No nos enamoramos de alguien sino de la idea que nos hacemos de alguien, diría Rilke. ¿Y dónde se encuentra la génesis de esa idea? Esta es una de las preguntas que surgen ineludibles, al leer Lo que me hizo Fernández, primera novela de María Staudenmann, licenciada en Comunicación Social y fundadora de la revista Qu. “Cuando concebí la novela, lo hice pensando en hablar del Deseo, así, con mayúsculas, como un atributo, o una aspiración, que tiene que ver con el movimiento vital del espíritu. Junto con el Deseo, la Falta, claro. ¿Y cómo hablar de estas cosas? Tenía que bajarlas a lo concreto y entonces me di cuenta de que la mejor manera era hacerlas gente; gente que, además, se enredase en una historia humana, un poco trágica y un poco cómica. De ahí surgen Campos y Fernández, los protagonistas de la novela. Me divertí mucho escribiéndola. Y la verdad es que si bien yo la escribí, muchas ideas y escenas vinieron de la mano de Julieta Obercie y Mirtha Caré, dos amigas de oro con quienes la pasamos genial decidiendo los destinos de los personajes”, dice María Staudenmann. Y agrega: “Me tomé todo el tiempo del mundo para escribirla y corregirla, primero porque mis tiempos de escritura son aleatorios y caprichosos, y segundo, porque siempre creí que no cualquier escrito merece ser publicado en libro, o sea, hecho público, que para merecerlo requiere mucho trabajo”. 

Entre la parodia a los mundillos literarios y un humor cínico y sarcástico por momentos, para reflexionar sobre los vínculos personales, Lo que me hizo Fernández se impone de pronto como una historia de amor completamente alejada de todo vestigio romántico para dar lugar a una concepción lúdica que, llevada al extremo, mantiene la perspectiva de una tensión siempre amenazando con quebrarse para convertirse en otra cosa y terminar finalmente con la ambigüedad. Y es en este punto donde radica lo más notable de esta novela, su delicada construcción en la trama, volcada en la psicología de sus personajes, vale decir el lugar desde donde se sienten atraídos, ligados por una pulsión sexual siempre creciente hasta llevar al límite la propia voluntad.

“Anoche fui a leer al Odín de Caseros, bien en la loma delorto, hasta el GPS tenía ganas de putearme. Tocacceli, la editora de Letrínseca, me invitó hace como un mes, y casi se me pasa. Estuve cerca de tirarle una excusa para zafar, estos eventos me tienen las bolas llenas. Repletos de imbéciles en el mejor de los casos, de hijos de puta en el peor, de los dos en el común. Pero hay que estar, como dicen todos, y es cierto. Ojalá no lo fuese. En un tiempo no lo era, un tiempo que no viví y que ojalá hubiese vivido. La verdad es que no sé por qué me siguen invitando. Pero me invitan. Cada vez más me invitan. Será por eso de que somos hijos del rigor, siguiendo el clásico argumento facho”, dirá Carlos Fernández que, al igual que Lucía Campos, también es escritor. Sólo que pertenecen a universos distintos y, naturalmente, tienen diferentes concepciones de la relación entre la literatura y la vida. “No me interrumpa por favor. Quiero decir que sin importar cómo sea la vida del que escribe, esa vida a veces quiere escaparse hacia otra vida, que puede ser similar o totalmente distinta, pero siempre es otra. Y esa otra vida hay que entenderla, conquistarla y por fin vivirla a fuerza de pensarla mientras uno hace la cola en el banco o viaja en colectivo o va al supermercado, o mientras uno se tira en paracaídas o hace dedo en una ruta perdida del Chaco o espera que el tío le vaya a pagar la fianza. Y después hay que escribirla en el tiempo que uno le roba a esa vida de colectivos o de paracaídas que uno tiene. Entrar y salir de las dos vidas, la de fantasía y la real, a voluntad. Nunca creerse esa otra vida, solo vivirla. Vivirla, escribirla y corregirla y después escribir más y corregir más y siempre, siempre leer. Eso es disciplina para mí”, dirá Lucía Campos como quien se mide o intenta defenderse de una catástrofe que, de todos modos, va a sobrevenir; porque cuando el deseo irrumpe se parece mucho al amor. 

Y Fernández pareciera no ser otra cosa que un cobarde que huye hacia adelante, como decía Dalmiro Sáenz. Pero ¿quién es Carlos Fernández? No resulta tan sencillo decirlo, aunque uno tiene la sensación reconocible de que esta clase de personajes siempre están rondando los circuitos literarios, más allá de cualquier época; y es que hay algo anacrónico en Fernández que lo hace sumamente atractivo, escritor marginal pero con cierto éxito, inteligente, filoso, creativo y, por sobre todo, un hombre que ha entablado una lucha secreta consigo mismo. Todo lo que hay de oscuro en Fernández es porque está partido como una cáscara de nuez, lleva consigo una culpa, algo hizo o le hicieron, y ahí está el centro de su incógnita, el muy buen trabajo que hizo María Staudenmann para retratar la oscuridad de un hombre que escribe porque es la última manera para sostenerse en el mundo. Y no se toma en serio a sí mismo, lo que resulta doblemente fascinante. 

Lucía Campo, por su parte, no es ni por asomo un ser más simple. Sólo habrá que creerle cuando habla de sí misma y su relación con su madre o su hermana, sus dos divorcios, el vínculo que mantiene con la hija de su última pareja, su trabajo como secretaria, el libro de cuentos que ha escrito, Sueños extraños donde hombres que no conozco me besan y que, a sus cincuenta años, regresa a ella como obsesiones que se imponen para dar lugar a las temáticas de sus cuentos. “Soy sola. Y lo digo reconociendo y respetando el peso específico de cada una de esas dos palabras. No estoy sola: soy sola. La conjugación de la primera persona del singular en presente dice casi todo lo que hay para decir acerca de mí. Un presente perpetuo: siempre he sido sola. Ya desde chica amaba la soledad; un amor cimentado en el miedo al dolor, la fuerza más poderosa”.Y es justamente en esa laguna de soledad donde estas dos personas se ven reflejadas a así mismas. 

Lo que me hizo Fernández es una novela donde el juego de la seducción es como un abismo donde al asomarse no se sabe bien si lo que hay debajo es perversión o inocencia pura. Gran comienzo para María Staudenmann