Desde Córdoba

Este es un juicio parecido a ninguno de los anteriores. Salvo el elenco estable de 16 de los imputados, sólo dos reos son nuevos en el banquillo, Arturo Emilio Grandinetti, de 73 años, y Carlos Horacio  Meira. Ambos ex militares. Los 18 reos deberán dar cuenta de lo que hicieron entre el 26 de marzo al 10 de septiembre de 1976 con los 43 jóvenes que secuestraron y desaparecieron.

Cada miércoles y desde las 10 de la mañana, quien quiera ver y oír lo que pase en la sala de audiencias del Tribunal Federal 1 de Córdoba, https://www.youtube.com/channel/UCyQJUlKhS-thgxlv-HcYTOA">podrá entrar al canal de YouTube. Para el miércoles 23 está prevista la declaración de cuatro sobrevivientes: Sebastián y Norma Julia Soulier, que se sentarán frente al Tribunal presidido por la jueza Carolina Prado y los vocales Jaime Díaz Gavier y Julián Falcucci, y por la tarde, en vídeoconferencia, Jorge Arias y María Livia Cuello.

Carmelitas descalzas

El común denominador de los 18 imputados que se registraron ante les jueces en la audiencia anterior, podría resumirse en “yo no fui, no estuve ahí cuando pasó lo que dicen que pasó, soy inocente y no ví ni escuche nada”. También abundaron quienes se quejaron de que “estos juicios me arruinaron la vida y la de mi familia”.

Fue notoria la diferencia entre los que se mostraron en cámara desde su “domiciliaria” a los cuatro que lo hicieron desde el presidio.

-Señor Héctor Pedro Vergez, ¿me escucha?, preguntó la jueza tono cordial y su voz de timbre agudo.

Lo de señor debió haberle sonado raro a este hombre cuya cara parece estar derritiéndose como una vela. La ojeras abismales y mucho más flaco que en 2016, cuando el 25 de agosto lo condenaron en la Megacausa La Perla-Campo de La Ribera. 

Héctor Pedro Vergez. 77 años, se declaró "separado. Militar. Capitán. Argentino. Nacido en Victorica, La Pampa. 28 de julio del 43". Domiciliado “sin domicilio”, en la Unidad 34 (Campo de Mayo), dijo que cobra "16 mil de jubilación no tributaria”. La enumeración de sus datos fue a tirabuzón. Se reanimó cuando le preguntaron sobre sus enfermedades: “artrosis, hernia de disco, hipertensión, nada más”, concluyó. Y entonces miró fijo a la cámara. Pegando la barbilla al cuello. Las pupilas oscuras amenazantes. En ese chispazo fue el Vergez de siempre, entre burdo y desafiante. 

Natalia Bazán, su abogada defensora de oficio, le pidió a la jueza que le interrogara acerca de si tuvo covid-19. “Sí, tuve”. Sólo eso. Vergez, alias “Vargas” o “Gastón”, pidió no presenciar las audiencias a menos que lo mencionen a él. Una solicitud que todos los imputados hicieron a través de sus representantes. A todos les fue concedido. No escucharán a todos los testigos, como en juicios anteriores. 

Los otros tres imputados tras las rejas en Bouwer, hasta se cebaron mate mientras actualizaban sus datos. O al menos de eso se ocupó, solícito, “el Gato Gómez” con Arnoldo José “Chubi” López, de 67 años: el hombre que amenazó con un puño en alto al gobernador Juan Schiaretti cuando le leyeron la condena en 2016. 

“67 años. Viudo. Isquemia, obstrucción de arteria femoral derecha, hipoacusia izquierda, hipertenso. ¿Alias yo? El Negro, Pototo”, dijo. De “Chubi”, nada.

Muchos de los represores que lo antecedieron no dieron el dato de sus sobrenombres. La jueza y sus vocales olvidaron, durante los primeros declarantes, preguntarles sobre ese detalle. Se los recordó la querellante Lyllan Luque. ¿La importancia? Esencial: los sobrevivientes torturados estaban maniatados, tabicados sus ojos. No escuchaban nombres y apellidos. Sólo los apodos de sus verdugos.

