Al calor, fragor y ritmo de un barrio popular y obrero: así nació y se crió Kiko Dinucci, nacido en 1977. Su nombre de pila es Cristiano pero desde hace tiempo nadie lo llama así. Aquel barrio fue el Cecap, allí en Guarulhos, cerca del Aeropuerto de San Pablo: toda una arquitectura modernista, lindante al río Baquirivu-Guaçu, que el propio músico ha señalado como una de sus primeras influencias estéticas. Y criado, además, bajo la escucha legada de Roberto Carlos y Alcione por parte de su madre, la adoración por la música caipira de su padre y los discos de rock brasilero de su hermana: Titãs, Os Paralamas, Ira. A la edad de trece, catorce, algunos de sus vecinos decían: Kiko está loco, escucha a Jorge Ben. Por su propia cuenta recaló en el metal –local e internacional- y enloqueció con los discos de Chico Science & Nação Zumbi –sobre todo con los dos primeros, los únicos que llegó a grabar Science: Da lama ao caos (1994) y Afrociberdelia (1996), hoy clásicos. Repetidas veces comentó que esa porfía de pensar, incluso, sus discos solistas en compañía y como gesto colectivo, quizás venga de allí: de la influencia que ejercieron sobre él esos trabajos siempre firmados por dos o más. O quizás por haber tenido en su barrio una experiencia colectiva, grupal. A decir suyo: un poco comunista.

Luego de un derrotero por bandas punk y hardcore, en las que tocó en unas u otras guitarra, bajo o batería; comenzó a estudiar en la Escuela Técnica Municipal Carlos de Campos a la vez que empezó a participar activamente de los encuentros de candomblé y frecuentar las rondas y bailes de la periferia de la ciudad: Tiradentes, Parque São Lucas, Fundão de Interlagos. Fue allí, más precisamente en el bar Ó do Borogodó –clásico de la escena y el lugar- donde conoció a la cantora Juçara Marçal. Así, de algún modo quedó configurada cierta vuelta a la guitarra acústica y a ese tipo de música que pregna todo lo que hace. Varias veces le han preguntado cómo define lo suyo. Y algunas de esas veces ha respondido, apenas, como si no hiciera falta más: música urbana de San Pablo.

Él ha ido amontonando parcerías y conformando grupos con muchos: con Bando Afromacarrónico, con Douglas Germano, con Passo Torto (Rodrigo Campos, Rómulo Fróes, Marcelo Cabral y, a veces, Ná Ozetti; editaron tres celebradísimos discos: el debut homónimo de 2011, Passo Elétrico (2013) y Thiago Franca de 2015). Pero la afinidad y el encuentro que de alguna manera define gran parte de su trabajo es lo hecho con Juçara: no sólo editaron el exquisito y manso Padê (2007) sino que junto al saxofonista Thiago Franca forman Metá Metá: un trío ecléctico, raro, encendido. Por momentos inventan susurros. Por otros, estallidos. En todo, líneas que cruzan: afro, rock, candomblé; una especie de MPB densa, un tropicalismo pasado de rosca. En algunas entrevistas han dicho sobre su música: más duro, más tenso, más olla a presión. Los discos Metá Metá (2011), MetaL MetaL (2012), MM3 (2016) y Gira (2017, banda de sonido para la compañía teatral Grupo Corpo) dan cuenta de ello.

Todo ese derrotero podría bastar. Pero su mapa musical se completa con los únicos dos discos solistas que tiene editados hasta el momento. Discos que, de algún modo, no hacen sino condensar, esculpir bajo su única firma lo que fue su trabajo con otros. Cortes curtos (2017) es pura electricidad en el aire, rito macumba enchufado a 220. Rastilho (que en su traducción puede entenderse como detonante o fusible), editado hacia comienzos de este año, de alguna manera se pensó y gestó al calor de la convalecencia: una lesión con el skate lo obligó a estar casi un mes hospitalizado y otro de reposo en su casa. Allí entre lecturas y cine –además de ser un gran artesano del grabado e ilustrador también es realizador audiovisual- volvió a la guitarra acústica, esa especie de primer amor. Aunque acústico, el disco reúne once canciones que mantienen un tono de afro samba rabioso, urgente; de candomblé podrido; su guitarra –un poco punk-, además, como detonante percusivo. Y Ava Rocha, Rodrigo Ogi y Juçara convidados a eso: cantan pero también gimen, gritan, aúllan. “Quema, déjalo arder, que vuelva el humo gris/La plaza se ha derretido, la noche no ha terminado” cantan en la canción que cierra el disco. Una lectura personalísima de cierta tradición guitarrística de Brasil, esa que incluye a João Gilberto, Baden Powell, Rosinha de Valença, Jorge Ben, Gilberto Gil, entre otros. Y la tapa: frutas podridas, flores secándose, naturaleza muerta en su pura literalidad. Músicas rotas para un país roto. La música de Kiko Dinucci pareciera estar todo el tiempo en una zona de riesgo. Sus discos: campos minados. Es posible escuchar, interpretar que muchas veces el ruido, esa podredumbre criolla que suena desde su guitarra (el violão de Dinucci) no es más que el barullo constante que anida en una ciudad como San Pablo: la banda de sonido posible de la metrópoli más grande de un país gobernado por un bruto fascista. 

Así, este muchacho barbado de poco más de cuarenta años es una especie de punto gravitatorio. La suya es, hoy día, una de las guitarras más inconfundiblemente brasileras de Brasil. Y su prontuario como productor y/o arreglador habla por sí sólo: A Mahler do Fim do Mundo (2015) y Deus é Mulher (2018) de Elza Soares, Dancê (2015) de Tulipa Ruiz, Besta Fera (2019) de Jards Macalé, Vira Lata na Via Láctea (2014) de Tom Zé y Nó na Orelha (2011) y Procure Seu Buda (2014) de Criolo.

Vale volver sobre Chico Science, más precisamente sobre el texto que acompañó la edición de su primer disco y que, con el tiempo, tomó forma y se entendió como el Manifiesto del Mangue Beat, aquel que declaraba cierto inicio de ese movimiento. Bien, allí hay una línea: una antena parabólica levantada sobre el barro. A la distancia, ello habla por Kiko.