No sabemos quienes vamos a ser, pero podemos sospechar quienes fuimos. Eran días de vino y rosa, de sangre y alambrada, de alegría seca, de encono ciego. Estábamos de rodillas y no lo sabíamos. Era el mundo de ayer, de desosegada mansedumbre. En aquella lejana complacencia la mano de Rafael Videla se estrechaba con la nuestra mientras la tortura y la muerte palpitaban en los cuerpos quebrados que aún agonizaban en sus centros de exterminio. Era el horror que seguía ahí, agazapado. Era la tristura del odio, del “homo” miserable dibujando simpatías, mientras miles de almas sin tumba conocida deambulaban como peces de colores por el “camposanto” a cielo abierto más infame del país: el río turbio, de plata. Cada vida cuenta, sin calcular el precio que cueste preservarla. A los muertos los sepultamos, pero nadie sepulta su voz interior, aunque estén bajo la tierra de las cunetas.

El pasado no es solo historia, es también memoria. Se han cumplido 41 años de la obtención del Mundial Juvenil de Tokio de 1979, con Maradona como figura esencial. Miles de argentinos se sujetaban los párpados colgados de madrugadas eternas para jugar a emocionarse con un fútbol de tanta belleza plástica, de tanta convicción ideológica, que traspasaba lo individual para hacerse colectivo, de pertenencia, de todos. César Luis Menotti lo dijo: “Fue el equipo que mejor fútbol hizo de todos los que dirigí”. Ídolos de rabona fina, elegante, sutil, con carisma, con personalidad, con inolvidable carga de belleza: un fútbol para la eternidad.

El ego lo recogimos al salir. Fue un sueño hermoso a la sombra de las bayonetas, a la sombra de la vida y de la muerte. El infierno es la verdad vista demasiado tarde, decía Hobbes. Las cosas no pasan, pasaron; y no se recuerdan los días, se recuerdan los momentos. El régimen lo detectó y puso en marcha de inmediato la maquinaria dominante de la desinformación: el inesperado repertorio de agasajos gubernamentales sostenidos en la necesidad ideológica de transmitir al mundo que los argentinos eramos “derechos y humanos”. Protegidos como crías de canguro desfilamos por las alfombras con la sensación de estar viviendo algo extraordinario, sublime, e infame a la vez: ese punto amargo de tener la certeza de ser el muñeco diabólico del ventrílocuo loco de un gobierno paranoico y genocida.

La penumbra de los medios cortesanos lo trituró todo. Al toque de trompeta, la joven Mirtha Legrand, se inventó con rapidez un programa sumiso con madres “juveniles” que fueron llamadas de urgencia para un montaje precario y oportunista. Levitadas de sus casas con el mate mañanero a medio hacer fueron “teletransportadas” a la gran “mesa” nacional, al gran espectáculo del “fake food news”, sin hambre y sin tiempo para recomponer el aliento. Tanta premura para tan poco que contar. Las otras madres, la de los “pañuelos blancos”, nunca fueron invitadas. Tampoco tenían nada que decir, eran mujeres turbias, oscuras, que andaban en círculo, en aquelarres siniestros, como estrellas extinguidas que brillaban en la penumbra con plegarias en las espaldas que nadie quería escuchar. La “Voz” del universo deportivo de la época, José María Muñoz, eufórico por encontrarse con la neurosis, incendiaba las audiencias de Radio Rivadavia abducido por un régimen necesitado de comprensión, de ternura, de un deseo amable, de un abrazo, de una lágrima.

De aquel mundo extraviado muchos recuerdos se fueron definitivamente con la huida, se fueron con la nostalgia serena de las antiguas historias. Se puede vivir de recuerdos, si la vida pasada no duele: es más, la vida que no podemos vivir podemos soñarla, soñar es otra manera de vivir, más libre, más bella, más auténtica.

(*) Ex jugador de Vélez, y campeón Mundial de Tokio 1979.