“El Chubi” López reapareció con su libreto tan armado como violento, mientras que el otro presidiario, “Rulo” Exequiel Acosta, de 74 años, hasta intentó dar lástima: “Enfermedades un montón. La mayoría es la vejez que no tiene cura, no es contagiosa y cada día que pasa estoy más cerca de la muerte”, argumentó. Una letanía que repite de memoria para luego enumerar "artrosis, dentadura, hipertenso, grandes dolores que me hacen levantarme a la noche para tomar calmantes”, y así. 

El "Capitán Acosta", que le disputaba a Ernesto “Nabo” Barreiro su poder en el pabellón MD2 de Bouwer, y "hasta lo cuerpeaba cuando se topaban en la cárcel" o lo "amenazaba si hablaba más de la cuenta en los juicios", según se supo durante el megajuicio La Perla, apareció disminuido ante los puños sobre la mesa del Chubi López, con su barbijo en el cuello y vozarrón tribunero.

El represor recusó a los jueces Díaz Gavier y Julián Falcucci, y calificó de “aguantadero marxisto-judicial de la calle Paunero” al despacho de la exfiscal Graciela López de Filoñuk. Embarracanchas consumado, el Chubi optó en su declaratoria por defenderse nombre por nombre de las víctimas, y que “cuando en los expedientes se lee un grupo no identificado secuestró a tal”, podría “haber sido un grupo extraterrestre que lo torturó y yo no sé cómo estoy ahí. Todo por la existencia de ese legajo. Yo sigo negando la existencia”, insistió, mientras el Gato Gómez le dictaba algunas palabras mate en mano, ante la mirada aburrida de un guardia de la penitenciaría que, de vez en cuando, batallaba con el manejo de la computadora.

“Se nos imputan delitos de lesa humanidad a nosotros –se exasperó López- cuando en la sociedad toda atacaban los guerrilleros. Eran militantes del ERP o Montoneros. Ahí debe estar el doctor de la querella que sabe bastante del tema”, prepoteó sin nombrarlo a Claudio Orosz, por quien los imputados no se cansan de expresar una inquina que no disimulan desde hace varios juicios.

Nabo en La Recoleta

“No quiero decir mi domicilio por un tema de seguridad. Consta en autos”, dijo con su seseo habitual Ernesto Guillermo Barreiro, 72 años, casado, y una jubilación de “21 mil pesos, pero vivimos con los ingresos de mi señora”. 

Barreiro, alias “el Nabo”, “el Gringo” o “Hernández”, luchó de entrada con su computadora “para tener imagen” y no sólo voz. El más iconoclasta de los imputados se mostró desde una especie de desván de su departamento de avenida Las Heras 1975. 

El carapintada que atentó contra la democracia en 1987 dijo "temer por su seguridad". Una aseveración por lo menos falaz en un exjefe de servicios de Inteligencia que, a 44 años de perpetrados los crímenes de lesa humanidad por los que fue condenado, no ha sido agredido por ningún familiar, HIJO, Madre o Abuela de Plaza de Mayo. Nadie le ha tocado un pelo. Ni a él ni a su familia. Ni a ninguno de los otros reos que lo acompañan ahora o se fueron muriendo de "muerte natural" y en sus camas en los últimos 12 juicios.

El detalle domiciliario de este proceso judicial le dará una característica inédita a las audiencias de cada miércoles: 16 de los imputados declararán desde sus casas y con sus familiares rodeándolos. ¿Quién se atrevería a revelar algo, admitir atrocidades con sus cónyuges o nietos que les asisten con las computadoras en sus cocinas y salas de estar? Por lo poco que se ha visto hasta ahora, la mayoría ha reescrito su historia. O directamente la niega. 

Hugo “Quequeque” Herrera tapó el visor de la cámara con sus escritos a mano; Ricardo "Fogo" Lardone se victimizó por "los escraches" a su casa y se internó en una por lo menos absurda explicación de cómo revelaba fotos en sus épocas en el teatro Rivera Indarte desde el que hacía "trabajos de inteligencia". Se extendió tanto, que su propio defensor le pidió a la jueza que le solicitara que acorte el discurso. 

Con sus familiares presentes en sus cocinas y salas de estar, ninguno quiere escuchar las declaraciones de los testigos desde sala y por la pantalla. Un programa que tal vez implicaría riesgo ante esa familia que en este juicio los circunda y hasta les cree. Está claro: no será lo mismo que comparecer en la sala de audiencias con la custodia policial y el marco propio de un juicio convencional.