfrutar el umbral del instante no sabrá jamás qué es felicidad.