Allá en los 70, en ese pedazo de Mataderos que se recostaba sobre la avenida General Paz casi en el fin del mundo, Mafalda empezó a penetrar en nuestro universo de referencia, nuestro barrio, nuestra casa, a colarse bastante misteriosamente al calor de algunos de esos libritos-revista-cuadernos tamaño Patoruzú. ¿Cómo llegaban, quién los compraba o los traía prestados de alguna otra casa, quizás unos amigos de mis padres, o ellos mismos los traerían del kiosco? Nunca lucían nuevos, ni recién comprados. Mi recuerdo los hace cada vez más hojeados, más manoseados de tanto transitarlos. Se desprendían las hojas, y se deshacen en la memoria como ese mazo de cartas tan sobadas y pegoteadas en un tórrido verano que en Frankie y la boda, una chica manoseaba y barajaba una y otra vez. Frankie (que quiere ir a donar sangre para los soldados que fueron a la guerra) o Mick Kelly, las típicas chicas de Carson McCullers, eran Mafaldas sureñas, muy desarrolladas para su edad, atiborradas de sueños y locuras, preocupadas por El Mundo más allá del pueblito.

Un poco después, quizás ese año tan emblemático de la muerte de Perón, el 74, empezaríamos a sospechar que nuestra familia (el auto incluido), era muy parecida a la familia de Mafalda, por no decir que en cierta medida éramos la familia de Mafalda. Pero todavía no lo sabíamos.

Por las mañanas, mi padre insistía en arrancar su asmático Citroen (tuvo al menos tres, antes de pasarse al Renault 6) para llevarnos a la escuela a mi hermana y a mí. Tardaba tanto en arrancar en el frío bronquial de esas mañanas de invierno, que llegábamos siempre tarde a clase. Un día lo encaramos y le dijimos que no nos lleve más en el auto, que estábamos podridos de llegar tarde. Desde entonces, íbamos a viajar en colectivo.

Tiempo después nos reiríamos con el padre de Mafalda, que primero adquirió su flamante Citröen 2CV y luego lo cuidaba como la joya que era, y se preocupaba como si hubiera enfermado Guille. “Hoy el auto hacía un ruidito. Era como un tiqui tiqui tiqui”, repetía, crecientemente obsesionado. En el último cuadrito estaba en la cama a oscuras y seguía sonando el “tiqui tiqui tiqui”. Por su parte, mi mamá, empezamos a darnos cuenta, tenía un dramatismo muy parecido al de la madre de Mafalda. Como ella, una mañana cerca del mediodía podía llegar a entrar a la casa desde la calle –venía del mercado- con un tomate en la mano y decir en medio de una risa nerviosa: “¡Qué caro este tomate, jajaja!”. Y sacar la lechuga y decir: “Y la lechuga, carísima jajaja”. Era una reacción típica de la madre de Mafalda. Nosotros, mirando a cámara como solía hacer Mafalda para colocar sus remates acerca de los grandes problemas de la humanidad, podríamos haber afirmado: “La prefiero sanamente deprimida”.

Mafalda empezó a ser un asunto de familia, guiño, cita y contraseña en nuestro mundo bastante protegido de aquellos años. Pero la influencia de sus frases y de su grupo de amigos no llegaba hasta la escuela, donde los chicos y sus padres mayoritariamente no compartían esa “cultura de izquierda” en la que cómodamente se habían instalado las revistas de Mafalda en casa. Los chicos del barrio y de la escuela no jugábamos a Mafalda y Manolito y Felipe, ni hablábamos del palito de abollar ideologías ni nos lamentábamos por el estado de la paz mundial. Y, sin embargo, jugando al ajedrez alguna vez con mi viejo, estuve tentado de barrer todo el tablero de una y exclamar como Susanita: “¿Cómo se puede pensar con todas estas piezas adelante?”

Supongo que mis padres tenían un registro más político de lo que decía y significaba esa chica que parecía muy seria y preocupada por el destino de la humanidad (y que una vez Cristina, tan Mafalda ella, resumiría magníficamente cuando dijo que las chicas militantes y estudiantes de su generación “éramos Mafalda”.)

En casa ejercitábamos el estilo costumbrista de comedia familiar consistente en vigilar cada tic y cada gesto o frase reiterada por nuestros padres, nuestros abuelos, por los amigos de mis padres, ensayarlos y luego exponerlos en una burla paródica. Y en eso, Mafalda, Libertad, Guille, Felipe, eran nuestros aliados. ¿Qué eran ellos sino la burla y la caricatura del mundo de los adultos? Y el mundo de los adultos nos filtraba apenas un poco de eso que estaba en el aire, una promesa que no terminaba de cumplirse, lo que después se llamaría setentismo. Tiempos de Citröen 2CV y 3CV, cigarrillos Jockey Club, Colorado, cine nacional, y por supuesto, las historietas de Mafalda. Mafalda nos hizo creer por bastante tiempo que allá en los límites de Mataderos, éramos la típica familia de clase media, la familia tipo, la familia costumbrista con su Citroen ronroneante, cuyo futuro tenía más que ver con los libros que sí entraban en casa con bastante frecuencia, los discos, el primer Winco, las primeras charlas sobre política, en las que primero escuchábamos y después nos animaríamos a intervenir.

Familia que condensaba casi sin fisura la todavía nebulosa cuestión aspiracional de nuestra clase, de nuestro barrio, nuestros vecinos, nosotros mismos, con una pátina de utópica creencia en las bondades de la cultura y la educación.

Pronto, en el barrio, en la escuela primaria que se terminó tan abruptamente, en el desembarco en la escuela secundaria en plena dictadura, descubriríamos que no éramos tan de clase media como creíamos en esos tiempos de propagandas de cigarrillos nacionales, que no nos íbamos a la costa de vacaciones todos juntos sino que nos pasábamos el verano en la pileta, que el mundo era redondo como en el globo terráqueo que tantas veces aparecía en la tira, pero mucho más cruel, que la guerra y la violencia no eran nada abstractos, que nos veníamos un poco abajo como el país, y el humanismo de Mafalda, su preocupación por la paz y el hambre de los niños pobres, empezaría a ser enterrado con tristeza, con pena, junto con los tesoros más entrañables del fin de la infancia.