Hace unos días comenzó un nuevo episodio del culebrón de Manuel Puig con su pueblo General Villegas. Su casa natal fue demolida, sin previo aviso frente a las miradas azoradas de los vecinos que pasaban por allí. La paradoja del escritor que cada vez que puede regresa y de su pueblo, que cada vez que puede, lo echa.

Cuentan los memoriosos que cuando Manuel Puig fue por primera vez al cine de su pueblo, con tan sólo cuatro años, se asustó terriblemente y comenzó a llorar despavorido. Como no había forma de calmarlo, su padre lo llevó hasta la sala de proyección. Allí entre latas de celuloide y un colosal cinematógrafo de hojalata, el niño, al que cariñosamente le decían Coco, paró el llanto y quedó encantado para siempre con el mecanismo de aquella máquina.

La película en cartelera era La novia de Frankenstein dirigida por James Whale. A partir de ese día, Coco sentiría que, desde la oscuridad de la proyección, vivía su verdadera vida y cuando terminaba el film, ingresaba a otra dimensión, la realidad de aquel lugar que le era hostil y que prefería evitar.

Quizás Manuel había nacido en el lugar y tiempo equivocados, la atmósfera de su pueblo natal era como un western, una película en la que había entrado por error y de la que no podía salir. Lo que lo intimidaba no era meramente el paisaje áspero de la pampa seca, donde los cardos rusos rodaban al viento como en una película de John Ford. Su aversión venía de lo que él llamaba el paisaje humano que consistía en un sistema de dominación machista absoluto.

Todo era por culpa de su madre, decían las comadres. María Elena Delle Done, Male para los íntimos, era una farmacéutica que había llegado de la ciudad de La Plata a General Villegas para trabajar en el hospital. Y si bien se había enamorado y casado con un buen mozo del lugar, don Baldomero Puig, Male nunca pudo adaptarse al pueblo y le trasladó el resentimiento a su primogénito.

Manuel pasó gran parte de su vida intentando ser cineasta. Incluso fue becado para estudiar en Cine Cittá en Roma, pero los resultados fueron pésimos porque él no tenía el carácter para manejar un set del plató. Con el tiempo descubrió que su lugar no era el de hacer sino ver cine, guarecerse en la comodidad de una butaca que le recordaba al cine de su pueblo. De ese fracaso personal como director de cine, surgió uno de los mejores escritores de habla hispana. Y si bien fue reconocido mundialmente, traducido a varios idiomas y sus libros llegaron hasta el mismísimo Hollywood (su lugar soñado desde niño), en su pueblo natal nunca tuvo el reconocimiento que mereció. Al contrario, siempre fue mirado de soslayo, por haber ido demasiado lejos ventilando historias de algunos vecinos bajo la protección de la ficción en su novela Boquitas Pintadas.

Chusma, homosexual y convertido en forastero del lugar porque se había ido siendo muy joven a Buenos Aires, Manuel Puig generaba la perfecta combinación para ganarse el podio de los enemigos de la moral y de las buenas costumbres del lugar.

Durante un otoño a principios de los años 70, dos jóvenes periodistas y un fotógrafo de la revista Semana Gráfica fueron enviados al pueblo para hacer una nota sobre el escritor y las repercusiones de su reciente novela Boquitas Pintadas. Los jóvenes periodistas eran Osvaldo Soriano y Mempo Giardinelli y el fotógrafo, Carlos Bosch En la nota que se tituló “General Villegas no es como dice Manuel Puig”, los parroquianos intentaron evitar hablar del libro en cuestión aunque claramente marcaron dos asuntos. El primero era que los lugareños ahora eran más decentes, obedientes a las leyes de Dios y nadie debía ventilar sus asuntos privados. El segundo y más imperativo, que el escritor mejor que volviera por allá, porque tendría que enfrentarse con la realidad del pueblo. A partir de allí comenzó una relación de desprecio y olvido de un pueblo despechado contra su hijo pródigo.

Este año se cumplieron 30 años de la muerte de Puig y salvo la Universidad Brasilera de Mato Grosso que organizó un evento virtual con especialistas, hubo escasos recordatorios u homenajes al escritor de Pubis Angelical. Y como si fuera poco, días pasados comenzaron la demolición de su casa natal sin aviso, privando a curiosos, estudiosos, tesistas y lectores de conocer el lugar que lo vio nacer.

En aquella casa de la calle Arenales al 400, a la vuelta del Cine Español nació Manuel Puig un 28 de diciembre de 1932, día de los santos inocentes. Fue un parto largo que duró muchas horas. Apenas lo vio su padre le dijo “Coco”, sobrenombre que llevaría toda la vida. En ese lugar acotado, siendo Manuel bebé, convivieron por más seis meses dos hermanos mayores de Baldomero Puig: Anselma y Juan con su esposa enferma y Jorgito, su hijo pequeño. Esa casa, hoy demolida, debería haber sido un pequeño museo, un retiro espiritual, un café cultural para que los jóvenes ávidos de lectura tuvieran un lugar de encuentro. Hubiese sido incluso, una forma de reparar el desprecio y la falta de reconocimiento que tuvo Manuel Puig en su pueblo, pero ninguna autoridad alguna vez concretó algo y fue tirada abajo para hacer mono ambientes.

Una vez el escritor Osvaldo Bayer, en una charla organizada por la biblioteca Municipal de Villegas, deslizó que el pueblo debería dejar de tener el nombre de un militar asesino de la Campaña al desierto, y adoptar el nombre del escritor de El beso de la mujer araña. Los nativos quedaron boquiabiertos ante esa sugerencia porque para muchos Manuel Puig sigue representando el hombre que los puso en evidencia sobre su doble moral y sobre los abusos que se cometen, que todavía se cometen.

Pasan los años, cambian los tiempos y los muertos. Los fantasmas van quedando como sombras, pero todavía, como en una eterna dialéctica de regreso y rechazo continúa la compleja y peculiar relación de General Villegas con su ciudadano ilustre.