1. Guerra

Un día mi cuerpo despertó en medio de una guerra recién iniciada, quizás era el día 20 y tantos; no ahora que mi cuerpo y yo nos hemos acostumbrado a estar dentro, casi deseando que se perpetúe el estado de inercia improductiva en el que nos encontramos él y yo. Aquel día apareció una memoria desconocida, como si un bombardeo acorralara la ciudad y no pudiéramos fugarnos, pues afuera estaba el enemigo, acechando en los rincones, en los mínimos objetos, en cada baldosa que pisáramos. Y la bomba podía también apuntar a nuestra casa -enfermarse o morir eran posibilidades inmediatas-, algo así como estar herido o colapsar por muerte súbita; ahogándonos en humores segregados por balas invisibles. Ese día lloré; en algún momento posterior me pregunté si algo de una memoria filogenética se acurrucaba en mis emociones, mi abuelo estuvo en la Primera Guerra Mundial y con él toda su familia: ese es el vínculo más cercano y directo; y con ellos, las pestes, el dolor, el encierro, la muerte deambulando a cada instante; como también la costumbre de vivir asediados.

La angustia estaba en el pecho, las imágenes mentales colaboraban a la situación, miles de muertos en todo el planeta, de hospitales saturados por el dolor, de calles vacías por el miedo y la precaución; las ciudades divididas entre colaboracionistas, traidores, franjas de resistencia, negacionistas. Ese día me inundó la idea de lo incierto, y lo incierto ligado a la finitud y al espanto. Un enemigo virtual se apoderaba de nuestras prácticas en su amplia o acotada diversidad, desde la vivencia callejera y citadina a los hábitos más íntimos: todo estaba teñido por ese gas letal, la información de un ARN cuya extrañeza escapa aún de la sapiencia humana, de su capacidad de predecir, pronosticar, diagnosticar, dominar el tiempo. Ese fue el día en que mi cuerpo y mi yo, que no son más que la continuidad en la discontinuidad, comprendieron que muchas historias explotaban en ésta.

Meses antes, cuando nada de esto parecía avizorarse, había leído el fragmento de un libro escrito hace exactamente un siglo: “Una facultad que nos pareciera inalienable, la más segura entre las seguras, nos está siendo retirada, la facultad de intercambiar experiencias (…), la cotización de la experiencia ha caído y parece seguir cayendo libremente al vacío (…) Con la Guerra Mundial comenzó a hacerse evidente un proceso que aún no se ha detenido. ¿No se notó acaso que la gente volvía enmudecida del campo de batalla? En lugar de retornar más ricos en experiencias comunicables, volvían empobrecidos (…). Una generación que todavía había ido a la escuela en tranvía tirado por caballos, se encontró súbitamente a la intemperie, en un paisaje en que todavía había quedado cambiado a excepción de las nubes. Entre ellas, rodeado por un campo de fuerza de corrientes devastadoras y explosiones, se encontraba el minúsculo y quebradizo cuerpo humano".

Desde hace mucho tiempo, me resulta ineludible pensar que, si algo podemos preguntarnos acerca de nuestra existencia, sólo es posible a través del relato de la experiencia sensible, de la práctica vivida con nombre propio. En ese sentido, más allá de las estadísticas y los datos científicos, un pensamiento sensible y un cuerpo pensante (no soporto los dualismos, aunque me reconozco atravesada por ellos, por eso las cualidades de la cosa, sirven para suavizar lo que la lengua aún no está preparada a aceptar), sólo se hacen presentes en el movimiento, en los lazos y en las historias: amalgamados, entrelazados, acoplados, integrados.

Es quizás por eso que prefiero hablar desde esa experiencia y esa sensibilidad, es quizás por eso que mi ser o mi cuerpo, o ambos, sintieron que una guerra sin batallas nos estaría atravesando. Es así como en lugar de explicar cuantificaciones, desarrollar postulados alrededor del pandemónium o ubicar al cuerpo dentro de entramados teóricos, me pregunto por esa fragilidad, esa falla primera que nos constituye, ese universo biosimbólico que no es nuestra encarnación ni nuestra extensión al universo ni nuestra coraza, porque no es una posesión, una propiedad de un agente superior (yo), al que debe darle cuentas, no es una mera facultad sintiente, menos aún un adminículo o un resto. Quizás es nuestra ceguera o nuestro inconsciente, quizás es lo innombrable, como la vida, como la muerte: cuerpo-ser-siendo-sintiendo-en-conmoción. Y es ese mismo “resto” -concebido y modulado de esta manera, desde las lógicas y prácticas occidentales modernas, desde hace más de 5 siglos-, lo que entró en crisis planetaria. No ya la naturaleza en su totalidad sino la parcela de ella arrojada a “lo humano” (cuerpo-objetualizado), o la construcción y costumbre que hicimos de ella.

Así es como el atentado terrorista del enemigo onírico, tal como se nos está presentando, no sería hacia todo lo existente, sino hacia lo más y menos preciado, el significante vacío por plenitud: el soma; todo lo demás (economías, órdenes políticos, conglomerados sociales) sigue alterándose o cayendo por defección. “¡El mundo se paraliza por un virus!”. Y lo que parecería entrar en parálisis, en los albores de este estado de cosas, es el cuerpo-sujeto (hoy real y simbólicamente encerrado entre sus propias paredes, más sujetado que nunca).

Los noticieros y algunos especialistas anunciaron que una guerra invisible parece azotar al planeta, así el mundo se redescubre en una red conectiva fría e intolerante. Esa red (fascia planetaria-internet) es el medio por el cual recreamos una ficción avizorada desde los inicios de la modernidad occidental.

Las guerras de antaño eran tramitadas a través del cuerpo a cuerpo, la operación era real, la materialización de la conquista no dejaba lugar a dudas ni a sospechas. Siempre el cuerpo fue el blanco, la vida encarnada allí, el poder también encarnado allí; pero esa es una historia que fue transmutando como sus mecanismos de ejecución. Hoy no podemos decir que no haya palabras, los efectos traumáticos no se parecen a aquellas guerras planetarias, donde los cuerpos eran destruidos de forma masiva en sus propios hogares y las huellas de la sangre y de los escombros invadían las imágenes recopiladas en vivencias persistentes. Ahora los cuerpos que desaparecen están invisibles y muchos de ellos ya estaban invisibilizados: los cuerpos fragilizados por el hambre, la soledad, la segregación, la expulsión, la dominación; las dolencias físico-simbólicas son números que se vislumbran en ciertos momentos a través de los medios de comunicación y las redes digitales. Hay una sobrepoblación de informaciones continuas y de explicaciones a lo que sucede, de forma casi compulsiva, hay que hacer hablar al pandemónium y a sus efectos, en la lejanía aséptica de la virtualidad binaria o mediatizada; aun así, parecería faltar la experiencia, la transmisión directa, la presencia, el cuento. Hoy, exactamente hoy, hay 19.750.245 casos en el mundo y seguimos contando desde una distancia que va mucho más allá de los 2 metros protocolares. En este momento, todo se convierte en un signo que ha perdido sus referencias. (continuará…)